A propósito de Alejandro Reino
por
Carlos Gaviño de Franchy
Retratos imaginarios
La serie de infografías que con el expresivo,
desconcertante y críptico título de Los
dinteles de la muerte ha seleccionado para esta muestra el pintor Alejandro
Reino constituye -quiero creer- un inventario amplio y fragmentado de su imaginario
plástico.
Cuando vi por vez primera estas inquietantes
composiciones gráficas recordé de forma inmediata un libro que fue compañero
inseparable de juventud: Retratos
imaginarios de Walter Pater. He releído ahora aquel estupendo texto y
comprobado, no sin asombro, que en esencia permanecen aún sus enseñanzas
inalterables y vívidas como el fresco aliento de los amigos y las amantes,
entre las ruinas de mi memoria.
No alcanzo a discernir porqué estas imágenes
eclécticas, lastradas con el lábil peso del recuerdo
de lo bello, tienen la capacidad de transportarme de nuevo a aquellos
estados emocionales en los que resultaba fácil confundir inteligencia con
belleza, el ser con su retrato, la materia, en fin, con el espíritu,
contribuyendo al trampantojo que ha hecho un unicum del arte y la existencia temporal.
En estos últimos tiempos hemos descarnado los
lenguajes artísticos hasta tal punto que su inmemorial, inevitable y revisada
cocina -ahora a la pàge
y de autor- nos deja
frecuentemente ateridos de frío y más de una vez muertos de hambre.
Los dinteles
de la muerte (2006)
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Pater fue considerado en su época como un hombre encerrado en sí mismo, viviendo
aparte con sus profundas meditaciones y sus intuiciones prodigiosas; amaba
sinceramente, vitalmente la belleza, lejos de toda ambición. Sinceridad, y
desprecio hacia la notoriedad1, son términos que definen la
personalidad del crítico británico y que podrían ser aplicados también a la
trayectoria de Reino, quien ha permanecido voluntariamente al margen del
angustioso tráfico que entorna, como una milenaria maldición, la vida de los
artistas.
Hace algunos meses, con motivo de la edición de su
carpeta de obra gráfica Incisos,
comentábamos: La infrecuente actitud
mantenida durante toda su carrera por Alejandro Reino constituye un caso
aparte, una excepción, pudiera decirse, en el comportamiento a veces habitual
de no pocos artistas contemporáneos preocupados más por situar su obra en el
mercado que por la búsqueda del sosiego necesario para realizarla en plenitud.
Citábamos en aquel texto a dos pintores: Balthus, el inclasificable hermano mayor
de Pierre Klossowski, autor de una obra escueta y huidiza que sin embargo dejó
una huella inalterable en la historia de la pintura de la centuria pasada, y
Claudio Bravo, amigo íntimo de Reino durante la larga estancia de ambos en
Tánger.
Los dinteles
de la muerte (2006)
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Los tres han permanecido alejados de los circuitos
artísticos oficiales. Lejos de las presiones del medio artístico, su obra
escudriñadora de la realidad y su representación, derivó en propuestas diversas
pero hasta cierto punto paralelas y concomitantes. Ahora Reino suspende de
momento el uso de los pinceles tradicionales de cerda para trocarlos por
aquellos otros que la terminología informática denomina digitales, acercando
aún más si cabe el instrumento a las manos del artista.
Los dinteles
de la muerte, es decir, la parte
superior en la que acaban esos espacios -puertas o ventanas- por los que se escapa el hálito de la vida reúne, configura y da cuenta nueva
de un repertorio de temas familiar a la pintura representativa.
La ciudad ha sido revisitada
por el artista empeñado en atrapar su escenografía arquitectónica como
residencia del hombre. Frisos, fajas, cenefas, molduras simples y compuestas,
atauriques y esgrafiados, pedestales y escalinatas sirven, como elementos
decorativos, para fijar la presencia del ser humano en telones de fondo
deslizantes que se desplazan como si los observáramos desde el interior de un
vagón de ferrocarril.
Los ciudadanos, anónimos o públicos, o el resultado
civil de la mezcla de ambos, vestidos o desnudos, han sido captados en
actitudes diversas propias del habitante de la urbe.
Unos piensan ensimismados, otros pasean o beben o
trabajan, tañendo instrumentos musicales, divirtiendo, celando, edificando.
Alguno posa. Todos ellos comparten papel en la trama urbana con anteriores
representaciones históricas o mitológicas de sí mismos por medio de la
estatuaria clásica, y así observan a la secreta Esfinge, indagan en el busto de Baco,
ven precipartse a El Ángel caído, o
se acercan más o menos interesados a La
Historia o a las Cuatro estaciones.
Et omnia
vanitas (2010)
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Otros elementos simbólicos frecuentes en la
retratística del pasado: leones, canes, ánforas, escultura religiosa -en un caso La
Verónica, con su doble carga metafórica- han sido convocados por el pintor a esta cita a ciegas con la historia
del arte.
La serie deviene en un Manual de Composición. La ya larga experiencia pictórica de Reino
le convierte en un consumado tramoyista. Nada escapa a su cuidado, la
disposición de un bodegón, los ambientes insulares petrificados, las escasas
referencias paisajísticas casi siempre referidas a la proximidad del mar, las
cascadas de luz que santifican a algunos de los retratados impregnándolos de
aura vivificante. Todo se halla hilvanado por el filamento de la madeja
compositiva.
Las herramientas elegidas por Alejandro Reino para
llevar a cabo esta obra le liberan de la tiranía artesanal del oficio
pictórico. Largas jornadas de meticulosa paciencia se ven recompensadas ahora
con la inmediatez del lenguaje empleado. Sin merma de la calidad en los
resultados, esta aplicación nueva de sus conocimientos nos permite a sus
seguidores admirar una propuesta más amplia. Se trata de la misma conversación,
en otro idioma.
Et omnia
vanitas (2010)
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El tratamiento del retrato cobra una nueva dimensión
en esta muestra. La imbricación de pintura, fotografía e infografía conforman
un soporte diferente, una suerte de tejido escamoso en el que quedan prendidas
las facetas menos conocidas de los cuerpos y su expresión múltiple y compleja.
Esta combinación argumental y la maestría técnica que sobre los distintos
lenguajes empleados ejerce Reino, concluyen en un discurso inteligente, culto,
tan narrativo como poético, que sitúa al hombre -y al objeto de su representación: el retrato- en medio de la calle.
Reino ha logrado hacer transparentes las máscaras del
Teatro Nô. Son, a un tiempo, seres presentados y representados. Llenos de ese
contenido demasiado humano que todo buen fotógrafo quiere ver desbordarse en
las pupilas de sus modelos.
Elogio del artista acabado
Cuando se
aproxima el momento en que, según lo
proyectado, debe realizar la obra; coge inesperadamente un vericueto, y
descubre que tiene infinitas bifurcaciones más.
Alejandro Reino.
El artista ha de moverse en el límite de los propios
fines, entrever su finalidad última, para dar comienzo a la ejecución de la
obra. En este sentido, poco debiera importar que su vida cotidiana se
encontrara temporalmente en la adolescencia o en la madurez.
Pero cojamos el rábano por las hojas.
Nuestro entorno reciente ha sacralizado banalmente a
la juventud y su fugaz y cegadora presencia. La confusión entre conceptos tales
como belleza y sabiduría ha relegado al ostracismo, cuando no al olvido
definitivo, la hermosura clásica del conocimiento empírico y a sus
detentadores. Oscuros intereses vinculados a las esferas de la política y la
economía, o escandalosamente relacionados con el ineludible atractivo sexual,
han hecho posible que imperen la inexperiencia sufragada, el titubeo aplaudido,
la estulticia alabada.
Et omnia
vanitas (2010)
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Cuando Giovanni Papini publicó Un uomo finito, orillaba la treintena del largo número de años que
conformarían su existencia. Pero llevaba dentro
un hombre dispuesto a vender cara su piel y que quería morir lo más tarde que
fuera posible. Era ya un hombre acabado, terminado, dispuesto para acometer
el gratuito esfuerzo de la realización de la obra de arte.
Casos como los de los poetas franceses Lautrèamont y
Rimbaud o, entre nosotros, el de Félix Francisco Casanova, contradicen la
validez de la experiencia como fuente de saber.
Frecuentes y atribuibles a ese estado combinatorio de
gracia que ha dado en llamarse genialidad, la música nos ha proporcionado
múltiples ejemplos de precocidad artística.
Constituyen,
sin duda, inexplicables excepciones que justifican a Wilde cuando escribe
generalizando y no sin cierta frivolidad:
Nada hay como
la juventud. Los hombres maduros están hipotecados a la vida. Los viejos yacen
arrinconados en el desván de la vida. Pero la juventud es la señora de la vida.
La juventud tiene aguardándola un reino. Todo hombre nace rey, y la mayor parte
mueren en el destierro, como muchos reyes.
De la misma manera que los seres humanos adquieren el
dominio del habla por medio de la práctica, el lenguaje artístico precisa un
ejercicio constante que implica un doloroso gasto de tiempo. Genialidades
aparte, en las artes plásticas no es habitual encontrar obras sólidas
realizadas desde la improvisación del púber desparpajo.
Et omnia
vanitas (2010)
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Así
hemos visto quemarse en el ardiente fuego de su impericia atropellada y
arrogante, generaciones de jóvenes creadores desesperados, más pendientes de
lograr la fama y el bienestar del nombre que en llevar a cabo el nada fácil
trabajo que justificara esas circunstancias.
Alejandro Reino ha recorrido a la inversa los abruptos
caminos de su ya dilatada carrera. Cuando pudo ejercer como artista prematuro
optó por madurar discretamente en torno a aquellos otros que, estimulándolo,
corroboraban su indudable valía. Si las modas aceradas imponían el ejercicio de
la abstracción o la experiencia conceptual, Reino ahondaba por su cuenta en la
figuración presentativa, alejándose de cualquier cómoda posibilidad de fácil
aceptación general. La búsqueda de un amplio lenguaje propio implicaba la
utilización de dialectos mal vistos por la crítica gobernante y eso le obligó a
vivir, permanentemente, al margen de las corrientes plásticas oficiales, en su
guarida intelectual hecha de viejos mármoles desnudos y bronces intemporales, pero
también de crípticas imágenes plenas de inaprensible contemporaneidad.
A diferencia de otros artistas inevitablemente
apegados a la referencia momentánea, a trabajar por revistas, la de Reino es una obra llena de auténticas
referencias cultas —de las que sin embargo abomina—, en la que prevalece el
dulce desasosiego humanista. En su obra los aparentes dictados se tornan en
leve señal indicativa.
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