RICARDO RUIZ Y AGUILAR: ESTANCIA EN TENERIFE (III)
CARTAS A SU PADRE
La Orotava, 12 de julio de 1867
Mi querido Papá: reanudando mi interrumpida narración, voy a hablar a usted hoy de las peripecias que sufrí durante la permanencia en La Laguna.
Creo haber dicho a usted en mi anterior que me hallaba mal acomodado en la fonda y con muchos deseos de salir de ella; era preciso buscar dónde vivir, puesto que, al parecer, se fijaba allí por entonces nuestra residencia; a los primeros pasos tropezamos con la no pequeña dificultad de la escasez de habitaciones o, mejor dicho, de la carencia absoluta de ellas; y en este apuro, aceptamos la oferta de un señor de la población que nos había visitado y que poseía una pequeña casita distante unos tres kilómetros de la población. Verificamos, pues, nuestro traslado, a pesar de las amenazas de aburrimiento con que nos perseguían, fundadas principalmente en que iba a empezar la estación lluviosa, que nos obligaría a encerrarnos en casa. Ésta se componía de una sala regular, con una especie de alcoba pequeña sin luz; en la primera, dos puertas, una a la calle, o mejor dicho, al campo, y la otra a una habitación interior, ocupada por los medianeros encargados de cultivar el terreno anejo al edificio. La cocina, un corral con una gallina, una vaca y dos cerdos, componían la parte habitable de la casa; a ella iba unida una ermita en la que en otros tiempos se celebraba misa, pero que a la sazón estaba abandonada. Algo exigua era la casa para tres personas, pero, como la necesidad apremiaba, nos instalamos del mejor modo posible, dispuestos a sufrir la incomodidad, hasta tanto que encontrásemos en la población dónde vivir. Gracias a la familia de Ossuna, que nos remitió alguna vajilla, café, té, máquina para hacerlo y otras menudencias, pudimos soportar menos mal aquellos tres días de privaciones. La primera dificultad con que tropezamos fue la falta de cocinera; encargamos este cuidado a la mujer del medianero, que en su vida había guisado otra cosa que coles y patatas, y que yo creo ignoraba existieran otros manjares en el mundo; y puede usted suponer cómo comeríamos aquel día: fue preciso que cada cual desplegase allí sus conocimientos culinarios, cuyo resultado fueron unos guisotes sin nombre que se comieron porque no había otra cosa.
Anónimo. Campesinos, c. 1880. Col. part., Tenerife
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Por otra parte, estas privaciones encontraron aquel día su compensación: hállase situada la casa al pie de un monte extensísimo, que se eleva en una pendiente rápida a una altura considerable. Divísanse esparcidas a su alrededor veinte o treinta chozas habitadas por otras tantas familias pobres y que, dispuestas con cierta simetría por aquel valle, formaban un aspecto pintoresco. Este caserío, al que daban el nombre de pueblo, se llama Las Mercedes, encerrado, por decirlo así, en una especie de garganta formada por aquel extenso y elevado monte; sólo podían dirigirse las miradas hacía La Laguna cuya población, compuesta de edificios uniformes, dejaba percibir hasta sus menores detalles: situada en el centro de una llanura, que dicen fue antiguamente un inmenso lago, del que tomó sin duda el nombre, nosotros, situados en uno de los extremos de él, podíamos abrazar con nuestras miradas el conjunto: extendíanse éstas por aquel fértil terreno cuyo verdor continuo y admirable vegetación nos extasía: cerraba el panorama allá, a lo lejos, el mar, que en forma de una ancha faja cenicienta, parecía envolver aquel paisaje. Esta perspectiva risueña y el contraste tan notable que formaba con la severidad de tintas del monte que se alzaba a nuestra espalda hicieron olvidar por un momento las privaciones materiales que nos acosaban y cuyas importunas exigencias no tardaron en desvanecer el encanto poético que respiraba aquella vida campestre.
En efecto, no bien terminamos nuestra instalación, cuando el cielo, sereno y despejado hasta entonces, empezó a cubrirse de negros nubarrones que despedían una lluvia menuda pero tan continuada que nos obligó a guarecernos bajo el techo de nuestro palacio: era cerca de anochecer, y después de haber tomado una ligera colación nos dispusimos a entregarnos al sueño, pero tropezamos con una dificultad: el techo de la casa era de cañizo y por sus infinitas hendiduras entraba el viento con toda libertad, hasta el punto de hacer oscilar fuertemente nuestra luz. El agua, que caía a torrentes, comenzaba a filtrarse a través de las cañas del techo, y todo nos indicaba que íbamos a pasar una noche toledana; algunas alternativas de calma venían a serenar nuestro espíritu, pero bien pronto un nuevo aguacero daba al traste con la paciencia; pasamos, pues, la noche viajando con las camas alrededor de la habitación, y los primeros albores del día nos hallaron vestidos y dispuestos a abandonar aquella casa donde habíamos disfrutado de un descanso tan precario. Salimos a la ventura y sin temor a las inclemencias del cielo, que aún amenazaba, emprendiendo la subida al monte en busca de algún pajarillo que sirviese de extraordinario a nuestra comida de aquel día. Como sólo poseíamos una escopeta, cargó con ella el más cazador de los tres, y yo, que nunca he tenido esa habilidad, me armé de un grueso garrote, y en esta disposición emprendimos la caminata.
Bien pronto nos internamos en el bosque, cuyos senderos no conocíamos, caminando a la ventura por entre espesos jarales, y ahuyentando con el ruido algunos pajarillos que, ateridos de frío, habían pasado la noche acurrucados en los árboles y que huían a nuestra aproximación. Siempre subiendo con sumo trabajo y a veces con exposición de despeñarnos, llegamos a un claro del bosque, donde decidimos descansar; reinaba un majestuoso silencio en torno nuestro, interrumpido tan sólo por algunas gotas de agua que se deslizaban de los árboles, y cuyo monótono murmullo aumentaba la melancolía de aquel sitio; algunos indiscretos rayos del sol naciente penetraban hasta nosotros y su presencia era saludada por algunos tímidos gorjeos de los mirlos y capirotes que, saltando de rama en rama, hasta posesionarse de las más elevadas, demostraban de este modo su alegría. Poco a poco fue despertándose la naturaleza en toda su majestad, sucediendo al silencio anterior, ese incomprensible murmullo producido por los mil ruidos de los seres animados que habitan los bosques.
Anónimo. El bosque de Las Mercedes, c. 1880.
Col. part., Tenerife
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No había de durar eternamente nuestro ensimismamiento: así pues, no tardamos en continuar nuestra excursión, pero fue preciso hacerlo a la ventura, porque estábamos completamente desorientados; sin senda alguna, sin vestigios de humanas huellas, caminamos sin dirección fija. esperando encontrar algún indicio que nos revelase el camino que debíamos seguir. Continuando la ascensión, teníamos esperanza de encontrar en la cumbre alguna vereda o bien, desde alguna eminencia, orientarnos con más facilidad. Algunos pajarillos y un cernícalo, que tuvo el atrevimiento de pasar al alcance de la escopeta, contribuyeron a hacer menos penosa la ascensión, que la debilidad de nuestros estómagos apenas podía resistir; para colmo de desgracia había vuelto a entoldarse el cielo y una lluvia menuda, que empezaba a filtrarse al través de los árboles, amenazaba ponernos en un estado más lastimoso.
Llegamos por último a coronar la altura, teniendo la suerte de hallar a pocos pasos una choza donde se albergaba el guarda, y en la cual nos apiñamos de buen grado, huyendo del aguacero que aumentaba. Atormentados por el hambre, calados hasta los huesos y guiados por aquel buen hombre, descendimos a nuestra casa, donde nos esperaba una escena poco consoladora.
Los medianeros (nombre que aquí dan a los encargados del cultivo de las tierras y cuyo producto parten con el amo, de donde les viene dicho nombre), los medianeros, digo, cumpliendo nuestras órdenes, habían traído de la población pan, huevos, carne y otros comestibles, que se hallaban allí en el propio estado, pues ninguno sabía qué hacer con ello: eran las doce del día y fue preciso sacar fuerzas de flaqueza, entrar en la mal llamada cocina y hacer un guiso sin nombre, que resulta escaso, ahumado y siendo una ofensa muda al paladar; el apetito que sentíamos suplía a todo, y el resto del día pasó sin novedad, a pesar de la lluvia que no cesaba.
Amaneció el siguiente, sin que por esto se aplacasen los elementos, y hétenos sin comida, porque no había quien quisiese ir al pueblo por ningún dinero del mundo; encontróse casualmente leche, le matamos a la medianera una gallina tísica que tenía en el corral, la que en unión de un ejército de patatas (manjar abundante en las islas) compuso nuestra comida de aquel día. Lo que más nos contrariaba era la falta de pan, que no sabíamos con qué sustituirlo. Fue preciso comer gofio, que es el alimento que aquí se toma en lugar del pan, y que a mis compañeros no hizo mucha gracia. Consiste éste en maíz (que aquí llaman millo) tostado y molido después entre dos piedras a propósito; la harina que resulta se mezcla con agua, dentro de un zurrón de piel de cabra; se tapa la abertura con una mano y con la otra se amasa estrujándola contra una pierna; de este modo se forma un cuerpo compacto, desabrido, pero en exceso nutritivo y de una fortaleza inmensa. Nosotros preferimos comerlo en polvo sin amasar, pero mis compañeros no hicieron mucho gasto de él; no podían soportar la falta de pan, a pesar de que las patatas cocidas lo sustituían perfectamente en mi concepto; sin duda porque mi vida de Filipinas me traía a la memoria las muchas veces que allí comí sin pan, alimento tan necesario en nuestro país. Mal día fue éste, último por fortuna, pues aquella tarde recibimos la visita del criado de las de Ossuna, quien nos dijo se había encontrado casa en la población. Decididamente, aquella familia era una providencia para nosotros y no sabíamos cómo pagarle sus atenciones.
Marcos Baeza. Un Campesino / Una Campesina, c. 1895. Col. part., Tenerife
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Al día siguiente cargamos nuestros equipajes en un carro y nuestras personas sobre los pies, despidiéndonos sin pena de aquellos sitios, tan deliciosos cuando no llueve, pero en los que habíamos pasado tan malos ratos: gracias a la familia de Ossuna, cesaba nuestro malestar físico, proporcionándonos, no solo una casa donde vivir, sino también su propio criado que, educado por ellas, era una notabilidad para la cocina y un modelo de honradez.
Componíase la nueva casa de una sala espaciosa con una alcoba, grande también, únicas piezas habitables; en esta última colocamos las camas y los chismes de tocador, y en la sala situamos dos mesas, colocando en ellas los libros, papeles y demás útiles que habían de ayudarnos a pasar el tiempo. Un comedor, donde dormía el criado, y la cocina completaban la casa; no estábamos muy desahogados, es cierto, pero al menos podíamos disfrutar de más comodidad que hasta entonces, pagando de alquiler seis pesos (90 reales) y sin temor a ninguna clase de privaciones. Adoptado nuestro método de vida, lo pasábamos perfectamente. Como quiera que todas nuestras ocupaciones estaban hechas, nos levantábamos tarde. Después de almorzar, cada cual se dedicaba a lo que mejor le parecía: el uno a paseo, el otro a leer o estudiar, hasta que, reunidos otra vez, decidíamos comer. Terminada esta apremiante necesidad, salíamos generalmente a dar un paseo por el campo y de regreso entrábamos en la casa de Ossuna, donde acudían muchas amigas de la casa, invirtiendo la noche en tocar el piano, jugar a juegos de prendas, descifrar charadas, etc., con lo cual se deslizaban las horas con harta rapidez. Un paseo por las calles y un rato de conversación en casa terminaban el día, muy parecido al anterior, y semejante al siguiente, pero cuya monotonía puedo asegurar a usted no nos cansaba. Éramos tres caracteres tan bien avenidos, teníamos compartidas tan bien nuestras horas, para evitar el aburrimiento, y disfrutábamos por último tanto con la amabilidad y buen trato de aquella inolvidable familia que, a excepción del deseo natural de regresar a nuestra patria y salir de la anómala situación en que nos hallábamos, todo lo demás nos satisfacía completamente.
Otra circunstancia que no quiero dejar pasar por alto hacía que estuviésemos más unidos: ninguno de los tres poseíamos bienes de fortuna y, como el sueldo era corto, teníamos que acomodar todos nuestros gastos a iguales facultades, sin sernos mutuamente gravosos, ni disentir en nuestras opiniones: decidimos, pues, mantenernos retraídos de los demás compañeros a Quienes no conocíamos, y entre los cuales era de suponer hubiese de toda clase de gente; no quisimos, pues, ser presentados en ninguno de ambos casinos, considerando teníamos suficiente con la casa de Ossuna, donde pasábamos el rato que los demás dedicaban a dichas sociedades. Esta conducta reunía las dos ventajas de independencia y economía: la primera, porque formando grupo aparte, obrábamos por impulso propio, sin obedecer a ajenas influencias ni interesadas ingestiones; y la segunda, porque viviendo aislados, evitábamos compromisos que originarían gastos, difíciles de sufragar. Pero no bastó esta conducta para librarnos de ser víctimas inocentes de lo que otros habían hecho aún antes de nuestra llegada a la isla, como va usted a ver.
Habíanse indispuesto algunos oficíales con el coronel que mandaba la media brigada de provinciales y que residía en La Laguna. De esta indisposición habían surgido disputas en uno de los casinos; algunas imprudencias de ambas partes las habían agriado, hasta el punto de llegar a noticia del general lo que ocurría, el cual mandó al coronel previniese a los oficiales que dejaran de concurrir al casino de artesanos, donde se reunía la gente de opiniones más avanzadas. Ofendiéronse estos por dicha prohibición y dejaron de asistir también al otro casino. En este estado las cosas llegamos nosotros y, enterados de lo que ocurría, creímos prudente no mezclarnos en nada, adoptando el sistema de vida que he referido antes y esperando se despejase aquella situación violenta; pero cansado sin duda el general al ver que ninguno cedía, ofició al coronel diciéndole propusiese los doce oficiales que considerase más perjudiciales, para trasladarles de residencia. Hízolo así, pero al llegar al Gobierno Militar la relación, se encontraron con que iban incluidos en ella algunos recomendados, a los que era preciso no causar perjuicio. En esta alternativa, y deseando complacer al coronel que los proponía, borraron a los que les pareció, poniendo en su lugar los que hallaron más a mano para completar la docena, y hétenos a mi amigo Arezpacochaga y a mí metidos en danza y lanzados a otra parte, sin que nos quedara el recurso de reclamar contra tamaña injusticia. Si nos hubiesen dado tiempo para parar el golpe, tal vez se hubiere conseguido revocar aquella orden y aún estaríamos a estas fechas en La Laguna; pero llegó el oficio el día primero de noviembre por la tarde con los pasaportes extendidos y con orden de salir precisamente al siguiente día para su destino. Esta nueva arbitrariedad nos llenó de indignación, trastornó todos nuestros planes y volvió a lanzamos en la azarosa vida de viajes y mudanzas que traíamos hacía dos meses. Emprendimos la operación de arreglar nuestro equipaje y ajustar cuentas, resultando que, en aquellos pocos días, habíamos gastado más de lo regular, pues la traslación de equipajes, las compras indispensables para la instalación, y de las que no habíamos disfrutado apenas, y otras mil pequeñeces, dieron al traste con nuestros proyectos de economía. Despedímonos, pues, de la apreciable familia de Ossuna, cuyo sentimiento casi igualó al nuestro y, resignados, ya que no contentos, nos empaquetamos en el carruaje que recorre el trayecto a La Orotava, a razón de un duro por pasajero, dando el último adiós a aquella población donde, en tan pocos días, habíamos sufrido tantas peripecias.
George Graham-Toler. El Teide visto desde los altos de Santa Úrsula, c. 1890. Col. Part., Tenerife
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Pasa el camino por las inmediaciones de los pueblos de Tacoronte, El Sauzal, Victoria y Santa Úrsula, cuyos nombres encierran hechos históricos, como por ejemplo el de La Matanza, pueblo edificado en el sitio donde se dio una memorable batalla que fue fatal para los españoles, y que se llamó después batalla de Acentejo; el de La Victoria indica la muy señalada que obtuvieron los españoles al mando de Alonso de Lugo, y que les hizo dueños de aquella parte del país. Estos recuerdos, y la perspectiva tan variada que descubrimos, a medida que el carruaje avanzaba, distraían nuestra imaginación. Llegamos por último a una eminencia desde la que nuestras miradas abrazaron un cuadro tan inesperado y de una variedad y belleza tan sublimes, que no hay palabras para pintarlo: presentóse a nuestra vista un ameno valle, matizado de verdura, y que, en una pendiente suave, prolóngase hasta el mar; en medio, y semejante a una ancha cinta blanca, la Villa de La Orotava, señora del valle; más allá, dos pueblecitos inmediatos (Realejo Alto y Bajo) que limitan la perspectiva por la parte Oeste; al N., es decir, al pie, la población llamada Puerto de la Cruz, o de La Orotava, contra la que veíamos estrellarse las espumosas olas; algunas casas de campo esparcidas acá y allá prestaban más animación y variedad al cuadro, que tenía por remate el famoso pico de Teide, cuya inmensa y elevada mole semejaba a un gigante presidiendo aquel vasto panorama.
El calor sofocante de Santa Cruz y el viento húmedo de La Laguna, fueron reemplazados, desde el momento que dimos vista al Valle, por una impresión agradable, producida por su deliciosa temperatura. En otra carta hablaré a usted de este clima, sin rival en el mundo, y bajo el cual se desliza suavemente la existencia, preservada de los rigores de las estaciones extremas.
Entramos por último en la población, cuyo aspecto es bien poco consolador: edificada en lo más agrio de la pendiente, sus calles tortuosas y empinadas fatigan al viajero que las recorre por primera vez. La hierba crece lozana en todas ellas, indicio seguro de la falta de tránsito y animación. Las casas, de construcción antigua y sin balcones volados, semejan con sus ventanas uniformes y casi siempre cerradas, la fachada exterior de un convento; y el conjunto parece un cementerio de vivos: su construcción larga y estrecha fue lo que me hizo compararla a una cinta blanca.
Bajo la impresión producida por este aspecto tan poco risueño, pasamos aquella noche, sin que fuere bastante para borrarla la afectuosa acogida que tuvimos en el casino y las singulares atenciones de que fuimos objeto.
He llegado al término de mi viaje, aunque no al de mis peripecias. Sin embargo, como éstas son ya de localidad y ofrecen poco interés, hago punto final a esta desaliñada narración, sin perjuicio de continuar refiriéndole las particularidades que he ido notando en este delicioso país, y que serán objeto de mis cartas posteriores.
Hasta entonces, pues, sabe que le quiere mucho su hijo
La Orotava, 27 de julio de 1867
Mi querido Papá: terminada la relación de mi viaje y de las peripecias anejas a él, todo lo demás se reduce a accidentes de localidad; así pues, me ceñiré únicamente en lo sucesivo a referirle aquellas particularidades que llamen más mi atención y cuyo relato pueda distraerle.
George Graham-Toler. Procesión en La Orotava, c. 1890.
Col. Part., Tenerife
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Creo haberle dicho en mí anterior que el aspecto de la población me pareció bastante triste: las casas, de un solo piso la mayor parte, están adornadas por ventanas grandes, casi siempre cerradas; dos bastidores grandes de cristales que corren de abajo arriba, y que se sujetan por medio de un muelle o clavo que encaja en uno de los costados, permiten asomarse a ellas, corriendo el peligro de que se rompa el clavo y caiga el bastidor con todo su peso sobre el cuello del que está asomado, haciéndole el efecto de una guillotina. La falta de balcones volados y de fachadas elegantes y caprichosas hace muy monótono el aspecto de las calles, y si a esto se añade su excesiva pendiente y la hierba que crece libremente en todas ellas por efecto del poco tránsito, podrá usted formarse una idea aproximada de la tristeza que respira la población. Y ya que hablo de la aspereza del sitio donde se halla edificada, no quiero pasar por alto la tradición que se conserva sobre esto. Según he podido averiguar, parece ser que el primer propietario que edificó, lo hizo a poca distancia de la costa, y en un llanito donde se halla ahora el jardín botánico, del que le hablaré más adelante; siguióle otro, que tuvo la feliz ocurrencia de edificar un poco más arriba; picáronse el amor propio, por aquello de que no querían tolerar que ninguno tuviese su casa más elevada que otro, y en esta pugna fueron subiendo en términos, que la última casa construida en aquellos tiempos, y que aún se conserva, está situada en la cumbre de la montaña; de aquí resultó que el sitio donde hubo mayor aglomeración de casas, por efecto sin duda de la mayor comunidad de intereses, fue en el que quedó establecida la población, que hoy tiene categoría de villa, y se llama La Orotava, habiendo tomado este nombre del valle donde asienta su planta, y que los primitivos habitantes llamaban de Taoro, pero que después, sin duda por corrupción, se cambió en el que hoy lleva.
George Graham-Toler. La Villa de La Orotava, c. 1890. Col. Part., Tenerife
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Población enteramente agrícola, parecía natural no hallar en ella más que rústicos campesinos dedicados a sus labores; pero grande fue mi sorpresa al empezar a recibir tarjetas (que aquí llaman boletines) y visitas de personas cuyos modales y títulos trascendían a aristocracia de muy lejos: ¿Hallar en el interior de una isla volcánica y llena de precipicios un pueblo de cinco o seis mil almas, donde el aristocrático frac y la corbata blanca se llevaban con desembarazo, y donde tenía cabida todo lo que el lujo y la moda han inventado? ¡No lo hubiera creído nunca! Y sin embargo es así, pues, aunque modernos, ocupan los pergaminos y cartas de nobleza un lugar muy preferente: datan los más antiguos del tiempo de la conquista, es decir, de fines del siglo catorce o principios del quince, y se van transmitiendo con religiosidad suma, conservándolos también con el mayor lustre posible. Los títulos de que tengo conocimiento y que viven en la Villa, ignorando si existen algunos más, son los siguientes: marqueses de la Quinta Roja, de Celada, de Candía, de la Florida, del Sauzal y de Villafuerte; también hay un conde, que es el del Palmar; además, son muchas las familias, aunque sin título, cuya finura, buen trato y esmerada educación, las hacen sumamente recomendables. Por lo poco que llevo expuesto, podrá usted formarse una idea de la clase de población en que vivo; villa con pretensiones de ciudad, no es corte ni cortijo, adolece de los males de ambos, sin participar en ninguna de sus ventajas [27].
George Graham-Toler. El Valle de La Orotava, c. 1890. Col. Part., Tenerife
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Por lo demás, posee una campiña tan deliciosa, un clima tan benigno, y una variedad en sus producciones tan notable, que con justicia ha llamado la atención de cuantos viajeros la han visitado. Podrá tener el valle poco más de una legua cuadrada de extensión; presenta el frente al Noroeste, por donde recibe las frescas brisas del mar, hallándose resguardado por las elevadas cumbres que le rodean en la parte opuesta de los abrasadores vientos de África, que tanto daño causan en la parte Sur de la isla. Esta situación especial, combinada tal vez con ciertos accidentes locales, produce una temperatura tan benigna, tan igual, que son totalmente desconocidos los rigores de las estaciones extremas. He tenido ocasión de leer algunos trabajos y observaciones hechas por personas competentes sobre el clima de este valle comparado con los de más fama en el mundo y siempre resulta una superioridad grande en su favor.
En efecto, durante los meses de diciembre, enero, febrero y marzo, el termómetro oscila entre los 16 y 19 grados; los meses de mayo, junio, julio y agosto, varía de los 20 a los 24, siendo éste el máximo de calor, de modo que la total diferencia que existe entre las estaciones extremas es de ocho grados aproximadamente. Ningún país del mundo posee esta temperatura tan igual; únicamente la Isla de la Madera se acerca algún tanto; pero Niza, Roma, Argel y otros puntos recomendados por esta circunstancia, tienen, al menos, trece grados de diferencia. Por esta razón es tan apreciado este país para las enfermedades del pecho. A muchos he visto llegar en los meses que llevo aquí, pálidos y demacrados, y muy raro es el que ha marchado sin notar una grande mejoría. Hace pocos días marchó a Panticosa un ruso, que hacía dos años viajaba por Italia y España sin hallar mejoría; sólo permaneció aquí mes y medio, viviendo con nosotros, y puedo asegurar a usted que casi por momentos le veíamos recuperar sus fuerzas y adquirir buenos colores, cosa que no había podido conseguir en ninguno de los países, que, por recomendación de los médicos, había visitado.
George Graham-Toler. La Duquesa, c. 1890. Col. Part., Tenerife |
Como consecuencia de este clima privilegiado, en combinación con la bondad del suelo, se producen en el valle todas las plantas del mundo, hallándose éste dividido en zonas según sus producciones: en efecto, el terreno inmediato a la costa ostenta elevadas palmeras, multitud de plátanos, mangos y otros frutos de América, que solo se dan bajo el clima abrasador de la zona tórrida. Más arriba, en las inmediaciones de la villa, naranjos, perales, cerezos y demás producciones de las zonas templadas, siendo lo más extraño en que se hallan en unión de la cochinilla, que necesita un clima privilegiado para su desarrollo, y cuya región ocupa un espacio bastante extenso. Siempre subiendo, se van encontrando plantas de países más fríos hasta llegar a la región de los castaños, que forman un espeso bosque; más allá, el brezo y la retama, siendo de notar en esta última, que es éste el único país en que presenta un hermoso color blanco; más adelante desaparece por completo la vegetación, descubriéndose tan sólo rocas peladas y barrancos profundos, mucha piedra pómez, capas areniscas y pedruscos volcánicos, cuya presencia hace recordar la última erupción del Teide, ocurrida hace ya muchos años.
Por esta ligera reseña comprenderá usted la inmensa riqueza que encierra este valle que en tan corto espacio de terreno puede contener todas las plantas del universo; y no es esto lo más extraño, pues no crea usted que cada planta se da tan sólo en su determinada zona; nada más común que ver en los jardines de las casas particulares a las palmeras y los plátanos en amable consorcio con los naranjos y los limoneros; al lado del árbol del café y la planta del tabaco, alternados con hermosos rosales de todas clases, con dalias y, por último, con árboles de camelia, flor preciosa de invierno y que hasta ahora yo no había visto más que en macetas, resguardadas del sol y de la lluvia en los invernaderos; no puede usted formarse una idea de la belleza de uno de estos árboles, en los tres primeros meses del año. Un amigo mío, don Lorenzo Machado [28], ayudante de este provincial, y que sirvió en mí anterior regimiento, posee un jardín, que es sin disputa el mejor del valle: tendrá de dos a tres fanegadas de extensión, y ha tenido la curiosidad de plantar en él, todas las flores y frutos raros que ha encontrado. En el centro ha construido una hermosa glorieta, cuyo techo está formado por el espeso ramaje de una magnolia, siendo su tronco, que se ostenta en medio, como una columna que lo sostiene; alrededor se destacan con cierta simetría cuatro grandes árboles de camelias, otros tantos naranjos, árboles del café, trébol, rosales, dalias y otras mil flores más, que sería difícil enumerar; ensanchando el círculo, tiene palmeras, cipreses, plátanos, mangos, pomarrosas y otros mil árboles grandes que ocultan a aquella misteriosa y florida mansión. El resto del jardín es una verdadera confusión de frutos y flores, en que con el mismo desorden se mezclan las plantas de distintas zonas.
George Graham-Toler. Iglesia de Nuestra Señora de La Concepción. La Orotava,
c. 1890. Col. Part., Tenerife
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Tal vez parezca a usted exagerado este relato; sin embargo es así, y en vista de ello, es preciso convenir en que este rincón de tierra es un país privilegiado. La razón puede encontrarse en su temperatura uniforme que aleja los rigores de las estaciones extremas, en la escasez de lluvias fuertes y continuadas, que tanto daño causan a los campos y, por último, en la calidad del terreno que, casi todo volcánico, es muy a propósito para la vegetación. Antes de concluir este párrafo le diré que la causa de vivir los habitantes de este valle en una primavera perpetua la deben a la inclinación del terreno al Norte, que les permite recibir las frescas y constantes brisas del Nordeste, que soplan siempre en estas latitudes, hallándose resguardados de los vientos de África tan cálidos y violentos. Esto en cuanto al invierno que en esta latitud apenas es sensible, pues Cádiz y Sevilla, que están siete grados más al Norte, casi no lo conocen tampoco. En cuanto al verano, se extiende todas las mañanas una capa de nubes que parten de las cumbres y que, semejantes a un inmenso paraguas, no permiten se deslice por entre sus pliegues el más pequeño rayo de sol; por la noche desaparece esta bruma, quedando el cielo sereno y despejado. He oído que en las provincias Vascongadas, y particularmente en San Sebastián, sucede una cosa parecida, efecto sin duda de las montañas o de la mayor evaporación que se desarrolla durante la noche. Sea lo que quiera, es lo cierto que hoy, 27 de julio, aún no he experimenta- do la necesidad de bañarme, no he tenido que usar un abanico que me regalaron el año pasado y que aún conservo, ni he sudado más que cuando he andado de- prisa largo trecho; es más, anoche vi a un señor de aquí, que está un poco delicado y que salió a paseo envuelto en su capa, la cual de seguro no le hizo sudar; en cambio, yo no la he usado el invierno pasado más que por lujo, pues de modo alguno era necesaria.
George Graham-Toler. Un lagar. La Orotava, c. 1890. Col. Part., Tenerife
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Es una lástima que este país, que reúne tan buenas condiciones, esté tan desatendido y descuidado. Mucho contribuye a ello el carácter apático de sus habitantes que no adelantan un solo paso, ni poseen condiciones a propósito para la industria; así es que el cultivo del tabaco y del café, como también la seda, no producen absolutamente nada, porque no ha habido quien se dedique a hacerlo en grande, y únicamente lo tienen en algunas casas, tan sólo lo preciso para su particular consumo. Tampoco ha habido quien se decida a edificar casitas en el campo, o bien en la misma población, para alquilarlas a extranjeros enfermos que vienen con frecuencia en busca de alivio a sus dolencias, y a quienes la falta de habitación obliga a marcharse cuanto antes. He presenciado algunas escenas dolorosas en el tiempo que llevo aquí y que hablan muy mal en favor de la población, porque revelan instintos poco hospitalarios: muchos extranjeros he visto llegar a la única fonda del pueblo (que es en la que por necesidad vivimos todos) y, al ver el rostro macilento, que revelaba a primera vista el último grado de tisis, no han querido recibirlos, viéndose precisados a marcharse al Puerto o a otro cualquier punto, privándoseles no sólo del descanso tan necesario al que llega de viaje y enfermo, sino también de los beneficios que para su salud pudiera proporcionarles la permanencia bajo un clima tan benéfico. A fe que si los catalanes cogiesen esto no tardarían en establecer un arrabal, cuyas casas alquilarían a precios fabulosos, pues he conocido ingleses y alemanes este invierno pasado que ofrecían al que les cediese una casa cualquiera, por tres o cuatro meses, treinta o cuarenta mil reales [29].
Hoy he mostrado a usted este país por el lado bueno, otro día tocará hacerlo por el malo, cumpliéndose de este modo aquel adagio vulgar de que no es oro todo lo que reluce. Sin embargo, y a pesar de esa mezcla, se disfruta en general de tranquilidad suma, viendo deslizarse los días con igual monotonía y adquiriendo una calma americana capaz de desafiar los mayores contratiempos. Sin duda por esto se ven aquí muchos casos de longevidad: nada extraño es ver personas fuertes aún y robustas que pasan de los noventa años, y no son pocas las que mueren después de cumplido el siglo. Como pasan la vida sin disgustos ni emociones fuertes, y lo que más aniquila y destruye la naturaleza es el trabajo del espíritu, no es de extrañar que esta gente, metida entre su cochinilla y comiendo papas y maíz, prolongue tanto su vida.
Basta por hoy; hasta el próximo correo. Si algo desea usted saber de este país, si tiene curiosidad de que le explique alguna cosa que usted haya oído, dígamelo e incluiré las noticias que desee, en estas mal pergeñadas relaciones.
Sabe que le quiere su hijo
[27] Vid. Nota 20: Mucho me complacía departir con personas de edad provecta a las cuales llegué a profesar verdadero cariño.
Recuerdo entre ellas a don Francisco Román, caballero por los cuatro costados, cuyo fino trato, pulcritud y corrección, nos servía de ejemplo a los jóvenes que con él jugábamos al dominó en las noches de invierno.
Don Manuel Padilla, médico que en parte muy pequeña compartía con don Manuel Pestano la asistencia de los pocos enfermos necesitados de ella, es otro que a mi memoria acude como acuden algunos de los saladísimas cuentos que aquel refería.
¡Vaya una salud admirable la que en el Valle se disfrutaba! Un sólo médico (pues Villalba apenas visitaba) atendía el hospital, a los vecinos ricos y pobres, y también a los campos y pueblos de donde venían a buscarlo; y ese médico, sin otra ayuda que la de Felipe “el Barbero", podía permitirse el lujo de jugar al dominó todas las noches con don Francisco Román, don Diego Celada y yo, quedándole tiempo durante el día para pasar algunas horas leyendo periódicos a doña Dolores Castro y novelas a doña Dolores Pantaleón, clientes ambas a las que dedicaba sus ocios.
Don José García Benítez y su hermano don Miguel; el uno con sus chistes picantes y sus brindis en verso capaces de ruborizar a un guardia civil y el otro con sus herejías religiosas que si yo las repitiera se escandalizarían los jesuitas de hábito corto que ahora discurren por las calles de la Villa. Don Tomás y don Bernardo Cólogan, marqueses de la Candía y del Sauzal: alegre y sociable el primero; entristecido el otro por la pérdida de un hijo, víctima de accidente horrible. Don Ventura Frías, jugador de ajedrez, y hombre callado como deben serlo aquellos que a semejante juego dedican sus ocios, era un archivo cerrado en el que yo conseguí entrar entre jaques al rey, saltos de caballo y avances desgraciados de algún alfil que se comía sin avisarme. Esos cuentos o historias, porque de todo tenían, referidos por hombre sin pretensiones de causar efecto porque eran confidencias arrancadas en momentos breves a quien hablaba muy poco; y escuchadas por mi sólo, desconocedor de las personas que figuraban en ellas, tenían un interés que yo no aprecié sino más farde, al leer "El Tizón de Canarias" que vino a recordármelas.
¡Cuánto siento que hoy aparezcan confusos mis recuerdos y borrados los nombres de personajes en cuyas casas y familia intervenían aquellos frailes expulsados de España en el año 36 del pasado siglo!
Conociólos don Ventura cuando era mozo y los vio partir sin pena siendo ya hombre maduro.
Sonreíase cuando yo le decía que volverían y su sonrisa me hacía dudar.
¡Ah si don Ventura resucitara!
Don Fulgencio Meló, que dejaba sin cobrar rentas por no firmar los recibos; don Bernardo García, "Tenorio" de 80 años que sólo hablaba de amores y amoríos; un don Lorenzo que jamás pisó la pequeña escalinata construida contra su opinión a la entrada de la iglesia; don Sebastián Martín que casó a los 72 años y tuvo tres hijos: don Felipe Machado que olvidaba tener puesta la corbata y añadía encima otra apareciendo con varias anudadas al cuello; el marqués de Celada que no salía de su casa ni evitaba la fuga de su hacienda y hasta de las tejas que la cubrían; don Saturnino Cámara, receptáculo de infundios que, a gritos por ser muy sordo, le propinábamos, y otros muchos que no traté o cuyos nombres no acuden a la memoria, formaban en la Villa un patriarcado desaparecido y no reemplazado.
¿Es que hoy llegan jóvenes a esas edades?
¿Es que viven oscurecidos por su insignificancia?
Ya lo sabremos cuando en otros capítulos necesite hablar de los que entonces no eran jóvenes ni viejos, muchos de los cuales han ido a reunirse con aquellos.
[28] Don Lorenzo Felipe Machado y Benítez de Lugo nació en La Orotava el 19 de febrero de 1832, hijo de don Lorenzo Machado Ascanio y de doña Teresa Benítez de Lugo y Valcárcel. Casó, el 9 de marzo de 1863, en la citada villa, con doña Balbina Benítez de Lugo y Monteverde. Don Lorenzo, militar del arma de Infantería, perteneció, como señala Ruiz y Aguilar, al batallón ligero provisional de Canarias, alcanzando en 1877, el empleo de teniente coronel y la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Falleció en Los Realejos el 24 de septiembre de 1880. Vid. José Luis Machado Carilla: Una aproximación a la vida señorial en Tenerife. La familia de Sebastián Machado y su descendencia. Ediciones Buho. Tenerife, 1995,p.306.
[29] Para un conocimiento más amplio de las posibilidades y condiciones de hospedaje en el Valle de la Orotava, en la década de 1860, vid.: Nicolás González Lemus: Las islas de la ilusión. (Británicos en Tenerife, 1850-1900). Cabildo Insular de Gran Canaria. Las Palmas de Gran Canaria. 1995.
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