A propósito de Carmen Cólogan
por
Carlos Gaviño de Franchy
La humedad original
Y los animales no pudieron
hablar y sólo emitieron chillidos,
aullidos, gruñidos, cacarearon e
hicieron ruidos que decían voh, voh,
como si fuera lluvia que caía.
Popol Vuh XXXVIII
La obra última de Carmen Cólogan, que la artista ha reunido bajo la enunciación de una significativa didascalia, La caída, nos muestra la primera etapa de un trabajo que, iniciado en la relación memoria-agua, tiene como meta una ambiciosa indagación en los elementos que desfiguran y edifican, destruyen y componen la imagen de la vida, particularmente la del hombre, sobre la tierra.
Charcos y Gotas. 1994 |
Cólogan incide en las aguas de origen celeste, en ese meteoro benévolo o implacable que se halla agazapado detrás de una de las evocaciones colectivas más arraigadas en el ser humano.
Estas piezas, en las que lo matérico y su tacto visual constituyen el todo expresivo, entablan una conversación mutante con la luz permitiéndonos entrever arcaicas caligrafías sonoras, escuchar el murmullo leve de las viejas lenguas aparentemente perdidas, encerradas en el contorno impreciso de milenarios libros de polvo.
Como si de tablillas de arcilla cocida se tratara, los artefactos de Carmen Cólogan contienen pretéritas literaturas y sus múltiples referencias a la época de las aguas diluviales, al parto húmedo y primitivo del hombre renacido, luego de su nunca bien explicada caída.
Charcos y Hoyos. 1994 |
Este fango tibiamente polícromo que esparce sobre sus obras debe tener un aspecto semejante al de aquel otro en que «se había convertido todo el género humano» cuando se retiraron las aguas y Ut-Napishtum, el antepasado de Gilgamesh, abrió la escotilla de su embarcación varada en las rocas del Monte Nisir. Carmen Cólogan está desentrañando la historia del hombre a partir de su propia sustancia, la carne del universo. Barro de la escritura akkádica, que recuerda las pisadas de los pájaros sobre la arena mojada, conservado como frágil, pero a menudo longevo documento, en el vientre de los derruidos palacios sumerios.
Barro inteligente cubierto de lodo, techado con fango. «La campiña parecía una techumbre» dice el poema-epopeya de Gilgamesh. Y finalmente tierra que quiere ser nombrada, recreada, que busca, como el héroe babilónico, el privilegio divino de la pervivencia.
La lluvia y sus huellas de pie desnudo. La gota y su impronta diversa de poro, de estría, de surco, de arruga, de cicatriz en la piedra blanda de la piel. El charco y la vírgula minúscula pero torrencial. Las armas y armaduras abandonadas por el agua tras la lucha se encuentran, apartado ya el caos, inusualmente ordenadas en los campos de la absurda batalla. Cuerpos disueltos en los largos cauces, en regatos cenagosos y en los diminutos afluentes del río del nuevo organismo de la existencia.
Los estigmas que marcan su caída, la de la lluvia y la del hombre, son manipulados por Carmen Cólogan para detener el paisaje que, ahora inmóvil y fragmentado en el tiempo, es observado con minucioso amor ritual por la artista.
Fulguritas. 1995 |
El trigo terroso del pan y su igual la carne blanca de la torta de millo. Las eucaristías mesoasiáticas y americanas. La liturgia auroral que transmuta el crudo acto mágico en detenida actividad amorosa.
Pozos, lagos de alquitrán, quintaesencia de vida descompuesta, que protege de la humedad las bibliotecas de Mesopotamia. El ciclo circular se vuelve a cerrar sobre sí mismo. Una gota nuclear. Un precipicio líquido que anega las plácidas ensoñaciones del primer hombre histórico.
La obra de Carmen Cólogan participa de la preocupación religioso-mística que Robert Rosemblum hace partir de Blake y Friedrichs, entre otros representantes del romanticismo nórdico, y acaba en Barnett Newman o Mark Rothko.
Si Newman utiliza la bisección de un campo de color por un haz de luz vertical e incandescente, sugiriendo una atmósfera de creación primigenia que expresa la llegada del orden al caos, con «sobrecogedora simetría», en el intento de expresión de algo misterioso definitivo e irreductible de la naturaleza, Cólogan se adentra en la carne misma del misterio. No sugiere lo oculto, lo palpa, lo deglute. Lo representado en la obra pictórica de Newman, es aquí presentado. No se describen los manjares secretos por medio de la experiencia visual, están dispuestos en la mesa o el ara.
Parecería que la evocación prístina del sacrificio estético, la devoración como última posesión de sí mismo y del otro, del conocimiento al fin, tuviera que ser lavada con las aguas vivas del perdón. La artista, que compartió en su infancia con otros seres curiosos la necesidad de ingerir la materia de la que, en la memoria mítica, estaba formado su cuerpo, no supo o no quiso abandonar el territorio autofágico del banquete. La pintura está servida.
La cabeza índigo
La cabeza descansa en un tronco de árbol, frente al dibujo prehistórico en la colina, ojos abiertos, cerrados de día y abiertos de noche. Luce siempre azul bajo un rosal blanco, pero en invierno, en la nieve, se vuelve de un índigo guanche, color de las mantas de fiesta de los reyes insulares. Hubo dentro un nido de pájaros y una noche encontré debajo un hermoso sapo de ojos dorados. Un día el tronco ardió por si mismo, por fermentación de la yesca. Y vuelve, continuamente, a hacerlo.
Así le describía Valentine Penrose, en una carta a Maud Westerdahl, la ubicación mágica de la cabeza de minotauro muerto, con las facciones de Óscar Domínguez, que la escultora Nadine Effront había labrado tras el suicidio del pintor, y se encontraba en los jardines de Farley Farm, propiedad de su marido el crítico de Arte sir Roland Penrose.
Valentine pasó largas temporadas en Tenerife y escribió algunos poemas de carácter insular, muy poco conocidos.
Carmen Cólogan reinterpreta, finalmente mitológico del pintor surrealista, siguiendo las huellas de ambas artistas, poeta y escultora, amigas y cómplices del dragón de Canarias.
La cabeza índigo I y III. 1999 |
Primeval water
Popol Vuh XXXVIII
The recent work of Carmen Cólogan, that the artist has gathered under the significant title of The Fall (La Caída), shows us the initial stage of a project, that beginning with the relationship between memory and water, has as its aim an ambitious investigation of those elements that deform and edify, destroy and compose the image of life, panicularly that of terrestrial man.
Cólogan dwells on the waters of celestial descent, on that benevolent yet implacable meteorite that lies hidden under the surface of one of the most ingrained memories of human kind.
These works, where matter and visual feel define the whole of expression, hold a mutant communion with light, allowing us to see archaic, sonorous calligraphies, to hear the subtle rumour of ancient tongues apparently lost, buried in the vague contours of books covered by the dust of centuries.
As if they were baked clay tablets, the artefacts of Carmen Cólogan contain ancient literatures and their multiple references to the eras of the great floods, to the damp and primitive genesis of man reborn, after his mysterious fall from grace.
As if they were baked clay tablets, the artefacts of Carmen Cólogan contain ancient literatures and their multiple references to the eras of the great floods, to the damp and primitive genesis of man reborn, after his mysterious fall from grace.
That lukewarm polychrome lime that she spreads over her works must have an appearance similar to that other, "which all human kind had become", when the waters retreated and Ut-Napish-tum, Gilgamesh’s ancestor, opened the hatch of its ship ran aground in the rocks of Mount Nisir. Carmen Cólogan is unravelling the history of man through her own truth, the flesh of the universe. The clay of akkadic scripture that ressembles birds' feet on wet sand conserved as a fragile, though frequently long-lived document, in the ruins of summerian palaces.
Intelligent clay covered with lime, roofed over with lime. "The countryside seemed like a huge roof” says the epic poem of Gilgamesh. And in the long run, a territory that longs for a name, to be recreated, that seeks, like the babylonian hero, the divine privilege of survival.
The rain and the footprint of its naked feet. Rain drops and their diverse imprint, pores, furrows, scars, grooves in the soft stone of the skin. The puddle and the diminutive yet torrential line. Arms and armour washed up by the waters after the fight, appear, once chaos has been set aside, exceptionally ordered in the fields of the absurd battle. Bodies dissolved in the long river beds, in muddy pools and in the minute tributaries of the river of existence's new body.
The stigmata that characterize the fall of man and rain, are manipulated by Cólogan in order to immobilise landscape, that now still and fragmented in time, is observed with minute ritual love by the artist.
The ochre clay gives way in other works to black, white, grey-blue, colours of organic combustion. The man made out of earth by the Creator-Form Giver dissolved upon contact with water. He hadn’t been fired by the warm breath of the gods, says the Popol Vuh. He was inexpressive and he lacked movement. He thus couldn’t praise his maker, and specularly, christen himself. For that reason he was destroyed. The Maker then fashioned man out of tzité wood and carved him a mouth so he could praise him. He spoke but his mouth was dry, he was depressed, heavy of hand and foot, pale in the cheeks. However he was able to multiply on earth. But they forgot their creator. Then a great flood of burning pitch, tar and resin flared up and annihilated them, turning them into dry tinder and they became the ancestors of the corn man.
The earthy wheat of bread and its equal the white meat of maize. The mesoasiatic and indian eucharists. The liturgy of day break that transmutes the crude act of swailowing into a slow amarous activity.
Wells, pitch bogs, quintaessence of decomposed life, that protects the dampness of the Mesopotamian libraries. The circular cycle closes in on itself. A nuclear drop. A liquid precipice that drowns the placid daydreams of the first historical man.
Carmen Cólogan's work is imbued with that mystico-religious concern that Robert Rosenblum traces back to Blake and Friedrich, among other peers of nordic romanticism, and continues with Barnett Newman and Mark Rothko.
If Newman uses the bysection of a colour field by means of an incandescent and vertical beam of light, suggesting an atmosphere of primeval creation that expresses the advent of order over chaos with an "overwhelming symmetry", in order to express something uncanny, definitive and irreductible about nature, Cólogan penetrates the essence of mystery. She doesn’t suggest the occult, she feels it, she swallows it. What is represented in Newman's work is here presented. The secret delicacies aren’t described through visual experience, they are laid down on the table or on the altar.
It would seem as if the pristine evocation of the aesthetic sacrifice, devouring flesh as the last means of possessing oneself and the other, of final enlightenment, had to be washed clean with the living waters of forgiveness. The artist, who during her childhood shared with other curious beings the need to ingest the substance which, in mythical memory, composed her body, didn’t want to or wasn’t able to abandon the cannibalistic land of the banquet. The painting is served.
Tenerife. November, 1993.
Poemas del sol lleno
Cinco mil cuatrocientas setenta y ocho veces se ha puesto el sol. Un larguísimo ocaso interrumpido por un número igual de amaneceres. El orto de rosados dedos, la inaprensible perfección de sus dimensiones clásicas, engastado en la oscuridad. El sol, las aristas, prescindiendo de la luz para brillar. Su fulgor quieto de diamante negro. Templo de ébano pulido que abre las columnas de sus piernas a la refulgente oscuridad.
Hace quince años Eduardo Westerdahl, con la misma sensación de mezcla de dolor y curiosidad que de niño le hicieron descubrir el color, encontró los matices aparentemente opacos de la muerte. De golpe. A golpes.
En 1928 -setenta años, veinticinco mil quinientos sesenta y cinco livianos atardeceres- había impreso su Poemas del sol lleno, libro inicial que derramaba semen y sabiduría juveniles. Fue zafiamente criticado pero constituyó el inicio de una deliciosa existencia intelectual cuyos frutos, tras habernos sido mostrada la excelencia de su delicada pulpa, comienzan muchos ahora a recoger.
Carmen Cólogan ilustra de nuevo aquellos textos, con la intención evocadora de que el autor comparta aún los días y las noches con quienes fuimos sus amigos, bebiendo copas de White Duck, un bourbon transparente que tomamos, tantas veces, en las ventas de San Andrés, incoloro, pero nada insípido, mientras las diminutas estrellas del plancton ardían al rozarse, incendiando la playa cercana.
Enero de 1998
El archipiélago, desde la remota antigüedad clásica, fue entrevisto como lugar ignoto. Su prehistoria, en muchos aspectos y, particularmente, en cuanto se refiere a la utilización sesgada por parte del nacionalismo más burdo, sigue permaneciendo inmersa en la mitología.
El Renacimiento elevó esta galería de leyendas a la categoría de arte. Teodoro de Bry contribuyó con las ilustraciones de su Tesauro de viajes a las Indias Occidentales, a divulgar imágenes fantásticas de las islas y sus moradores.
Carmen Cólogan retoma ese espacio imaginado, introduce en él mórbidas alusiones a los grabados alemanes del siglo XVI, y nos sitúa de nuevo en la memoria colectiva que ha hecho que medio mundo aspire a un viaje imposible al afortunado archipiélago. La estancia en el paraíso, de paso o permanente, ha contribuido a su destrucción. Las estancias del sueño habitado, devienen en un basurero de la memoria. Los dragones desangrados, expiran resecos en los rojos arenales de cuarzo.
Como si de un extraño y onírico gabinete de Ciencias Naturales se tratara, la artista ha ido interpretando la forma esencial de algunas especies vegetales en un viaje sentimental a través de las islas –reales o imaginarias- que dan vida a su atlas interior: el islario de su memoria.
Son territorios vividos o intuidos, habitados por míticos dragones leñosos cuya sangre se transmuta en gemas perfumadas; bananos de frescas hojas y áureo fruto; cactus guerreros apacibles de estructura ósea y cartilaginosa.
Su experiencia vital en el archipiélago nativo y el contacto desde la infancia con algunos de estos monumentos vegetales –la higuera del Himalaya, la jacaranda o el tulípero del Gabón- se encuentran sin duda en los orígenes del interés que demuestra Carmen Cólogan por hallar la expresión sintética de los solitarios espacios insulares, barcos de piedra, y sus colonos más antiguos.
Baobabs de Madagascar o árboles del Pan de la Polinesia, emblemas monocromos, estáticos guardianes apostados en las galerías misteriosas del recuerdo, la vivienda melancólica revisitada por la pintora.
ISLARIO
As if she were in a strange, dreamlike Natural History Cabinet, the artist has interpreted the essence of some vegetal species, in an emotional trip through both the real and the unreal islands that populate her inner atlas, her mind's Islario*.
These territories, either experienced or intuited, are inhabited by mythical ligneous dragons whose blood transforms into precious stones full of perfume; banana trees with fresh leaves and golden fruits; placid warrior-cactus made of bone and cartilage.
Her vital experience in her native archipelago and the contact, since her childhood, with some of these vegetal monuments -the Himalaya figtree, the jacaranda, or the Gabon tulip tree- surely aroused Carmen Cólogan's interest in finding the synthetic expresion of the islands, ships of stone, and their very first colonists.
inoculada en las venas
savia de viejo coral petrificado
doradas pomas
pichones de la sangre del rubí
estanques o sarcófagos
el guardián oculta el sueño de las islas
entre arcos y vanos
crinabaris
mórbidos tintes
barnices disueltos en espíritu de vino
los dragones
desangrados
son de nuevo corales
rendidos en los arenales de cuarzo
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