El pintor Juan de Miranda [1723-1805] y su autorretrato de la Academia
Relato de un encuentro a destiempo
por
Juan Alejandro Lorenzo Lima
Juan
de Miranda. Reverso de un autorretrato. Cubierta
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La
tan esquiva fortuna depara en ocasiones sorpresas inesperadas a los
investigadores y estudiosos del pasado, ya que la consulta de todo tipo de
fuentes permite replantear hipótesis previas, conocer un alto volumen de
información sobre cualquier tema de análisis, y —lo que más nos importa ahora—
aproximarnos a creaciones artísticas que respaldan o cuestionan asuntos
abordados con un criterio lo más objetivo posible. Algo de todo ello se
vislumbra en un libro que he podido publicar últimamente: Juan de Miranda. Reverso de un autorretrato, primer volumen de la
colección El Gabinete Isleño que promueve Gaviño
de Franchy Editores. Se trata de un ensayo personal y algo
atípico, que profundiza en el estudio del pintor grancanario Juan Ventura de
Miranda y Cejas [1723-1805], el más notable de cuantos trabajaron en el
Archipiélago durante el Antiguo Régimen [1]. Sin embargo, Miranda era ya un
autor conocido por la historiografía insular y las creaciones que emprendió
habían recibido todo tipo de calificativos desde que sus propios contemporáneos
empezaron a ver en ellas pruebas de un talento inusual, producto de su capacidad
para manejar el pincel con solvencia, de su formación a raíz de un largo viaje
por tierras peninsulares y, sobre todo, del interés que su estilo despertó
entre los miembros de una ya selecta clientela isleña [2].
Juan de Miranda: Autorretrato |
Así,
partiendo de tales precedentes y del desigual bagaje bibliográfico que la
precede, el aliciente de esta última propuesta interpretativa se fundamenta en
una nueva contextualización del maestro y de su extenso repertorio pictórico
con el propósito de aproximar ambos a la realidad artística del momento. Su
viaje ya documentado por tierras peninsulares durante la década de 1760 permite
reflexionar sobre la realidad creativa que conocería en Madrid y en ciudades
del Levante y Andalucía que pudo visitar entonces, a la vez que replantear el
encargo de dos lienzos que decoran el oratorio del Ayuntamiento de Alicante
desde 1767: San Nicolás de Bari y Milagro de las Tres Santas Faces.
Asimismo, el itinerario de ese largo desplazamiento respalda la atribución de
algunas obras que se acomodan fielmente a su estilo y conservan ahora
coleccionistas particulares de Canarias, la iglesia de San Bartolomé de Murcia
y varios centros museísticos, destacando entre ellas una Inmaculada que supongo perteneciente a la colección valenciana del
coronel Manuel Montesinos [1796-1862] y que fue trasladada a Tenerife el año
pasado [3].
No
obstante, lo más llamativo del libro y su verdadero aliciente fue la
localización de un autorretrato en los fondos de la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando. Pintado al tiempo que el artista padecía cautiverio en
Orán durante el año 1760, es una obra de gran interés y un testimonio
ineludible de sus desmedidas aspiraciones profesionales, porque, como
plantearon con anterioridad otros investigadores, fue emplazado en la parte posterior
de un lienzo que el propio Miranda hizo llegar a Madrid con el fin de obtener
premio en el certamen académico de ese año [4]. Así pues, la notoriedad del
hallazgo y su alcance para el panorama que describe la pintura canaria del
siglo xviii incitan la redacción de esta breve reseña, en la que pretendo dar a
conocer lo más significativo de cuantos juicios e interpretaciones se contienen
en la publicación a la que dicha pintura dio sentido. Ello justifica el
apelativo de reverso de un autorretrato,
porque, precisamente, lo que perseguí con mi interpretación era revalorizar una
figuración de tanto interés para el panorama artístico del momento, relegada
desde el mismo tiempo de su ejecución a un segundo e inmerecido término.
Juan de Miranda: Inmaculada
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El
retrato del hasta hace poco enigmático Juan Ventura de Miranda fue referido en
1964 [5] y, hasta donde sabemos, tan sólo se había publicado en un libro que la
Academia patrocinó décadas después para divulgar el desarrollo de los concursos
de pintura que sus miembros alentaron con no pocos problemas entre 1753 y 1808
[6]. Desde que tuve conocimiento de él planteé la posibilidad de que dicha
representación correspondiera con el maestro insular, poniendo por fin
identidad a un misterioso pintor del que no se había planteado nada en el
estudio previo de 1994 [7]. La ejecución
de esta obra en Orán despertó entonces muchas dudas e incertidumbres al no
haber constancia sobre el traslado del artífice hasta esa ciudad del norte de
África, pero un artículo posterior de Suárez Grimón que documentó su reclusión
en un presidio argelino a partir de 1757-1758 disipaba cualquier interrogante
al respecto [8]. Ya no cabía la duda. El maestro que se efigió a sí mismo era
nuestro intérprete, por lo que únicamente restaba confrontar dicha noticia en
los fondos documentales de la Academia.
Este
trabajo no conllevaría excesivas complicaciones, de modo que una de mis últimas
pesquisas en el archivo de San Fernando confirmó la identidad y permitió
localizar al menos tres cartas remitidas por el artista desde la misma plaza de
Orán. En ellas Miranda planteaba su deseo de concurrir al certamen de pintura
en la categoría de primera clase, la intención de enviar el cuadro a Madrid vía
Cartagena, y —quizá lo más importante— su propósito de convertirse en uno de los individuos de tan ilustre cuerpo,
expectativa que, por cierto, no pudo cumplir dado que la reclusión carcelaria
impidió su traslado a Madrid para desarrollar durante el mes de agosto la
prueba presencial o de repente. En
cualquier caso, resulta atractivo que el jurado del certamen expresara que la
obra remitida por el grancanario mostraba muy
singular mérito, apostillando luego que no se le concedía el título que
ambicionó de académico por razones
reservadas [9]. Con ese material y la documentación que generó el concurso
de 1760 preparé un artículo que fue publicado en un último número del Anuario del Instituto de Estudios Atlánticos
[10], claro antecedente del libro que nos ocupa ahora. Así pues, la
identificación del autorretrato ha deparado una gran satisfacción y —en
palabras de Henares Cuéllar, autor del prólogo de la edición— ilustra con
solvencia un proceso de revalorización y
resignificación de la producción artística, sirviendo de excusa para
aproximarnos a un tiempo de atractiva transición cultural [11].
Joanes de Miranda Operabat
Juan de Miranda: San
Fernando recibe la embajada del rey de Baeza
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El
atractivo del cuadro ideado por Miranda para el certamen de 1760 no se centra
tanto en las cualidades del tema histórico que propusieron sus convocantes y
nuestro pintor interpretó con solvencia: San
Fernando recibe la embajada del rey de Baeza. Adquiere un interés
superlativo por la inclusión del autorretrato ya comentado en el reverso o
parte posterior, algo insólito para el alto número de realizaciones que fue
presentado a los concursos de la Academia antes de su cese momentáneo en 1808.
El añadido de tal representación es un hecho notabilísimo y permite conocer los
rasgos del artista en un momento clave de su trayectoria vital, superando así
la imagen evocadora que Lorenzo Pastor y Castro [1784-1860] transmitió en una
pequeña grisalla que exhibe el Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife [12]. El objetivo de dicha obra con
forma de óvalo no es otro que servir de presentación al artífice en un entorno
desconocido e insospechado como Madrid, de modo que recurrió a una práctica
directa por la cercanía que despertaba en quien contemplase su semblante con
diversos fines. De ahí que adoptara esa cualidad figurativa por medio de los
que podríamos denominar recursos tipo: una inscripción en latín y la plasmación
verídica de su físico, efectuada con la fidelidad y solvencia de que hacían
gala los grandes maestros del género. Por ello se presenta como un hombre
maduro [13] y con cualidades atípicas por su distinción respecto a lo que
serían rasgos usuales del entorno peninsular: tez morena, ojos marrones con
pobladas cejas, nariz de cierta prominencia y boca pequeña.
El
texto latino es una prueba más de su cultura y formación, aunque en él no
aporta noticias novedosas si atendemos a los datos expresados en una carta que
sirvió de presentación al cuadro cuando fue enviado a Madrid. Quizá lo más
significativo es que data su conclusión el 22 de mayo de 1760 y refiere
nuevamente las incomodidades
padecidas por habitar en una cueva de la ciudad de Orán
[14]. No obstante, el distintivo de mayor interés reside en el autorretrato
propiamente dicho. Con él Miranda se mostraba a los académicos como un reputado
hombre de su tiempo, lejos de la imagen que debía transmitir un preso político
de Argelia al aparecer ataviado con peluca y cuidadas vestimentas. Así lo
manifiestan la rica casaca con botonadura y el pañuelo-corbata que ciñe su
cuello, cuyo corte o patrón de costura se convierte en prueba inequívoca de
distinción, elegancia y refinamiento. Indudablemente, ello no tiene que ver con
las carencias relatadas por un hombre sin medios, el mismo que semanas antes
declaraba vivir un destierro miserable
lejos de su tierra de origen.
Lorenzo Pastor de Castro: Juan de Miranda
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La
representación se acompaña de una cartela donde el propio Miranda alude a su
nacimiento, acaecido en 1723 y no en 1729 como manifiesta el texto que corona
al retrato: Natus sum ano mdccxxix. De este modo revela la voluntad
de perpetuar su efigie y obtener el ansiado reconocimiento de la Academia, una
evidencia más de la nueva consideración que cualquier artista de provincias alcanzaba en esta época y no recurrieron
otros opositores a los concursos de pintura ni maestros del Archipiélago hasta
que Luis de la Cruz [1776-1853] alcanzó los primeros éxitos antes de concluir
el siglo xviii. Al margen de ello,
presenta unos rasgos definidos en exceso, con mirada penetrante y cierta
altivez en la pose, quizá algo idealizada por valerse de un espejo a la hora de
concebir tal autorrepresentación con aparente fidelidad. Su imagen transmite al
mismo tiempo arrogancia y seguridad, cualidades que no eran ajenas a alguien
que tuvo confianza plena en su trabajo o en la solvencia de los resultados
obtenidos después de ejercitarse en lo que él mismo ponderaba como noble arte de la pintura.
La
reivindicación que un creador del talante de Miranda hizo de su persona no es
un fenómeno común durante la época y responde al nuevo estatus que adquiría un
pintor instruido, personificando de antemano el paso de artesano a artista que
Gállego describió con acierto al estudiar la sociedad del Antiguo Régimen [15].
No se trata ya del oficial que pinta con el fin de cambiar su suerte u obtener
beneficios económicos en un entorno hostil, estratificado en lo social y
contrario a sus inquietudes teorizantes. En el autorretrato que nos ocupa
aflora la lucha del maestro periférico que hace de su ejercicio con los
pinceles un medio de distinción social, todo ello en claro vínculo con el
discurso artístico del momento y con la discusión suscitada en regiones que
participaron de las mismas coordenadas estéticas con mejor alcance o resultado
plástico [16]. A pesar de esa circunstancia, sobreentiendo que dichos
principios fueron conocidos por Miranda desde su juventud, porque tanto en Las
Palmas como en La Laguna no debió ser ajeno a la liberalidad del oficio de
pintor que propugnaban antecesores suyos como Francisco Rojas y Paz [1701-1756]
o José Rodríguez de la Oliva [1695-1777]. No es casual que los cronistas
laguneros describieran al primero como un
canario muy presumido mientras trabajaba en la iglesia de los Remedios a
mediados el siglo xviii [17]; y en
relación con De la Oliva debe recordarse un pasaje del elogio fúnebre que Lope
Antonio de la Guerra le dedicó en 1777, cuando al narrar los méritos de dicho
artífice señala que hallaba muy bizarros
e impracticables algunos pensamientos de teólogos y filósofos que no tenían
tintura de pintar [18]. En actitudes
de ese tipo se encuentra el horizonte de las inclinaciones teóricas que nuestro
artista pudo desarrollar de modo incipiente en el contexto adverso de Argelia.
Quizá allí solventase inquietudes que cambiaron a raíz de su participación en
el concurso de la Academia, claro antecedente del periplo que protagonizó por
varias ciudades de la Península hasta comienzos de la década de 1770.
Juan de Miranda: Milagro
de las Santas Faces
Juan de Miranda: San
Nicolas de Bari
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notas
[1] Así lo ha hecho ver un elevado número de
investigadores canarios, pero en este punto introductorio resultan de interés
los comentarios formulados por historiadores peninsulares en estudios de
conjunto sobre la pintura española del momento. Véase al respecto Pérez Sánchez, Alfonso E.: Pintura barroca en España 1600-1750.
Madrid, 2000 [3ª edición], pp. 425-426; y Morales
Marín, José Luis: Pintura en
España 1750-1808. Madrid, 1994, pp. 376-378.
[2] La bibliografía sobre Miranda es extensa
y muy variada. De ella doy buena cuenta en el último ensayo, pero como
antecedente y punto de partida para una nuevo análisis de su producción resulta
indispensable una breve monografía de 1990 y el catálogo de una exposición
monográfica que se le dedicó años más tarde. Cfr. Rodríguez González, Margarita: El pintor Juan de Miranda 1723-1805 [Colección Guagua, núm. 70].
Las Palmas de Gran Canaria, 1990; y Juan
de Miranda [catálogo de la exposición homónima]. Santa Cruz de Tenerife,
1994.
[3] Al tiempo de ultimar la edición, ésta en
concreto fue publicada en la prensa periódica por Matías Díaz Padrón, quien se
decanta también por una atribución al grancanario señalando que constituye su Inmaculada más elegante y de más bello
rostro. Díaz Padrón, Matías:
«La Inmaculada de Juan de Miranda», en La
Provincia-Diario de Las Palmas, Las Palmas de Gran Canaria, 17/iv/2011, p.
67.
[4] Lorenzo
Lima, Juan Alejandro: Juan de
Miranda. Reverso de un autorretrato. Islas Canarias, 2011, pp. 33-43.
[5] Pérez
Sánchez, Alfonso E.: Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando. Inventario de las pinturas. Madrid, 1964,
p. 28/núm. 223.
[6] AA VV: Historia y alegoría: los concursos de pintura de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando (1753-1808). Madrid, 1994.
[7] Lorenzo
Lima, Juan Alejandro: «Precisiones sobre la obra del pintor Juan de
Miranda en Alicante (1723-1805)», en La
multiculturalidad en las artes y en la arquitectura [XVI Congreso Nacional
de Historia del Arte-CEHA]. Las Palmas de Gran Canaria, 2006, t. II, pp.
631-640.
[8] Suárez
Grimón, Vicente: «El envío del pintor Juan de Miranda al presidio de
Orán: un reflejo de la crisis de la Audiencia de Canarias en el siglo XVIII»,
en Anuario de Estudios Atlánticos, núm.
54 (2008), t. II, pp. 265-296.
[9] AASF: Sign. 2-i-4.
[10] Lorenzo
Lima, Juan Alejandro: «Juan de Miranda en la Academia. El artista y su
participación en el concurso de pintura de 1760», en Estudios Canarios. Anuario del Instituto de Estudios Canarios, vol.
lv (2011), pp. 173-206.
[11] Henares
Cuéllar, Ignacio: «Prólogo», en Lorenzo Lima, Juan Alejandro: Juan de
Miranda..., pp. 9-11.
[12] Catalogado en el repertorio de obras de
este autor que publicó Alloza Moreno,
Manuel Ángel: La pintura en Canarias en
el siglo xix. Santa Cruz de Tenerife, 1981, p. 229.
[13] No debe obviarse que superaba ya los
treinta y cinco años de edad.
[14] El texto íntegro de la inscripción es Ano Domini
mdcclx d. xxii Mensi Mai + Joanes de Miranda operabat hanc pincturam cum incomodidate
quam illi ofert una ex restrictis speluncis Civitatis Oranensis.
[15] Gállego, Julián: El pintor, de artesano a artista. Granada, 1995.
[15] Gállego, Julián: El pintor, de artesano a artista. Granada, 1995.
[16] Véase al respecto la síntesis para el
contexto mexicano que propone Mues Orts,
Paula: La libertad del pincel. Los
discursos de la nobleza de la pintura en Nueva España. México, 2008.
[17] AMLL: Archivo Ossuna. Caja 9, papeles sin
clasificar.
[18] Cita tomada de Fraga González, María del Carmen: Escultura y pintura de José Rodríguez de la Oliva (1695-1777). La
Laguna, 1983, p. 133.