miércoles, 22 de agosto de 2012

Juan de Miranda. Reverso de un autorretrato




El pintor Juan de Miranda [1723-1805] y su autorretrato de la Academia

Relato de un encuentro a destiempo

por

Juan Alejandro Lorenzo Lima


Juan de Miranda. Reverso de un autorretrato. Cubierta

La tan esquiva fortuna depara en ocasiones sorpresas inesperadas a los investigadores y estudiosos del pasado, ya que la consulta de todo tipo de fuentes permite replantear hipótesis previas, conocer un alto volumen de información sobre cualquier tema de análisis, y —lo que más nos importa ahora— aproximarnos a creaciones artísticas que respaldan o cuestionan asuntos abordados con un criterio lo más objetivo posible. Algo de todo ello se vislumbra en un libro que he podido publicar últimamente: Juan de Miranda. Reverso de un autorretrato, primer volumen de la colección El Gabinete Isleño que promueve Gaviño de Franchy Editores. Se trata de un ensayo personal y algo atípico, que profundiza en el estudio del pintor grancanario Juan Ventura de Miranda y Cejas [1723-1805], el más notable de cuantos trabajaron en el Archipiélago durante el Antiguo Régimen [1]. Sin embargo, Miranda era ya un autor conocido por la historiografía insular y las creaciones que emprendió habían recibido todo tipo de calificativos desde que sus propios contemporáneos empezaron a ver en ellas pruebas de un talento inusual, producto de su capacidad para manejar el pincel con solvencia, de su formación a raíz de un largo viaje por tierras peninsulares y, sobre todo, del interés que su estilo despertó entre los miembros de una ya selecta clientela isleña [2].

Juan de Miranda: Autorretrato
Así, partiendo de tales precedentes y del desigual bagaje bibliográfico que la precede, el aliciente de esta última propuesta interpretativa se fundamenta en una nueva contextualización del maestro y de su extenso repertorio pictórico con el propósito de aproximar ambos a la realidad artística del momento. Su viaje ya documentado por tierras peninsulares durante la década de 1760 permite reflexionar sobre la realidad creativa que conocería en Madrid y en ciudades del Levante y Andalucía que pudo visitar entonces, a la vez que replantear el encargo de dos lienzos que decoran el oratorio del Ayuntamiento de Alicante desde 1767: San Nicolás de Bari y Milagro de las Tres Santas Faces. Asimismo, el itinerario de ese largo desplazamiento respalda la atribución de algunas obras que se acomodan fielmente a su estilo y conservan ahora coleccionistas particulares de Canarias, la iglesia de San Bartolomé de Murcia y varios centros museísticos, destacando entre ellas una Inmaculada que supongo perteneciente a la colección valenciana del coronel Manuel Montesinos [1796-1862] y que fue trasladada a Tenerife el año pasado [3].

No obstante, lo más llamativo del libro y su verdadero aliciente fue la localización de un autorretrato en los fondos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pintado al tiempo que el artista padecía cautiverio en Orán durante el año 1760, es una obra de gran interés y un testimonio ineludible de sus desmedidas aspiraciones profesionales, porque, como plantearon con anterioridad otros investigadores, fue emplazado en la parte posterior de un lienzo que el propio Miranda hizo llegar a Madrid con el fin de obtener premio en el certamen académico de ese año [4]. Así pues, la notoriedad del hallazgo y su alcance para el panorama que describe la pintura canaria del siglo xviii incitan la redacción de esta breve reseña, en la que pretendo dar a conocer lo más significativo de cuantos juicios e interpretaciones se contienen en la publicación a la que dicha pintura dio sentido. Ello justifica el apelativo de reverso de un autorretrato, porque, precisamente, lo que perseguí con mi interpretación era revalorizar una figuración de tanto interés para el panorama artístico del momento, relegada desde el mismo tiempo de su ejecución a un segundo e inmerecido término.


Juan de Miranda: Inmaculada
El retrato del hasta hace poco enigmático Juan Ventura de Miranda fue referido en 1964 [5] y, hasta donde sabemos, tan sólo se había publicado en un libro que la Academia patrocinó décadas después para divulgar el desarrollo de los concursos de pintura que sus miembros alentaron con no pocos problemas entre 1753 y 1808 [6]. Desde que tuve conocimiento de él planteé la posibilidad de que dicha representación correspondiera con el maestro insular, poniendo por fin identidad a un misterioso pintor del que no se había planteado nada en el estudio previo de 1994 [7]. La ejecución de esta obra en Orán despertó entonces muchas dudas e incertidumbres al no haber constancia sobre el traslado del artífice hasta esa ciudad del norte de África, pero un artículo posterior de Suárez Grimón que documentó su reclusión en un presidio argelino a partir de 1757-1758 disipaba cualquier interrogante al respecto [8]. Ya no cabía la duda. El maestro que se efigió a sí mismo era nuestro intérprete, por lo que únicamente restaba confrontar dicha noticia en los fondos documentales de la Academia.

Este trabajo no conllevaría excesivas complicaciones, de modo que una de mis últimas pesquisas en el archivo de San Fernando confirmó la identidad y permitió localizar al menos tres cartas remitidas por el artista desde la misma plaza de Orán. En ellas Miranda planteaba su deseo de concurrir al certamen de pintura en la categoría de primera clase, la intención de enviar el cuadro a Madrid vía Cartagena, y —quizá lo más importante— su propósito de convertirse en uno de los individuos de tan ilustre cuerpo, expectativa que, por cierto, no pudo cumplir dado que la reclusión carcelaria impidió su traslado a Madrid para desarrollar durante el mes de agosto la prueba presencial o de repente. En cualquier caso, resulta atractivo que el jurado del certamen expresara que la obra remitida por el grancanario mostraba muy singular mérito, apostillando luego que no se le concedía el título que ambicionó de académico por razones reservadas [9]. Con ese material y la documentación que generó el concurso de 1760 preparé un artículo que fue publicado en un último número del Anuario del Instituto de Estudios Atlánticos [10], claro antecedente del libro que nos ocupa ahora. Así pues, la identificación del autorretrato ha deparado una gran satisfacción y —en palabras de Henares Cuéllar, autor del prólogo de la edición— ilustra con solvencia un proceso de revalorización y resignificación de la producción artística, sirviendo de excusa para aproximarnos a un tiempo de atractiva transición cultural [11].



Joanes de Miranda Operabat


Juan de Miranda: San Fernando recibe la embajada del rey de Baeza
El atractivo del cuadro ideado por Miranda para el certamen de 1760 no se centra tanto en las cualidades del tema histórico que propusieron sus convocantes y nuestro pintor interpretó con solvencia: San Fernando recibe la embajada del rey de Baeza. Adquiere un interés superlativo por la inclusión del autorretrato ya comentado en el reverso o parte posterior, algo insólito para el alto número de realizaciones que fue presentado a los concursos de la Academia antes de su cese momentáneo en 1808. El añadido de tal representación es un hecho notabilísimo y permite conocer los rasgos del artista en un momento clave de su trayectoria vital, superando así la imagen evocadora que Lorenzo Pastor y Castro [1784-1860] transmitió en una pequeña grisalla que exhibe el Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife [12]. El objetivo de dicha obra con forma de óvalo no es otro que servir de presentación al artífice en un entorno desconocido e insospechado como Madrid, de modo que recurrió a una práctica directa por la cercanía que despertaba en quien contemplase su semblante con diversos fines. De ahí que adoptara esa cualidad figurativa por medio de los que podríamos denominar recursos tipo: una inscripción en latín y la plasmación verídica de su físico, efectuada con la fidelidad y solvencia de que hacían gala los grandes maestros del género. Por ello se presenta como un hombre maduro [13] y con cualidades atípicas por su distinción respecto a lo que serían rasgos usuales del entorno peninsular: tez morena, ojos marrones con pobladas cejas, nariz de cierta prominencia y boca pequeña.

El texto latino es una prueba más de su cultura y formación, aunque en él no aporta noticias novedosas si atendemos a los datos expresados en una carta que sirvió de presentación al cuadro cuando fue enviado a Madrid. Quizá lo más significativo es que data su conclusión el 22 de mayo de 1760 y refiere nuevamente las incomodidades padecidas por habitar en una cueva de la ciudad de Orán [14]. No obstante, el distintivo de mayor interés reside en el autorretrato propiamente dicho. Con él Miranda se mostraba a los académicos como un reputado hombre de su tiempo, lejos de la imagen que debía transmitir un preso político de Argelia al aparecer ataviado con peluca y cuidadas vestimentas. Así lo manifiestan la rica casaca con botonadura y el pañuelo-corbata que ciñe su cuello, cuyo corte o patrón de costura se convierte en prueba inequívoca de distinción, elegancia y refinamiento. Indudablemente, ello no tiene que ver con las carencias relatadas por un hombre sin medios, el mismo que semanas antes declaraba vivir un destierro miserable lejos de su tierra de origen.


Lorenzo Pastor de Castro: Juan de Miranda
La representación se acompaña de una cartela donde el propio Miranda alude a su nacimiento, acaecido en 1723 y no en 1729 como manifiesta el texto que corona al retrato: Natus sum ano mdccxxix. De este modo revela la voluntad de perpetuar su efigie y obtener el ansiado reconocimiento de la Academia, una evidencia más de la nueva consideración que cualquier artista de provincias alcanzaba en esta época y no recurrieron otros opositores a los concursos de pintura ni maestros del Archipiélago hasta que Luis de la Cruz [1776-1853] alcanzó los primeros éxitos antes de concluir el siglo xviii. Al margen de ello, presenta unos rasgos definidos en exceso, con mirada penetrante y cierta altivez en la pose, quizá algo idealizada por valerse de un espejo a la hora de concebir tal autorrepresentación con aparente fidelidad. Su imagen transmite al mismo tiempo arrogancia y seguridad, cualidades que no eran ajenas a alguien que tuvo confianza plena en su trabajo o en la solvencia de los resultados obtenidos después de ejercitarse en lo que él mismo ponderaba como noble arte de la pintura.

La reivindicación que un creador del talante de Miranda hizo de su persona no es un fenómeno común durante la época y responde al nuevo estatus que adquiría un pintor instruido, personificando de antemano el paso de artesano a artista que Gállego describió con acierto al estudiar la sociedad del Antiguo Régimen [15]. No se trata ya del oficial que pinta con el fin de cambiar su suerte u obtener beneficios económicos en un entorno hostil, estratificado en lo social y contrario a sus inquietudes teorizantes. En el autorretrato que nos ocupa aflora la lucha del maestro periférico que hace de su ejercicio con los pinceles un medio de distinción social, todo ello en claro vínculo con el discurso artístico del momento y con la discusión suscitada en regiones que participaron de las mismas coordenadas estéticas con mejor alcance o resultado plástico [16]. A pesar de esa circunstancia, sobreentiendo que dichos principios fueron conocidos por Miranda desde su juventud, porque tanto en Las Palmas como en La Laguna no debió ser ajeno a la liberalidad del oficio de pintor que propugnaban antecesores suyos como Francisco Rojas y Paz [1701-1756] o José Rodríguez de la Oliva [1695-1777]. No es casual que los cronistas laguneros describieran al primero como un canario muy presumido mientras trabajaba en la iglesia de los Remedios a mediados el siglo xviii [17]; y en relación con De la Oliva debe recordarse un pasaje del elogio fúnebre que Lope Antonio de la Guerra le dedicó en 1777, cuando al narrar los méritos de dicho artífice señala que hallaba muy bizarros e impracticables algunos pensamientos de teólogos y filósofos que no tenían tintura de pintar [18]. En actitudes de ese tipo se encuentra el horizonte de las inclinaciones teóricas que nuestro artista pudo desarrollar de modo incipiente en el contexto adverso de Argelia. Quizá allí solventase inquietudes que cambiaron a raíz de su participación en el concurso de la Academia, claro antecedente del periplo que protagonizó por varias ciudades de la Península hasta comienzos de la década de 1770.


 Juan de Miranda: Milagro de las Santas Faces
Juan de Miranda: San Nicolas de Bari
 


notas
[1] Así lo ha hecho ver un elevado número de investigadores canarios, pero en este punto introductorio resultan de interés los comentarios formulados por historiadores peninsulares en estudios de conjunto sobre la pintura española del momento. Véase al respecto Pérez Sánchez, Alfonso E.: Pintura barroca en España 1600-1750. Madrid, 2000 [3ª edición], pp. 425-426; y Morales Marín, José Luis: Pintura en España 1750-1808. Madrid, 1994, pp. 376-378.
[2] La bibliografía sobre Miranda es extensa y muy variada. De ella doy buena cuenta en el último ensayo, pero como antecedente y punto de partida para una nuevo análisis de su producción resulta indispensable una breve monografía de 1990 y el catálogo de una exposición monográfica que se le dedicó años más tarde. Cfr. Rodríguez González, Margarita: El pintor Juan de Miranda 1723-1805 [Colección Guagua, núm. 70]. Las Palmas de Gran Canaria, 1990; y Juan de Miranda [catálogo de la exposición homónima]. Santa Cruz de Tenerife, 1994.
[3] Al tiempo de ultimar la edición, ésta en concreto fue publicada en la prensa periódica por Matías Díaz Padrón, quien se decanta también por una atribución al grancanario señalando que constituye su Inmaculada más elegante y de más bello rostro. Díaz Padrón, Matías: «La Inmaculada de Juan de Miranda», en La Provincia-Diario de Las Palmas, Las Palmas de Gran Canaria, 17/iv/2011, p. 67.
[4] Lorenzo Lima, Juan Alejandro: Juan de Miranda. Reverso de un autorretrato. Islas Canarias, 2011, pp. 33-43.
[5] Pérez Sánchez, Alfonso E.: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Inventario de las pinturas. Madrid, 1964, p. 28/núm. 223.
[6] AA VV: Historia y alegoría: los concursos de pintura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1753-1808). Madrid, 1994.
[7] Lorenzo Lima, Juan Alejandro: «Precisiones sobre la obra del pintor Juan de Miranda en Alicante (1723-1805)», en La multiculturalidad en las artes y en la arquitectura [XVI Congreso Nacional de Historia del Arte-CEHA]. Las Palmas de Gran Canaria, 2006, t. II, pp. 631-640.
[8] Suárez Grimón, Vicente: «El envío del pintor Juan de Miranda al presidio de Orán: un reflejo de la crisis de la Audiencia de Canarias en el siglo XVIII», en Anuario de Estudios Atlánticos, núm. 54 (2008), t. II, pp. 265-296.
[9] AASF: Sign. 2-i-4.
[10] Lorenzo Lima, Juan Alejandro: «Juan de Miranda en la Academia. El artista y su participación en el concurso de pintura de 1760», en Estudios Canarios. Anuario del Instituto de Estudios Canarios, vol. lv (2011), pp. 173-206.
[11] Henares Cuéllar, Ignacio: «Prólogo», en Lorenzo Lima, Juan Alejandro: Juan de Miranda..., pp. 9-11.
[12] Catalogado en el repertorio de obras de este autor que publicó Alloza Moreno, Manuel Ángel: La pintura en Canarias en el siglo xix. Santa Cruz de Tenerife, 1981, p. 229.
[13] No debe obviarse que superaba ya los treinta y cinco años de edad.
[14] El texto íntegro de la inscripción es Ano Domini mdcclx d. xxii Mensi Mai + Joanes de Miranda operabat hanc pincturam cum incomodidate quam illi ofert una ex restrictis speluncis Civitatis Oranensis.
[15] Gállego, Julián: El pintor, de artesano a artista. Granada, 1995.
[16] Véase al respecto la síntesis para el contexto mexicano que propone Mues Orts, Paula: La libertad del pincel. Los discursos de la nobleza de la pintura en Nueva España. México, 2008.
[17] AMLL: Archivo Ossuna. Caja 9, papeles sin clasificar.
[18] Cita tomada de Fraga González, María del Carmen: Escultura y pintura de José Rodríguez de la Oliva (1695-1777). La Laguna, 1983, p. 133.


No hay comentarios:

Publicar un comentario