El pico de Tenerife y sus exploradores:
Vicente Martínez de la
Peña y Real [1855-1894]
Manuel Alviach: Vicente Martínez de la Peña. Madrid, 1872 |
El día 8 de marzo de
1761 contrajeron matrimonio, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción
de La Orotava, Francisco Martín de Acevedo, natural de Garachico, y Francisca
González Peña y Gordillo, que lo era de la antedicha villa, y fueron padres,
entre otros, de don Juan Martínez de la Peña, el primero de los que usó este
apellido compuesto en Canarias, establecido con posterioridad en Icod de los
Vinos, en razón de su casamiento con doña Francisca Cumplido Alfonso de Ávila,
oriunda de dicha población[1].
De esta familia procedía
Vicente Martínez de la Peña y Real, nacido en esta última villa el 11 de junio
de 1855, hijo de don Juan de la Peña y Hernández y de doña Ana Real y Real, que
fue bautizado por causa de necesidad en su domicilio, de manos del presbítero
don Vicente Ramos, quien también le administró las sagradas preces, el día 20
inmediato, en la parroquia de San Marcos [2].
Alumno aventajado,
estudió Vicente Martínez de la Peña el bachillerato en el Instituto de Canarias
de la ciudad de La Laguna y, cumplidos los diecisiete años, se trasladó a la de
Madrid, donde se matriculó en las facultades de Ciencias y Derecho de la
Universidad Central para los cursos de 1872-1873 y 1872-1874, respectivamente
[3]. En el de 1878-1879 realizaba estudios de Filosofía y Letras en la misma
universidad, con similar aprovechamiento. Coincidió en esta época con otros dos
ilustres tinerfeños que fueron sus amigos íntimos: don Mateo Alonso del
Castillo y Pérez [4] y don Lorenzo García Beltrán [5].
Por razones que
desconocemos, y que son comunes a otros muchos estudiantes canarios de la
época, concluyó sus estudios en la universidad de Sevilla y fue en esta ciudad
donde, al parecer, se inició en las tareas literarias, participó en la
fundación de la sociedad cultural La
Genuina y publicó por vez primera sus narraciones “Un viaje al Teide” y “La
loca de las olas”, tradición popular, en la revista científico-literaria La Enciclopedia, entre 1878 y 1879 [6].
Licenciado en Derecho y
en Filosofía y Letras, retornó a la isla al año siguiente, casó en su villa
natal con doña Micaela Fleytas y Lemus, y fijó su residencia en La Orotava,
donde obtuvo una notaría y abrió bufete de abogado en 1880 [7]. De su temprana
labor literaria quedó constancia en la prensa insular por medio de sus
colaboraciones enviadas al periódico La Unión Lagunera, que había sido fundado
por su amigo, el ya citado Mateo Alonso del Castillo, en 1879, y que permaneció
activo tan sólo durante ese año. En él vieron la luz “La tiranía de un padre.
Fragmento de la historia de Augusto” los días 11 y 21 de enero; “El suicidio de
una diosa”, en las ediciones del 1 y 16 de mayo y 6 de junio; “La amapola y la
violeta”, el 11 de agosto, y finalmente, volvió a dar a la estampa “La loca de
las olas” en los ejemplares del 21 de septiembre y 11 de octubre.
La Unión Lagunera publicó, en su número del 21 de noviembre de
1879, un editorial firmado por la redacción del periódico en el que se exponían
las causas del cierre temporal del mismo, que se convirtió en definitivo:
Fotografía Francesa: Vicente Martínez de la Peña. Sevilla, 1879 |
Hace cosa de un año que impulsados sólo por el deseo de
estimular a los demás para que por medio de la prensa propagaran toda clase de
conocimientos útiles y defendieran los intereses de esta olvidada localidad, se
decidieron los individuos que forman esta redacción a publicar un periódico. No
desconocían las escasas dotes de que estaban adornados para llevar a cabo su
propósito ni se les escondía tampoco la cruda guerra de que habían de ser
objeto por parte de aquellos que quieren no existan periódicos aquí por fines
que en Tegueste o La Esperanza tienen fácil explicación.
Reconocidos los ataques recibidos por parte de
autoridades civiles, militares y eclesiásticas; el intento de ser ridiculizados
valiéndose de todos los medios y hasta de la creación de publicaciones subvencionadas con el sólo objeto de
insultarnos y hacer desaparecer de la arena periodística a La Unión
Lagunera, parece, sin embargo que la causa del cierre se produjo por la
ausencia de los dos cajistas que lo componían, que se trasladaron a Santa Cruz,
hallándose los demás dedicados a trabajos
tipográficos de consideración, que es imposible retardar.
En 1881 desempeñaba,
junto a Juan Ascanio Negrín, la secretaría del Círculo Instructivo de La Orotava, fundado ese mismo año que, según
Manuel Rodríguez Mesa, tuvo una existencia efímera y cuya corta actividad se
desarrolló durante el siguiente [8]. El 25 de diciembre de 1884 fue elegido
presidente de la sociedad Liceo de Taoro, creada poco antes como resultado de
la fusión de otras dos precedentes. En palabras de Rodríguez Mesa: La extraordinaria labor de su junta
directiva y sobre todo la del excepcional presidente Vicente Martínez de la
Peña y Real, elevó al Liceo a las cotas más altas [9]. Dicha sociedad
recreativa y culta, a partir de aquellas fechas y bajo su mandato, escribió
algunas de las páginas más brillantes de su larga historia, hitos entre los que
habría que citar la instauración de una cátedra de dibujo lineal —expresamente
orientada a ilustrar a la clase obrera— y la edición de una revista quincenal
de Ciencias, Literatura, Bellas Artes,
Agricultura, etc., que llevaba por título el nombre de la villa: La Orotava, y comenzó a publicarse el 23
de junio de 1885 [10].
Desempeñó, con la eficacia que le caracterizaba,
la secretaría de organización de la célebre Exposición
Provincial de Horticultura celebrada en La Orotava en 1888, responsabilidad
que compartió con Alberto Cólogan y Cólogan.
Pero, más allá de su
compromiso político con el conservadurismo liberal —tendencia de la que era
portavoz el diario La Opinión de
Santa Cruz de Tenerife, cuyos redactores se refieren a él cuando lo nombran
como nuestro correligionario—; del
preciso cumplimiento con sus obligaciones profesionales y la dedicación a estas
empresas culturales y otras de corte altruista, la vocación periodística de
Vicente Martínez de la Peña se vio satisfecha con la fundación del rotativo El Valle de La Orotava.
A este propósito, anotó
en sus bocetos biográficos Antonio Lugo y Massieu:
Cuando llegué a la Villa de La Orotava el año 1897, mi
vocación de pequeño periodista [¡17 años!] pronto me hizo conocer la figura de
don Vicente Martínez de la Peña. Siendo notario de La Orotava, lleno de
entusiasmo por el periodismo y comprendiendo la imperiosa necesidad de la
publicación de un periódico en nuestra Villa, se lanzó a la patriótica empresa
[que, efectivamente, así lo era] y lanzó a la luz pública el semanario El Valle de La Orotava,
de grata e inolvidable memoria. En la
misma encontró un valiosos auxiliar en Vicente Miranda Perdigón, que allí se
dio a conocer, en un incomprensible anonimato [pues no firmaba sus discretos y
correctos escritos], demostrando cuan grande era su amor por su pueblo natal.
No he podido ver una colección de dicho periódico;
únicamente poseo unos cuantos números del mismo, quizá los de mayor
trascendencia local, como son los que se relacionan con la famosa Exposición
[así lo fue] que celebró La Orotava—con carácter insular—en los jardines de las
Marquesa de la Quinta, el año 1888, que aún se recuerda como uno de los
acontecimientos locales de mayor resonancia y trascendencia para la hidalga
Villa.
Las campañas que llevó a cabo El Valle, con este motivo, informando periódicamente,
[al día, podemos decir] de los preparativos que se efectuaban, alentando a los
organizadores de la misma, así como el anunciar los ofrecimientos de
colaboración que se recibían de muchos sitios y poblaciones.
Y por
demás está decir que siempre, durante el tiempo de publicación del aludido
periódico, no cesó un instante en la defensa de los privilegios e intereses
orotavenses, con dignidad y corrección, que mereció elogios de la prensa
tinerfeña. La ponderación y el respeto personal del adversario fue la norma del
señor Martínez de la Peña [11]
Damos a la estampa ahora
el texto completo de su narración “Un viaje al Teide”, tal y como fue publicada
en La Unión Lagunera.
Cuando Vicente Martínez
de la Peña aún no había cumplido los cuarenta años falleció, en la villa de Icod,
el 11 de noviembre de 1894 [12]. Su mujer le siguió a la tumba dos años más
tarde. Constituye su caso, como el de tantos otros canarios de valía que
dispusieron de una corta existencia entregada, no obstante, al bien común, uno
de los que nos hace pensar a dónde hubiera llegado un hombre de su preparación
y méritos, si hubiera gozado de algo más de tiempo para realizarla plenamente.
Nunca lo sabremos.
Un viaje al Teide
I
La Unión
Lagunera.
Laguna de Tenerife, 13 de febrero de 1879
|
Si las islas Canarias
llamadas desde tiempos remotos Afortunadas, no fueran justamente célebres por
su delicioso clima, por su exuberante y varia vegetación y por sus magníficos
paisajes que causan admiración y encanto a quien los mira; seríanlo, a no
dudarlo, por el monte que se levanta casi en el centro de la isla de Tenerife,
como un coloso extraordinario pretendiendo escalar el cielo.
Tal es su elevación que
por algunos escritores llegó a considerarse como la mayor de la tierra, y hoy
que la ciencia geográfica ha descubierto montes mas elevados, se encuentra sin
embargo el Teide entre las mayores alturas, superando las crestas del Pirineo y
las blancas cumbres de Sierra Nevada. Este pico sorprende tanto, porque a
diferencia de otros que se elevan gradualmente en una cordillera, tiene por
base una isla de corta extensión, pudiendo el espectador hacer pasar la vista
en un instante dado, desde las olas que lamen la costas y las playas hasta las
nubes que coronan la altiva frente del gigante. Su forma cónica le da el
aspecto de una inmensa columna, y muchas veces anchas bandas de densa bruma
parecen dividirle, ofreciéndose el raro panorama de ver como flotando en el
aire la cúspide del monte. Echeyde le llamaron los primitivos habitantes de Canarias, de cuyo
vocablo ha debido derivarse el de Teide con que hoy se le conoce. Aplicáronle
este nombre que en su lenguaje significa infierno,
atendiendo sin duda, a las erupciones mas o menos frecuentes de este volcán,
que vomitando lava en abundancia, destruía cuanto encontraba a su paso y por
ende, atendiendo a estos efectos, se le consideraba causa de grandes males.
Este debe ser el motivo que tuvieron muchos autores para llamar a Tenerife, Isla del Infierno.
George Graham-Toler: Vista de Icod de los Vinos. Ca. 1880 |
Percíbese este pico a
distancias considerables, pues según testimonio de varios navegantes, háse
visto desde 80, 70, y 65 leguas de 20º pudiendo ver claramente la cúspide del
Teide una embarcación que se dirija a Cananas, cuando todavía esté muy lejano
el puerto.
Pero de donde se disfruta de un espectáculo
encantador y puede verse el Teide en toda su grandeza, es desde Icod, villa
situada en el centro de un pintoresco valle. Esta población que se
extiende en forma de cruz ofrece un golpe de vista tan bello, con sus casas
blancas y los más de sus techos bermejos, que parece una ninfa recostada a la
sombra del Teide. A sus pies extiéndese el mar hasta confundir en el horizonte su
azul con el del cielo.
El valle a que me
refiero, hállase formado por dos colinas que parten de la costa hasta las
faldas del pico y encierra una vegetación tan rica y tantas flores hay en su
recinto que parece un florido canastillo, cuyas aromáticas emanaciones vuelan
en alas de las brisas marinas, saturando la atmósfera de gratísimos olores. Las
colinas hállanse sembradas de vistosos caseríos y dibújanse en ellas junto al
verde claro de los nopales, franjas de doradas y oscilantes espigas; al lado de
los plantíos de maíz, las frondosas plantaciones de tabaco, al mismo tiempo que
varios arroyuelos cruzan regando los sembrados y se despeñan luego en otras
tantas cascadas, produciendo suave murmullo y ofreciendo mil cambiantes de
color a los rayos del sol.
Desde donde termina la
tierra de labor, extiéndese una banda de monte de color verde oscuro, sirviendo
de base a la enorme masa de piedra que se eleva descarnada y seca, sin una mata
de verdura que esmalte su volcánica superficie.
George Graham-Toler: Vista de Icod de los Vinos. Ca. 1880 |
¡Qué espectáculo tan magnífico
ofrece la caída de la tarde desde aquel valle encantador! El sol ocultando su
disco de fuego en las aguas del mar que con el reflejo de los rojizos rayos
parece una alfombra de movibles brillantes. Las nubes coloreadas de las tintas
suaves y bellísimas del crepúsculo, y finalmente, cuando el astro del día se ha
ocultado por completo, vése todavía iluminado con purpúreos reflujos el alto
monte, para quien aún el sol no se ha puesto, dándose el singular contraste de
que envuelto el valle en sombras, todavía el Teide aparece a las miradas de los
observadores, cubierto de violáceas vestiduras que se desvanecen cuando la
noche ha invadido por completo las poblaciones de la isla.
Mas en ninguna época del
año es quizá tan sorprendente el efecto que produce la vista del Teide como en
invierno. Durante esta estación, cúbrese de gruesa capa de nieve y las antes
ásperas crestas, vénse convertidas en bruñidas superficies que dan al alto
monte el aspecto de una montaña de plata.
En una de esas noches de
enero en que la clara luna se desliza por un cielo límpido y sereno, dibujando
su tenue luz cintas espumosas en las playas y en las rientes cascadas, pintando
a su vez confusamente las casas y los árboles, se refleja de lleno en aquella
masa gigantesca que cual inmensa pirámide de argentino brillo, parece levantada
a los cielos para servir de pedestal a las brillantes y fúlgidas estrellas.
Pero llega la primavera
y poco a poco va deshaciéndose el Teide de su nívea vestidura. Esta se
convierte en lágrimas que han de alimentar las nuevas flores que más tarde le
elevan agradecidas aromáticos suspiros, entre nubes de pintadas mariposas
criadas con el néctar de sus capullos. Cuando esto sucede, van apareciendo
filetes de piedra en aquella masa blanca; los filetes aumentan y pronto son
grandes manchas oscuras que se extienden más y más, hasta que sólo se
distinguen líneas blancas en la roca volcánica del monte y que el sol del estío
hace desaparecer por completo.
La admiración que
siempre me causó la vista del Teide, las frecuentes excursiones que a su
cúspide hacen los hijos del país y los extranjeros, las distintas narraciones
que escuché a los que habían subido a ella, motivos fueron que me impulsaron a
llevar á cabo una ascensión, como lo verifiqué. De mi viaje e impresiones daré
una ligera idea en los artículos siguientes.
II
El día 23 de agosto de
1877 fue el designado para la ascensión. Había que escoger un día durante el
plenilunio para poder caminar a la luz de !a luna por la accidentada superficie
de la montaña.
La mañana amaneció serena, ni una nube empañaba el azul del cielo; el Teide se mostraba desnudo e imponente y me parecía imposible al contemplarlo, poder escalar su cima. Mas, a medida que el astro del día se elevaba, algunas nubecillas se extendieron por el monte y, horas después estaba envuelto completamente en un manto de bruma. Los que formábamos parte de la expedición nos vimos contrariados por la mudanza del tiempo, pero resuelto el viaje difícil era prorrogarlo, y a las doce del día dimos un adiós a nuestros amigos que nos despedían cariñosamente y deseaban un feliz regreso.
La mañana amaneció serena, ni una nube empañaba el azul del cielo; el Teide se mostraba desnudo e imponente y me parecía imposible al contemplarlo, poder escalar su cima. Mas, a medida que el astro del día se elevaba, algunas nubecillas se extendieron por el monte y, horas después estaba envuelto completamente en un manto de bruma. Los que formábamos parte de la expedición nos vimos contrariados por la mudanza del tiempo, pero resuelto el viaje difícil era prorrogarlo, y a las doce del día dimos un adiós a nuestros amigos que nos despedían cariñosamente y deseaban un feliz regreso.
Alegres y contentos
dejamos el pueblo de Icod, con el jubilo del que va a ver realizada una de sus
más preciadas esperanzas, y como a una hora de nuestra partida atravesábamos ya
un terreno montuoso y sumamente pintoresco.
Este sitio era muy
accidentado; ora bajábamos a una hoya sembrada de verdes pinos que elevaban sus
copas a considerable altura, formando verde y espesa bóveda y proporcionándonos
gratísima sombra; luego ascendimos a una cumbre que era el límite de nuevas
hondonadas y desde donde se contemplaba un dilatado horizonte de verdura; a
veces encontrábamos una casita, que como una blanca paloma se veía posada en el
bosque y desde donde los que la habitaban nos saludaban afectuosamente al paso;
ya veíamos repletas eras en las que los labradores guiando fuertes yuntas y al
son de sus cantares desgranaban haces de doradas espigas.
De esta suerte, de
impresión en impresión, fuimos pasando el camino sin que los rigores del sol de
agosto ni las incomodidades de la ascensión pudieran entristecernos. Antes
bien, animados con tantos paisajes bellísimos,
deseábamos que el viaje se prolongara, si tantos encantos había de ofrecernos
la Naturaleza.
Salimos, al cabo, del
bosque y se ofreció a nuestra vista un terreno pedregoso, sin vegetación y
formando un pequeño declive hacia un sitio desde donde se alzaba una pendiente
por un lado y apareciendo de otro, la roca cortada casi a plomo, teñida de
color blancuzco que era más pronunciado en algunas de sus capas.
Allí existe una fuente
en una galería abierta en su base y aquel debía ser el lugar de nuestro primer
descanso.
Serian las cuatro de la
tarde cuando llegamos a la Fuente de
Pedro, que así se llama el referido sitio, y nos dispusimos a esperar
algunos instantes, mientras comían un pienso nuestras caballerías y nos
aprovisionábamos del agua indispensable para lo que nos restaba de expedición.
Acompañados de un nuevo
práctico que nos había de guiar en nuestro viaje y como no había tiempo que
perder, nos pusimos nuevamente en marcha a las cinco de la tarde satisfechos
con los panoramas que habíamos admirado y llenos de
gozo y esperanza por las nuevas sorpresas que nos esperaban.
El terreno que
cruzábamos era de difícil acceso; a una pendiente rápida añadía una superficie
cubierta casi, de cantos volcánicos, donde no podían afianzar sus cascos las
cabalgaduras, produciendo esto el natural cansancio y haciendo
que fuésemos con el mayor cuidado por aquellas laderas.
A nuestro frente se
elevaba una masa de piedra iluminada por los rayos del sol con rojizo tinte y
que sin duda por su figura se llama La
fortaleza. El espacio que nos separaba de esta altura, era relativamente
corto, después de haber caminado por espacio de una hora, cuando nos paramos un
momento y dirigimos una mirada a nuestra espalda, quedándonos verdaderamente
sorprendidos al contemplar un paisaje encantador y que es punto menos que
imposible describir.
George Graham-Toler: Cumbres de Icod. Ca. 1880 |
Estábamos a una altura
considerable; las nubes casi a nuestros pies, ocultaban por completo las partes
bajas de la isla; no se veían los pinares de Tenerife, ni sus risueños valles,
ni sus bellas poblaciones.
Pero en cambio, ante
nuestros ojos se extendía una vasta alfombra de nubes como copos de algodón,
afectando figuras diversas sus deliciosas curvas y siendo como un rico manto de
armiño en que envolvía sus tesoros la virginal Nivaria. En medio de aquel
océano de inmóviles ondas, sobresalía una cumbre. Al pronto y engañados por la
vista creímos que era algún cerro de Tenerife; luego nos convencimos ser una
isla vecina que iluminada por los destellos postreros del sol poniente, parecía
un ramillete de rosas en aquel inmenso lecho de algodón.
Pero a poco, las
vaporosas superficies de las nubes fueron perdiendo sus tonos fuertes de color.
Aparecían primeramente orladas de púrpura y oro, luego veíamos borrarse su
brillo tiñéndose de un color de rosa pálida, y por fin la violeta les prestó
sus suaves tintas que también se desvanecieron, quedándose convertidas en una
envoltura plomiza que apenas podía distinguirse a los pálidos rayos de la bella
mensajera de la noche. Atónitos permanecimos largo rato hasta que continuamos
nuevamente nuestra marcha, impresionados con el magnífico espectáculo que
acabábamos de presenciar.
Ya al pié de La fortaleza, rodeamos parte de su gran
masa cruzando luego un terreno llano, compuesto en su mayor parte de arena
blanquizca y sembrado a grandes trechos de enormes peñascos. La vegetación en este
punto se muestra por la planta conocida con el nombre de retama, cuyas ramas
punteadas y casi secas, parecían aumentar la aridez de aquellas solitarias
alturas.
Todo estaba en silencio
a nuestro alrededor, las pisadas de las caballerías se perdían en la arena;
solamente alguna vez percibíamos el timbre diverso de las esquilas de algunos
rebaños que en largas filas cruzaban por las laderas en busca de sus albergues,
o el triste balido de los tiernos corderillos que contrastaba con el
desagradable graznido de las aves de rapiña que se alimentan de algún animal
que muere en aquellos parajes.
Atravesamos Las Cañadas, inmenso círculo de montañas
que rodea al Teide casi por completo, y que por algunos autores es considerado
como el antiguo volcán de donde ha nacido este. Seguimos avanzando y mirábamos
ansiosos el sitio que había de ser el término de nuestro viaje, pero cual si la
cúspide del monte huyera de nosotros nos parecía que siempre estábamos a igual
distancia.
Desde aquella elevada
meseta vimos como una iluminación en la isla de Gran Canaria, sin que
pudiéramos darnos explicación satisfactoria del fenómeno.
Habríamos andado una
hora por aquellas arenas, cuando notamos una ligera mancha en el claro disco de
la luna. Para aquella noche se había anunciado un eclipse total, y en efecto
poco a poco fue desapareciendo el astro de la noche devorado por un monstruo de
sombra. Aprovechamos cuanto nos
fue posible su mortecina claridad que se extinguía por momentos, hasta que no
pudiendo proseguir, nos detuvimos al pié de una montaña de piedra pómez antes
de que las tinieblas nos envolvieran por completo en su denso manto.
III
George Graham-Toler: Las Cañadas. Ca. 1880 |
Hicimos alto al pié de
una montaña que por su estructurase llama el Montón de trigo. A pesar de ser
agosto, el frió entumecía nuestros miembros; las caballerías tiritaban y eso
que habíamos tomado la precaución de abrigarlas con mantas. Hubo pues que
encender hogueras y muy pronto se hizo acopio de troncos secos de retama que
nos proporcionaron luz y calor. El eclipse continuaba:
ya la negra mordedura se había extendido por la luna de la que apenas se veía
un delgado filete amarillento, y al poco las sombras de la noche nos rodeaban.
Yo levanté los ojos a la
bóveda celeste y estuve contemplando, absorto por largo rato aquel espectáculo
sublime.
El negro crespón de los
cielos, bordado de piedras de colores que oscilaban; el disco de la luna
ocultándose envuelto en densos tules; tantos grupos de estrellas formando
figuras caprichosas que parecían broches lucientes del negro manto con que se
cubría el cielo; los planetas en los que quizá haya vida más perfecta que la
nuestra; muchos soles cuyos reflejos percibíamos y que quizá habrían
desaparecido de nuestro horizonte años y siglos atrás, y de vez en cuando
ráfagas luminosas cruzando el espacio, como deslumbradores cohetes; y a nuestro
alrededor un silencio profundo y todo envuelto en las tinieblas: tal fue lo que
se ofreció a mi vista. ¡Cuánta sublimidad
encierra el firmamento! ¡Qué ideas despierta su contemplación! ¡Ah! comprendo que todos
los pueblos al mirar esa bóveda fantástica, que llamamos cielo, coloquen en él
su paraíso. Tras esa alfombra de estrellas, sobre esos astros de radiante luz, tiene
que existir el Ser por quien alientan todos los seres. El hombre que alza su
frente y contempla tanta belleza, no puede, no, dejar de cumplir las leyes, que
como revelaciones de Dios, le dicta a todas horas su razón.
Tal recogimiento
sentimos contemplando la Naturaleza en uno de sus más grandiosos fenómenos que
desde el fondo de nuestra alma se elevó un himno de alabanza al Ser Supremo que
rige las leyes del universo.
En
aquellos momentos me vino a distraer una aparición siniestra, al decir de
nuestros criados, que se alarmaron grandemente.
Hay en el vulgo de
muchos pueblos de Canarias la singular creencia de que desde la víspera a las
doce de la mañana, hasta el día de San Bartolomé a la misma hora, se le escapa
el diablo que tiene encadenado durante la época restante del año. Todas las
desgracias que acaecen en las referidas veinticuatro horas, se atribuyen a la
intervención maléfica del príncipe de los infiernos, el cual se suele aparecer
tomando diversas formas. Nuestros lectores recordarán que verificamos la
ascensión el 25 de agosto y que por ende para nuestros criados y arrieros, el
diablo estaba suelto. Un perro de algún pastor extraviado sin duda en aquellas
cumbres y atraído por la luz de nuestras fogatas se acercó a nosotros, y esto
fue causa de la alarma producida en aquella gente supersticiosa. Los conjuros
llovían sobre el pobre perro que nos miraba a distancia; quién decía que los
ojos le echaban chispas, quién le distinguía cuernos, produciendo todo esto,
lances sumamente cómicos y que nos hicieron reír mucho. El animal por fin se
marchó y nuestros criados asustados, llegaron a olvidar tan siniestra visita,
bebiendo grandes tragos de aguardiente.
En aquel sitio comimos
un bocado que apenas podíamos masticar por la mucha sequedad de las viandas;
solamente las frutas estaban riquísimas, y de ellas hicimos un consumo regular. El termómetro a las once
de la noche, marcaba 9° c. y era tal el airecillo que corría en aquellas
montañas que apenas podíamos movernos, ateridos completamente.
A eso de las once
comenzó la luna a recobrar su argentino brillo y poco a poco fue plateando
aquellas áridas cumbres que iban rompiendo el negro manto en que estaban
envueltas, mostrando más y más sus contornos a medida que el eclipse terminaba.
Serían las doce cuando
emprendimos de nuevo la ascensión por la montaña a cuya falda habíamos
descansado; la subida era peligrosa y el terreno sumamente resbaladizo, pero
todo lo sufríamos con gusto anhelando llegar al término deseado y desde aquella altura contemplar la salida del
sol.
Tras tan difícil subida,
llegamos al punto conocido por la Estancia de los ingleses. Compónese dicha
estancia, de cuatro paredones de piedras que sirvieron en pasada época de
morada a los curiosos observadores de la adelantada Albión. Hoy aquellas
paredes ruinosas, sirven aún de refugio a los curiosos que visitan el alto
monte y nosotros nos aprovechamos de ellas, dejando a su abrigo las
caballerías.
Desde la Estancia a la parte más alta del Teide,
hay dos montañas compuestas de peñascos calcinados. Para subir aquellos
vericuetos fue preciso a cada cual proveerse de su correspondiente lanza e ir
saltando las volcánicas piedras, evitando deslizar el pié en las numerosas
aberturas que dejan entre sí.
A la media hora de
camino estábamos engolfados en un conjunto informe de rocas que cual un agitado
y tempestuoso mar que en un instante se hubiera petrificado, ofrecíase a
nuestras miradas. Veíamos a nuestro frente moles inmensas que
habíamos de escalar para descender luego y seguir de este modo avanzando por la
quebrada superficie de esta parte del Teide. En este sitio no hay
vereda alguna: una pérdida puede traer funestos resultados para el que se
extravíe por la gran dificultad de poderlo encontrar; el enrarecimiento del
aire y la estructura de la superficie matan la voz apenas sale de nuestros
labios. Los guías marcaban su derrotero, por las figuras caprichosas de sombra
que se dibujaban sobre el oscuro azul del cielo. ¡Siempre
recordaré la imponente severidad de aquel paisaje singular.
George Graham-Toler: Faldas del Teide. Ca. 1880 |
Los rayos de la luna se
perdían en aquellas escabrosidades; la luz blanquecina que iluminaba las rocas
más elevadas, hacía más densa la oscuridad que las envolvía por completo en su bases;
figuras fantásticas de piedra, destacaban en aquellos dilatados horizontes; de
un lado veíase inmensa mole que simulaba una de nuestras góticas catedrales con
sus punteadas cúpulas y elevadas torres; más allá aparecía vastísimo castillo
feudal con sus macizos torreones y numerosas almenas; y en todas direcciones
mil figuras, como pirámides de incalculable altura o colosales estatuas,
levantadas por el Artífice del Mundo, en un sitio en que no pueden ser destruidas
por el hombre, a los genios que han hecho dar a la humanidad un paso en el
camino del progreso. A veces creía hallarme en un país de la luna, viéndome
rodeado de tanta aridez y de tanto silencio en aquellas soledades, como si no
hubiera atmósfera que trajera una onda armoniosa a mi oído, sin ver una flor en
que depositara el rocío sus lágrimas y su arrebol la blanca luna, sin percibir
una mata desde donde el ruiseñor nos enviase sus amorosos ensueños.
Completamente rendidos
de fatiga llegamos a la montaña que por su figura se denomina El Pan de Azúcar. Este era el ultimo
esfuerzo que habíamos de hacer para hollar la frente augusta del coloso. Al
efecto teníamos que marchar formando zig-zag, y procurando que las piedras y el
casquijo que removían los que iban delante, no llegasen a nosotros, pues aquel
terreno es sumamente movedizo y a medida que apoya el pié en la pendiente,
despréndense las piedras que la forman pudiendo causar graves daños a los que
pasasen al par por sitios más bajos. Después de muchos
descansos y frecuentes libaciones, pudimos llegar a las cuatro y media de la
mañana a la cima del Teide.
Un grito se escapó del
pecho del primero que llegó a la altura; momentos después todos la coronábamos
y era tanta nuestra alegría, que nos parecía mentira que venciendo dificultades
y olvidando el cansancio hubiéramos llegado sin la menor novedad a aquel sitio.
Pero a poco, el frío se
dejó sentir con gran intensidad; un aire sutilísimo nos calaba hasta los
huesos, las mantas que llevábamos no bastaban a destruirlo, todos tiritando y
dando diente con diente no podíamos articular palabra; el termómetro marcaba 0°
y creímos no poder resistir tan extremada temperatura.
Más, allá por oriente se
dibujaban ligeras bandas de ópalo y rosa, bellos ropajes en que se envolvía el
sol naciente que nos había de traer con sus dorados rayos luz y calor al mismo tiempo
que renacía en nosotros el contento y la actividad.
IV
El silencio nos rodeaba por completo; a nuestros
pies veíamos los valles y las cumbres envueltos en sombras que no se deshacían
al suave contacto de los rayos vertidos por la pálida luna; sobre nosotros se
extendía la bóveda celeste como magnífica cúpula de la creación, sembrada de
luceros; y allá por oriente ligeros tules de oro y grana interceptaban la luz
de las estrellas que por instantes se disipaba.
Nos hallábamos en una
elevación respetable. Diversa altura han dado los autores a la cima del Teide,
y desde el P. Feuillee hasta M. Berthelot en su IIistoire des Iles Canaires,
todos se hallan en desacuerdo relativamente a este punto; nosotros estamos más
de acuerdo con la medida que consigna en su Geografía
Universal Malte-Brun, según la cual resulta que el Teide se eleva a 3.710
metros sobre el nivel del mar.
Desde allí íbamos a
contemplar la salida del sol.
La aurora, sonriente y
bella, derramaba luz y encanto; el cielo se teñía de un azul más claro, y las
aguas del mar disolvían en sus ondas las rosas que aquella arrojaba a su paso.
Aureolas de luz indefinible y sólo comparables a las concebidas por los
pintores cristianos para coronar a sus bienaventurados como anunciando la
majestad del astro del día.
El cielo iba recobrando
su color propio y, sin embargo, Tenerife dormía aún envuelto en el sudario de
la noche. Al principio, engañados por una ilusión óptica creímos que las nubes
cubrían las partes bajas de la isla, pero luego vimos que lo que pensamos
nubes, eran las aguas del mar que envolvían las costas en anchas bandas de
espumoso encaje.
Las aureolas de luz vaga
que se dibujaron primeramente en la bóveda del cielo, fueron tomando diversos
tonos fuertes de color, y tres arcos de purpúreo brillo se elevaron sobre las
aguas que, como mágico espejo, los reflejaban temblorosas en su cerúleo seno.
Todos nos preparamos a
contemplar el espectáculo más sublime de cuantos habíamos presenciado: iba a
salir el sol.
Describir la aparición
de aquel globo de fuego, saliendo de entre las aguas que se separaban para
darle paso y que parecían moverse por él impulsadas, es cosa imposible de todo
punto, es preciso presenciar este espectáculo para poderlo comprender; yo no se
lo que sentí contemplándolo; mi alma se arrodilló ante tales prodigios de la
naturaleza, y uno de mis compañeros más queridos elevó al cielo, entusiasmado,
una fervorosa plegaria.
El sol parecía un ascua
de oro y púrpura: cuando descubrió la frente, su aurífera cabellera sobrenadó
en las aguas, y una lluvia de diamantes y rubíes inundó la superficie del
océano, que a manera de inmensa y movible luna de Venecia, reflejaba la faz de
fuego del astro rey en un dilatado fondo de luz resplandeciente.
Advertidos, dirigimos la
mirada a nuestra espalda, y si sublime y deslumbrador era el espectáculo que
presenciábamos, dulce y bello era el que ahora se ofrecía a nuestra vista. Dos islas, La Gomera y El
Hierro, envueltas en sus mantos de violeta, apenas alumbradas por los destellos
del sol naciente, parecían reposar en un lecho de plumas formado por las espumas
del océano; el Teide proyectaba un cono de sombra inmenso que cubría todo el
mar que nos separaba de La Gomera, extendiéndose además por esta isla y en la
misma cúspide del cono aparecía la luna como un globo de alabastro que rodaba
hacia el ocaso, envuelta en trasparentes gasas. En aquel instante recordé a
Víctor Hugo; la luna tan pura y cándida, parecía una hostia consagrada que la
naturaleza iba a encerrar en el grandioso sagrario de los mares.
Los instantes pasaban y
nosotros atónitos, hubiéramos querido parar en su carrera los astros y el
universo todo; pero las leyes dadas una vez por el Ser Supremo jamás se tuercen
y nuestra voluntad nada significa.
Sin embargo,
todavía teníamos paisajes que admirar,
aunque el sol estaba sobre el horizonte. para nosotros, los valles de Tenerife
no se detallaban; pero poro a poco fueron tomando color y dibujándose como si
un pincel invisible les hubiera ido dando colorido y animación.
Un conocido escritor
compara este fenómeno a "una melodía magnífica que comenzara por dejarse
adivinar más bien que sentir, como procedente de una gran distancia; luego el
oído distingue ya los acordes, y al fin encantado con aquella embriagadora
armonía, del mismo modo que la vista bañada por la luz celeste, procura
discernir en el conjunto, el tema que se desprende del sonoro acompañamiento”.
Esto mismo nos ocurrió:
pronto distinguimos los pueblos y los caseríos coronados con diademas de
verdura y arrullados con el dulce murmullo de los arroyos y el cantar
continuado de las olas del mar.
Desde aquel sitio
contemplamos el muelle de Santa Cruz y la bahía en cuyas aguas fue derrotado el
gran Nelson perdiendo un brazo y muchos trofeos militares que son otras tantas
reliquias sagradas del amor a la patria y del valor de los hijos de Canarias. A
corta distancia, aunque en posición más alta, aparecía La Laguna como una
respetable matrona recostada en dilatada llanura y rodeada de aldeas y
pueblecitos que parecen como los centinelas avanzados que velan su tranquilo
sueño. Más acá divisamos a la Villa de la Orotava, como la reina de aquel sin
igual valle, cuya fama se ha extendido por el mundo, allí rodeada de jardines,
al pié de elevados pinares, respirando una atmósfera perfumada con el aroma de
sus flores, pasa una vida de placeres como una hurí del paraíso de Mahoma. A
corta distancia vése al Puerto de la Cruz como una bella ninfa bañándose en las
espumas.
Vimos también las demás
poblaciones de la isla irse tiñendo de colores y resplandecer a la luz de la
mañana. Icod coronado de pámpanos y rodeado de bosques. Garachico llorando
sobre sus ruinas el recuerdo de su pasada grandeza, y todas las poblaciones
lindas y blancas como, castas vírgenes que hubiesen acabado de abandonar su
lecho de flores.
La ilusión era completa;
Tenerife se nos mostraba en delicada miniatura, sus numerosos cerros, apenas se
elevaban en la llanura, las palmeras parecían puntos de color oscuro que
esmaltaban los prados y los caseríos, las velas que cruzaban las aguas, lucían
como blancas gaviotas que se balanceaban en las ondas.
Desde allí percibimos
las islas de Gran Canaria que iluminada más inmediatamente por el sol, pareció
una montaña de oro y zafir; La Palma con sus elevadas cumbres que se perdían en
el resplandeciente azul de la celeste bóveda. Más lejos Lanzarote que apenas
vislumbrábamos entre lejanas nubes y casi a nuestra espalda La Gomera y El
Hierro como delicadas sirenas que se ocultaban a la sombra del Teide, para no
recibir los ardientes rayos del naciente Febo.
Cierto acontecimiento
imprevisto nos vino a distraer de tales contemplaciones. Uno de nuestros
criados se había sentado sin precaución en un pequeño respiradero, de los que
en aquel paraje abundan, y en contacto directo con las diversas sustancias que
forman la costra del volcán; cuando al levantarse notó que el pantalón se había
quedado en el asiento, accidente por demás cómico y que nos hizo reír. En
efecto, aquellas sustancias sumamente corrosivas, destruyen fácilmente los
tejidos orgánicos que aquella vez fueron los vestidos de nuestro admirado
servidor. Con este motivo nos fijamos cuidadosamente en la estructura de aquel
volcán donde la respiración era difícil a causa de1 enrarecimiento del aire y
perjudicial por los muchos respiraderos de gases nocivos que en su cima se
nota.
George Graham-Toler: El Teide. Ca. 1880
V
Después de haber
permanecido largo rato admirando los dones sin cuento de la naturaleza, y haber
contemplado los espectáculos indescriptibles de que dejo hecha mención,
volvimos nuestros ojos al sitio en que nos hallábamos y examinamos
cuidadosamente aquella cima.
El Teide termina en una
especie de corona de enormes peñascos colocados en los bordes de una concavidad
llamada Caldera, situada en un plano inclinado hacia el oeste. Su forma es
elíptica, y en su centro se ven varias rocas y algunos respiraderos que
despiden un humo sutilísimo.
Cuando fijamos nuestra
atención, oímos un ruido sordo y lejano, como el de las enfurecidas olas del
mar al romperse en las costas y que parecía producido por sustancias en
ebullición en el fondo del volcán.
¡Oh! Qué bello es el
Teide cuando en invierno se viste su nívea túnica, o en verano se cubre de
rosas al caer de la tarde, pero ¡qué terribles son sus iras y cuántas lágrimas
ha hecho verter cuando coronándose de fuego arroja torrentes de lava que
destruyen cuanto encuentran a su paso!
El Teide es un volcán en
actividad, y de su potencia son testigo las terribles erupciones que han convertido
campos verdes y floridos, y aldeas risueñas, en un montón de tristes ruinas,
donde nada arraiga.
Los alrededores de la Caldera están recubierlos de una materia
rojiza, compuesta de diversas sales sumamente corrosivas; a su contacto la piel
toma un color amarillento y la epidermis se destruye. El azufre nativo y sus
compuestos existen allí en abundancia; basta levantar una piedra para encontrar
cristalizaciones magníficas, formando caprichosas figuras, teñidas de colores
varios desde el amarillo limón, al verde, azul y blanco. En el centro de la
caldera se hallan en bastante abundancia minas de azufre puro, cosa que puede
observarse con sólo remover una de ellas.
Hay muchos respiraderos
en toda la parte que hemos llamado El Pan
de Azúcar, algunos que arrojan un humo apenas visible y sólo a intervalos,
mientras otros arrojan espirales más frecuentes y en mayor cantidad. Para que
pueda formarse idea del calor que desprende este volcán de su seno, diré que
habiendo aplicado el termómetro a un respiradero de los más pequeños, durante
medio minuto, subió 30 º centígrados.
Pero el calor se hacía
insoportable, y a eso de las ocho dimos un ¡adiós! A aquel sitio desde donde
habíamos experimentado tales sensaciones que jamás podrán borrarse de nuestra
memoria.
Uno de mis compañeros se
empeñó en aumentar un pie más la altura del gran monte, y para ello colocó
sobre la roca más alta una piedra de aquella dimensión próximamente, lo cual
verificado, principiamos a descender resbalándonos por la superficie del Pan de Azúcar, y provistos después de
nuestras lanzas, fuimos bajando por aquel océano inmenso de piedras volcánicas.
Como a la mitad del
camino que hay entre la cima del volcán y la Estancia de los Ingleses, se encuentra la famosa Cueva del Hielo. Esta es un espacio
rectangular de paredes compactas que impiden la excesiva filtración y que es lo
raro en medio de tantas grietas como por todos lados la rodean. Examinamos la
referida cueva por una abertura cuadrada que se halla junto al techo, y vimos
que contenía una cantidad de agua y varios trozos de hielo, arrojamos algunas
piedras, y el sonido prolongado que producían al chocar con el líquido nos
demostró que había una considerable cantidad de agua en aquel singular
receptáculo.
Desde el techo pendían
lágrimas y carámbanos de hielo que producían bellísimo efecto. Muchas fábulas
se han inventado acerca de esta cueva; quién ha dicho que su fondo no ha podido
ser medido por la sonda, quién que las aguas en ella contenidas sufren la
influencia del flujo y el reflujo del mar, pero todo esto es fantástico,
inspirado quizás por la situación verdaderamente rara de aquel singular
depósito.
George Graham-Toler: Cumbre del Teide. Ca. 1880 |
Continuamos nuestro
descenso hasta que llegamos al paraje donde habíamos dejado las cabalgaduras,
allí reanimamos las ya decaídas fuerzas, y a las diez de la mañana
atravesábamos El Monte de Trigo. Poco
después entramos en Las Cañadas, y
nada de cuanto yo pudiera decir podrá dar una idea del sofocante calor que allí
experimentamos. El sol desde el cenit nos enviaba perpendicularmente sus rayos
de fuego y no podíamos guarecernos absolutamente en ningún sitio donde hubiera
sombra. El termómetro marcaba 45° c. y eran las doce de la mañana.
Al pasar por cerca de un
grupo de retamas, vimos varias aves de rapiña que alzaron su silencioso y
pausado vuelo, proyectando movibles figuras de sombra en aquellos arenales.
Estaban devorando el cuerpo de un cabrito que parecía haber muerto la noche
anterior, y mientras un pastor de aquellos contornos, que era nuestro guía,
atribuía tan funesto suceso a la intervención del diablo que había estado
suelto; uno de mis amigos creía tal acontecimiento castigo providencial por lo
siguiente.
Sucedió que la tarde anterior ya al oscurecer,
cruzaba un rebaño en busca de sus albergues, y se nos ocurrió matar un
cabritillo para asarlo con ramas secas de retama, pues dicen que es vianda asaz
rica. Propusímosle al pastor que nos guiaba, la captura de uno de aquellos
animalitos y él por razones que no pudimos comprender, fingió acceder a nuestra
pretención y marchó resuelto hacia el rebaño que se alejaba. Mas al poco
comprendimos la intención de nuestro guía, y uno de mis compañeros ofreció ser
él quien había de traer tan codiciada presa. Era graciosa la figura de nuestra
amigo, que llevaba por comodidad unas babuchas y un gorro moruno, corriendo por
aquellos arenales tras el rebaño.
Como era consiguiente,
no fue posible coger el deseado cabrito, y si chasco habíamos recibido con el
pastor, no fue pequeño el petardo que nos dio nuestro amigo al volver con las.
manos vacías, culpando al guía que a su vez se disculpaba achacando a la
incompetencia del improvisado cazador el fiasco que sufrieron nuestros deseos.
Como Dios nos ayudó,
pudimos resistir aquella fuerte temperatura, bajo la influencia directa del
sol, y ya cruzadas Las Cañadas
rodeamos La Fortaleza, comenzando a
bajar la parte más escabrosa y difícil de todo el camino que anduvimos
montados, cual es la que se extiende desde este último sitio a La Fuente de Pedro, pero nada ocurrió de
particular y pudimos descansar algunos momentos a nuestra bajada, para
emprender a las cuatro de la tarde el final de nuestro viaje.
Al poco tiempo
penetramos en un bosque de pinos que con sus hojas y ramaje nos proporcionaron
codiciada sombra, y ya por estos parajes el cuadro varió por completo. Los pájaros
del monte volaban en bandadas delante de nosotros, a veces por entre las ramas
de los altos pinos divisábamos al Teide que se alejaba por instantes, ya
veíamos su cúspide que se perdía en las nubes, ya sus quebrados flancos que
parecían inaccesibles a la planta del hombre y a nuestros pies una alfombra de
pequeñas matas esmaltadas por florecillas de sencilla corola y que suelen
llamar las gentes de aquellos contornos «rosas del monte».
Subiendo pequeños
cerros, y descendiendo luego a diminutos y encantadores valles, pero siempre
bajo una bóveda de verde ramaje, íbamos acercándonos más y más al punto desde donde partimos. Casi todos mis compañeros,
aficionados a la caza, relataban mil aventuras acaecidas en aquellos sitios,
otros recordaban las impresiones experimentadas hacía poco, y todos estábamos
contentos por el feliz resultado de la expedición.
La tarde expiraba en los
brazos de la reina de las sombras; a través de los pinos, de los laureles y los
sauces contemplábamos ligeras gasas de dorada púrpura con que el sol poniente
envuelve a la naturaleza antes de traspasar el horizonte; los capirotes [*] de
sonoro canto, los jilgueros y los canarios se guarecían en sus nidos,
despidiéndose del expirante día con inspirados trinos; los trabajadores que se
retiraban de sus faenas y el hálito embalsamado de las flores, contemplaban el
cuadro de esas tardes estivales que todos hemos contemplado y que tanta belleza
y melancolía encierra.
Cuando salimos del
bosque, ya la luna derramaba sobre la tierra la plateada lluvia de sus rayos, y
a eso de dos kilómetros de la población de donde partimos, encontramos a
nuestros amigos que salieron a recibirnos y felicitarnos por el éxito de
nuestro viaje.
Todos nos exigían
relaciones de lo que habíamos visto, de los panoramas que contemplamos; mas,
rendido de cansancio hube de ofrecerles escribir mis impresiones, y a esta
promesa obedece el ligero relato que constituyen estos renglones.
No concluiré sin enviar
un recuerdo a mis queridos amigos y compañeros de viaje, jóvenes amantes de la
Ciencia y que mostraron empeño y complacencia en contemplar los misterios de la
Naturaleza [**].
Vicente de la Peña
[*] Pájaro de Canarias, cuyo canto es muy
parecido al del ruiseñor.
[**] Estos distinguidos jóvenes fueron Mateo
Alonso del Castillo, Juan Torres, Francisco Fleitas, Venancio Velázquez y Juan
de la Peña.
La Unión
Lagunera.
Laguna de Tenerife, 13, 21 y 27 de febrero y 2 de marzo de 1879.
notas
[1] Parroquia de Nuestra Señora de la
Concepción. La Orotava. Libro vi de Matrimonios, f. 46v. Partida de matrimonio
de Francisco Martín, hijo de Domingo
Martín y Josefa de Acevedo, natural de Garachico, con María Francisca González,
natural de La Orotava, hija de José González Peña y Josefa Francisca Gordillo,
que lo son de Icod, en 8 de marzo de 1761.
Véase Martínez de la Peña, Domingo: La Casa Real
de Daute. Los Ibaute y sus descendientes. Santa Cruz de Tenerife, 1997, p. 52.
[2] Parroquia de San Marcos. Icod de los Vinos.
Libro xxiv de Bautismos, f. 219v. Partida de bautismo de Vicente Antonio Felipe de Gracia, hijo de don Juan de la Peña y
Hernández y de doña Ana Real y Real. Abuelos paternos, don Domingo Martínez de
la Peña y doña Josefa Hernández; maternos, don Manuel Real y doña Inés Real,
naturales y vecinos de dicho pueblo excepto la madre del niño y abuelos
maternos que lo son del Puerto de la Orotava y la abuela paterna de Garachico.
Una copia literal se conserva en el Archivo Histórico del Instituto de
Canarias-Cabrera Pinto, en su expediente personal.
[3] Archivo Histórico Nacional. Universidades,
4570. Exp. 22 y 5997, Exp. 5.
[4] Mateo Alonso del Castillo y Pérez fue uno de
los integrantes de la excursión al Teide cuyo relato publicamos ahora. Como
quiera que también escribió sus propias impresiones sobre la misma, publicadas
en un periódico de Alicante en septiembre de 1886 y recogidas con el título “El
Teide”, en su obra Verso y Prosa,
publicada por la imprenta de Narciso de Vera en La Laguna de Tenerife, en 1924,
dejamos para otra entrega de esta serie de expedicionarios al Pico de Tenerife,
su biografía y la publicación del texto íntegro.
Carmen Cólogan: Lorenzo García Beltrán. 2008. |
[5] Lorenzo García Beltrán nació en La Orotava
el 17 y fue bautizado en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción el 23
de septiembre de 1853, como hijo legítimo de don Sebastián García Rivero y de
doña Rita Beltrán Estévez. Fueron sus abuelos paternos, don Bernardo García
Mahony y doña Gervasia Rivero y, los maternos, don Lorenzo Beltrán Ramírez y
doña Gregoria Estévez del Sacramento, hermana entera de don Fernando, célebre
escultor [Libro xxii de Bautismos, f. 130]. Era pues, dos años mayor que
Vicente Martínez de la Peña. Licenciado en Derecho Civil y Canónico por la
Universidad Central de Madrid [1875-1878], durante su larga carrera profesional
y política obtuvo los cargos de magistrado de audiencia territorial, diputado a
cortes, director general de Establecimientos Penitenciarios, jefe de
contabilidad de la dirección general de Prisiones y jefe de administración
civil de primera clase. Fue asimismo secretario particular de Aureliano Linares
Rivas, ministro de Fomento. Isaac Viera trazó una semblanza suya en su libro de
1898, Vidas Ajenas, reeditado por el
Cabildo de Tenerife en 2008 con el título: Vidas
Ajenas. Homenaje a Isaac Viera. Para la biografía de este reputado
orotavense véase también: “Don Lorenzo García Beltrán”. La Semana. Santa Cruz de Tenerife, 8 de abril de 1905 y Luque
Hernández, Antonio: La Orotava, corazón
de Tenerife. Excmo. Ayuntamiento de La Orotava, 1998, pp. 304-305.
[6] Véase Rodríguez Mesa, M.: Desde el Falansterio al Liceo de Taoro.
Gráficas Tenerife Ediciones. Santa Cruz de Tenerife, 1984.
[7]El matrimonio tuvo lugar en la parroquia de
San Marcos el 30 de octubre de 1878 [Libro ix de Casamientos, f. 206, citado
por Rodríguez Mesa en su trabajo] y de él nacieron, al menos, dos hijas,
llamadas Cándida y Dolores Martínez de la Peña y Fleytas. Fallecida ésta última
el 17 de septiembre de 1890, El Valle de
la Orotava, en su edición del día 26 inmediato, se refiere a la ceremonia
de su entierro en estos términos:
Por la anticipación con que tenemos que escribir las
cuartillas de nuestro periódico, no nos fue posible dar cuenta en el número
anterior de los actos que tuvieron lugar después de la muerte de la niña que
llora nuestro estimado amigo D. Vicente Martínez de la Peña, de cuyo infausto
suceso nos volvemos a ocupar, aunque con la misma pena que embarga a nuestro
compañero, por haberse realizado algunos de aquellos con un fin noble, digno de
publicidad.
El cadáver de la tierna niña fue conducido en la noche del
17 al pueblo de Icod, donde había de verificarse su sepelio, depositándose en
la casa del hermano de nuestro amigo, D. Juan Martínez de la Peña. La sala
destinada a capilla ardiente hallábase decorada con severa sencillez, rodeando
al descubierto féretro varios candelabros de plata que, a través de espirales
de humo de aromáticos pebetes, lanzaban tenues rayos sobre el cuerpo inerte de
la infeliz Lola, que aún parecía querer levantarse al calor de aquella luz para
enjugar las lágrimas de sus desconsolados padres y reanimarles con suavísimas
caricias.
A las diez y media de la mañana del siguiente día empezaron
las honras fúnebres en la Iglesia parroquial de dicha villa, con verdadera
solemnidad, y dos horas después el clero, con cruz alzada, se dirigió a la
indicada casa de donde procesionalmente salió el cadáver.
En este momento la música de El Liceo de esta población, que
se había trasladado a la de Icod para dar público testimonio al Sr. Peña de la
estimación que le merecen los servicios que ha prestado a la indicada sociedad
durante los varios años que la ha presidido, tocó una sentida marcha, y
concluida ésta, la banda de la Rambla, que también había concurrido
espontáneamente a manifestarle sus simpatías, ejecutó otra, alternando así con
aquella hasta el punto denominado Calvario, de donde el clero retornó a la
Iglesia. La fúnebre comitiva continuó entonces en dirección al cementerio, en
el cual las músicas volvieron a dejar oír sus tristes acordes hasta que el
cadáver fue sepultado en el panteón familiar de sus mayores, en presencia de
todas las personas que de aquella y de esta Villa acudieron a rendir al señor
Martínez ese tributo de consideración.
Si en tales casos puede existir algún motivo de consuelo
para los padres que lloran la eterna ausencia de uno de sus queridos hijos, por
seguro tenemos que lo sentirá nuestro amigo con las manifestaciones de cariñoso
respeto que acaba de recibir.
Véase también: Boletín Oficial de Canarias, 9 de
febrero de 1885. En sesión ordinaria del ayuntamiento de La Orotava, de 4 de diciembre
de 1884, se tomó el acuerdo de nombrar notario de la confianza de dicha
corporación a don Vicente Martínez de la Peña Real para todos los negocios en
que fuera necesaria su intervención.
[8] Rodríguez Mesa, M.: op. cit.
[9] Rodríguez Mesa, M.: op. cit.
[10] Rodríguez Mesa, M.: op. cit.
[11] Archivo Antonio Lugo Massieu, propiedad de
sus herederos. Agradezco a Nieves y Máximo Martín de Lugo las facilidades que
en su momento me dieron para poder consultarlo.
[12] Archivo parroquial de San Marcos. Libro xxi
de Entierros, f. 207. Partida de defunción de Vicente Martínez de la Peña y
Real, citada por Rodríguez Mesa.
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