jueves, 10 de octubre de 2013

Santa Cruz de Tenerife. Un boceto romántico


Santa Cruz de Tenerife
Un boceto romántico
por
Carlos Gaviño de Franchy
 

Anónimo: Plaza del Príncipe. Ca. 1910
Santa Cruz de Tenerife alcanzó el timbre de ciudad en 1859, gracias a la sagacidad catalana del segundo teniente de alcalde, don Agustín Guimerá, que observó con provecho que este título era dado, por error, en algunas órdenes reales al Ayuntamiento de la Villa de Santa Cruz de Santiago. El título, reconocido de hecho según afirma don Alejandro Cioranescu, sólo necesitaba en ese punto una confirmación jurídica. Y esta llegó el 29 de mayo del mismo año avalada por las gestiones del marqués de Casa Laiglesia.


José Vallejo y Galeazzo: 
Victorina Bridoux y Mazzini
Litografia. 1863
El ambiente en el próspero puerto insular lo describe con cierta nostalgia María Rosa Alonso en su En Tenerife una poetisa, Victorina Bridoux y Mazziní [1] haciendo hincapié en una fecha, 1862, año en que la epidemia de fiebre amarilla había diezmado su población y causado la muerte de la autora de Lágrimas y flores [2].

Dieciocho años más tarde, una visión de la misma ciudad nos es ofrecida por quien fuera su alcalde y excelente autor de crónicas llenas de color y entusiasmo: don Francisco Martínez Viera. Recogidos en el volumen que lleva por título El antiguo Santa Cruz, publicado en 1968 por el Instituto de Estudios Canarios, se encuentran varios textos aparecidos en la prensa local en fechas diversas, articulados como capítulos en el libro. “El Santa Cruz de 1880” dedicado a don Ángel Romero Mateos, ilustre pintor, fundador de la empresa de artes gráficas que aún lleva su nombre, nos propone otra fecha, a la que para nuestros fines, conviene añadir una década más: 1859-1886.

No estamos pues en el Santa Cruz plenamente romántico. En todo caso, ese romanticismo se torna tardío o postromántico. Ya se apagan los rescoldos del romanticismo, nos dice María Rosa Alonso en su biografía de la Bridoux. Pero parece cierto que la lejanía geográfica y el apartamiento político que impulsaba aquel ideal calara todavía en épocas muy posteriores a las que, en la historia de la literatura, se suele inscribir esta corriente.


M. de Hebert: Manuel de Oraá y Arcocha
Ca. 1860

En otros aspectos de la actividad artística, podemos comprobar que, si como afirma la doctora Gallardo Peña [3], se debe datar la introducción del clasicismo romántico en la arquitectura tinerfeña con la llegada, en 1847, de don Manuel de Oráa, que con don Lorenzo Pastor de Castro constituyen la primera generación de profesionales divulgadores de este estilo híbrido, es la segunda, formada por Armiño, Maffiote y Cámara, la que le proporciona carta de naturaleza con sus, trabajos realizados entre 1860 y 1875 (4).

Nos ceñimos a estas fechas ya que solo pretendemos hablar de dos recintos decimonónicos ajardinados, en los que vinieron a enfriarse los cálidos vientos del sur africanos del romanticismo insular, tan lejanos de las húmedas grietas de piedra gótica por las que trepa gran parte de la hiedra romántica en otras latitudes europeas.

El primero de ellos es la plaza del Príncipe de Asturias que fue conocida en tiempos de revolución como alameda de la Libertad. El otro, hoy edificio capital en el gobierno del archipiélago, se erigió como sede culta y ambiciosa de la Sociedad Musical Santa Cecilia.

La plaza del Príncipe ha sido evocada por multitud de cronistas santacruceros. Su historia apenas guarda secretos. Acaso los que el olvido vierte sobre sí mismo. Resulta una encantadora contradicción que -discúlpesenos el tópico- la Plaza más romántica de España, al decir del marqués de Lozoya sea, probablemente, una de las construcciones mejor documentadas en los aspectos técnicos y económicos de su fábrica. No podía ser menos en un incipiente puerto cuya burguesía romancesca era hija y hermana de comerciantes. De inteligentes e ilustrados mercaderes. La poesía, una vez más, ha sido escrita en las hojas en blanco de los libros del debe y el haber en desuso.


Anónimo: Plaza del Príncipe. Ca. 1890
Si el ya citado don Francisco Martínez Viera la homenajeó con su recuerdo en octubre de 1960, al cumplir sus primeros cien años, volviendo a traer a su paseo a tantos próceres isleños, si quiera por el corto espacio de tiempo que se tarda en leer su artículo, hace algunos años, en ese monumento del conocimiento de lo local que es la historia de nuestro puerto, el profesor Cioranescu desmenuzó cada uno de los ingredientes que dieron como resultado ese ameno lugar que hizo escribir a Jules Leclercq, en 1879 detrás de la Iglesia de San Francisco, hay un paseo que no se parece a ningún otro. No hay en España Alameda comparable. Ni el Prado de Madrid, ni el Cristina de Sevilla, ni los Cascine de Florencia admiten comparación. Este paseo, verdadero Jardín de Armida, se llama Plaza del Príncipe. Está sombreado por magníficos laureles de Indias que, en pocos años, han alcanzado la altura de nuestros robles. Esta es la perla de Santa Cruz.


Anónimo: Plaza del Príncipe. Ca. 1890
Constituye una constante en todos los libros de viaje la descripción asombrada de nuestras mujeres, observadas si se quiere con sorpresa, al no encontrar en ellas algunas de las características que la proximidad del continente africano debiera marcar, presumiblemente, en sus rasgos fisonómicos. Y Leclercq se exalta, alejadas sus preocupaciones raciales, antes los cimbreantes talles, la prestancia y las cabelleras criollas de las damas que pasean en la Plaza al atardecer, cuando ceden los rigores de la canícula, escotadas, con los brazos desnudos bajo la mantilla prendida a la peineta de carey. ¿Será que sólo hay mujeres lindas en la Plaza del Príncipe? ¿O será que mantienen ocultas a las feas? Se pregunta el belga impertinente.

Allí, al fresco, le han presentado a todos los notables del lugar. He tomado —son sus palabras— un número incalculable de helados. Y es que aún estaba intacta la Cueva del Hielo, en la cima del Teide. La inteligencia imprudente no había deteriorado para siempre su lecho de cuarzo gélido y bajaban los cristales de agua congelada refrescando los lomos de las mulas para mitigar el calor de los chicharreros.


Jules Leclercq: Voyage aus Iles Fortunées
París, 1880
Santa Cruz es el Chicharrero de Tenerife. Dumont d'Urville, Alejandro von Humboldt y otros viajeros que recorrieron las zonas más tórridas del mundo, declararon que este lugar es atrozmente agobiante. ¡Y yo he venido a caer aquí en pleno verano! Se queja Leclerqc.

Quizá proceda de esta definición de nuestra ciudad como chicharrero, lugar en extremo caluroso, el nombre que se ha dado a sus habitantes y por extensión, en los últimos tiempos, a los naturales de la isla de Tenerife. Pero hay quienes prefieren hacerlo venir de aquellos que ejercían, tiznados por las antorchas, el oficio de pescador nocturno del suculento y humilde jurel.

En este periodo de casi cuarenta años, cuatro hitos han diseñado el marco económico del Archipiélago. En 1852 es aprobada la Ley de Puertos Francos. A comienzos de los setenta cae sin remedio el comercio de la cochinilla y una década después vuelve a incurrirse en el error de los monocultivos con la introducción, por parte de don Luis Yeoward, del plátano en gran escala y luego, el del tomate con don Enrique Wolfson como impulsor.

La influencia inglesa en las islas es notable. La libra esterlina es moneda corriente. El sistema de pesas y medidas es asimismo mixto pero tendenciosamente sajón. En el Valle de la Orotava se produce un asentamiento cada vez mayor y definitivo de británicos que llegan a la isla con la esperanza de recuperar la salud —minada en el trasiego  mercantil y las guerras coloniales— con solo habitar su sanísimo clima.

En Santa Cruz se siente su fuerte presencia desde los buenos tiempos de la exportación del malvasía y la cochinilla. Lo inglés, soberbiamente descrito luego en Las Palmas de Gran Canaria por Alonso Quesada, impregna la vida burguesa de la ciudad. La gastronomía, la etiqueta y la moda masculina resultan influenciadas por el contacto aquí, tanto como por la formación recibida por parte de la juventud pudiente en el extranjero. La lejanía de Europa hace que a la hora de elegir dé igual estudiar en Gran Bretaña, Italia, Francia o en la Península. Si sumamos a ello que un elevado número de estas familias tiene sus orígenes en comerciantes transterrados a este puerto, verificamos ese aire cosmopolita que refresca el provincianismo de nuestras clases media y alta románticas.

Santos María Pego: Domingo Serís-Granier.
Ca. 1865
    
La Plaza entoldada por los laureles de Indias que trajera en el bergantín El Guanche don Domingo Serís Granier, desde el puerto de Campeche, es un jardín en el que se discute animadamente o se susurra en varias lenguas. He conocido encantadoras señoritas algunas de las cuales se expresan muy correctamente en francés. Pero yo prefiero oírlas hablar la bella lengua castellana que emplean con tanta gracia y nobleza nos cuenta Leclerqc.

El mismo don Domingo, experto marino, había adquirido un apellido netamente canario en este Puerto, apelativo que su hijo don Imeldo, marqués de Villasegura, hizo famoso por el alcance de sus logros en la política nacional y su generoso y constante recuerdo para con la ciudad que lo vio nacer. El abuelo, Antoine Dominique Granier, era originario de Six Fours en Tolón, y fue uno de los. prisioneros franceses desterrados a esta isla en el transcurso de las guerras napoleónicas. Una mala lectura convirtió en apellido del nieto, el nombre de pila —Ceri, Cheri, es querido, como Desiré es deseado— del abuelo.

Pero volvamos a los cimientos, durante años inseguros, de la plaza. Todos, cronistas e historiadores, desde Martínez Viera a la doctora Carmen Fraga, el profesor Cioranescu a la también doctora Candelaria Hernández coinciden en datar su fundación el día de la Concepción del año 1857, en que la escuadra de bomberos, al mando del arquitecto provincial señor Oraá, y tras las gestiones de compra llevadas a cabo por el alcalde don Bernabé Rodríguez, al regresar de la función religiosa en la parroquia matriz, procedió a derribar la tapia que daba a la calle del Norte. El gobernador civil propuso un nombre para la alameda: el de Príncipe de Asturias. Tres días antes había llegado la noticia del nacimiento del infante que luego sería Don Alfonso XII. Se aceptó unánimemente la propuesta, nos dice Martínez Viera y acto seguido fue colgada una tablilla de un árbol en la que se leía: Plaza del Príncipe. Diciembre de 1857.


Roberto Miranda: 
José Luis de Miranda Sánchez
Grafito. 2012
Sin embargo, y, a pesar de haber sido la entusiasta corporación presidida por don Bernabé Rodríguez [7] la que logró formalmente adquirir el solar del viejo huerto de los frailes franciscanos, la iniciativa procedía de su antecesor en el cargo don José Luis de Miranda, el alcalde de varios y largos mandatos que enriqueció el escudo de la ciudad con la Gran Cruz de la Orden de Beneficencia como recompensa por el comportamiento humanitario de sus habitantes ante la adversidad de la epidemia de fiebre amarilla, el que encargó en 1866 los plantones de los laureles a Serís Granier y que luchó de forma denodada por dotar a su ciudad con un teatro espacioso y digno [8]. Los planos fueron encargados al arquitecto don Manuel de Oraá y Arcocha, y las escaleras de acceso fueron realizadas por don Pedro Maffiote y don Ángel Gámez y Real, este último, gerente de la Sociedad Constructora de Edificios Urbanos, que más tarde llevaría a efecto el progresivo ensanche de la ciudad desde la calle del Norte a la plaza de Weyler [9].

Y el jardín fue embelleciéndose con el concurso de todos. El rico indiano don Manuel García Calveras, abuelo del Pintor Pedro de Guezala, regaló las estatuas de La Primavera y El Verano que adornan su puerta norte, encargadas a un taller genovés por el Ayuntamiento y que a juicio del doctor Hernández Perera fueron talladas con blandura y esfumato y denotan el tono anodino e insulso en que se estanca la producción ligur, en esa época demasiado solicitada para románticos monumentos sepulcrales [10].

Anónimo: Ángel Gámez y Real. Ca. 1860
Santos María Pego: Manuel García Calveras. Ca. 1865
Las rifas y verbenas celebradas en la plaza con motivo de la fiesta del 25 de Julio, producían variados pero sustanciosos ingresos que se destinaban a su ornato. Y así tuvo reja de hierro con aquella manía de la época de cerrarlo todo que observa Cioranescu y fuente del mismo metal, traída de Londres y fabricada en Derby, cuya colocación tuvo lugar el 12 de enero de 1871.

Así fue admirada por cuantos aportaban a Santa Cruz. Rene Vernau, en quien siempre hemos visto a un enamorado impenitente y celoso de la bella ciudad de Canaria, que obsequió habitualmente con todo tipo de críticas y afeamientos a este puerto e incluso a la isla de Tenerife, no pudo menos que comentar, tras haber encontrado nuestras dos iglesias de muy mal gusto, y una casa sucia y sin adornos a la que llamábamos teatro que existe un encantador paseo en el centro, la Plaza del Príncipe, que es lugar donde se reúne, por la tarde, toda la aristocracia de la ciudad y donde se puede entrever, en una media oscuridad, las jóvenes señoritas que no exponen jamás durante el día, su pálida tez a los ardores del sol [11].

El capitán del primer regimiento de la India A. Burton Ellis, al parecer hombre rudo y abstemio, en su libro titulado West African Island, vio la Alameda como un curioso y pequeño lugar, de unas cincuenta yardas cuadradas, provisto de asientos, árboles, flores subtropicales y una fuente. Su principal atractivo, continúa, a los ojos de los nativos, parece ser una especie de templo, con vidrieras y pinturas llamativas, donde el sumo sacerdote que lo preside vende a sus fieles venenos en forma de eau d'or, absenta y parfait amour. Aquí también se puede ver al travieso español disfrutando muy tristemente con su esposa o la esposa de otra persona, dando vueltas y vueltas por el suelo cubierto de grava, con un aire severo y austero, como si las penas de la vida fueran demasiado para él. Incluso los niños pequeños tiene algo de ese carácter pesimista y uno nunca los ve divertirse, corriendo, riendo y jugando, como los niños ingleses. Se pasean arriba y abajo con lo más selecto de su guardarropa como hombres y mujeres prematuros, y las niñas pequeñas manejan los abanicos e imitan los aires coquetos de sus mayores como si hubiesen nacido de esa manera. No es agradable, prosigue, contemplar esa clase de presumida precocidad en niños y cuando veo a un joven español, de la madura edad de nueve o diez años, hacer zalamerías y encorvarse ante la mano de una mujer lo suficientemente vieja para ser su abuela, con su mano en el corazón y una expresión blasé en la cara, siempre me siento inclinado a darle un cachete [12]. Esta larga perorata sobre la psicología infantil de nuestros, al parecer, afectados mayores, no impidió que el capitán Ellis tomará la determinación de quedarse en Santa Cruz y reposar para siempre en su chercha, tal y como podrán comprobar quienes lean al profesor García Pérez [13].
Anónimo: Cementerio de San Rafael y San Roque. Ca. 1900
El paso del tiempo fue otorgando a la plaza peculiaridades, algunas de las cuales, sedimentadas, permanecieron y otras, tras alguna mudanza, volvieron a sus lugares o desaparecieron. Los jarrones de la baranda y el templete de la música colocados en los comienzos del siglo y de factura duradera aún se conservan, a pesar de que gran parte de aquellos sean otros. Los quioscos de madera —en el de la prensa se recibió en 1883 el primer telegrama enviad a la provincia— desaparecieron y fueron sustituidos  por otros que en absoluto desmerecen la elegancia y el porte de la Plaza.

Cuando niños, la plaza había perdido parte de sus encantos y los parterres de césped quedaban destruidos sistemáticamente al término de las Fiestas de Invierno, eufemismo con que se denominaba a los prohibidos carnavales. Había un bar con terraza envejecida, tinglado de canalón plástico y un televisor siempre encendido, ante el que se entretenían algunos ancianos jubilados. Los maleantes rondaban la zona mas sombría de la plaza en la que se decía que practicaban una horticultura clandestina en pequeñas plantaciones de marihuana. A esta fecha corresponde una afirmación veladamente irónica del profesor Cioranescu: Este paseo, decía en 1881, don Pedro Mariano Ramírez es digno de las primeras capitales. Lo que parecía en 1881 no es cierto ahora, su espacio parece en este momento indigno de Santa Cruz. y se le está preparando un porvenir más brillante, de hormigón armado y vidrio compacto, con fuentes de luces cambiantes, salas de fiesta y jardín japonés. Afortunadamente no fue así. La Plaza, hace ya algunos años, volvió a ser, más o menos, la de siempre. Sigue tocando la banda como hace ciento cincuenta años años. Se expenden parecidos venenos, a pesar de que no queden descendientes de aquellos cursis descritos por el capitán Ellis que bebían, eau d'or y parfait amour. Y los laureles, aquejados por mil dolencias, siguen abrazando su húmedo clima mínimo. Nuestros hijos ya han disfrutado de ella, es obligación nuestra que la conozcan los suyos.

De paso hacia la calle del Pilar —hoy de Teobaldo Power— cruzamos la del Norte, camino del callejón del Judío. Pero a lo lejos, en el margen izquierdo del barranco de Santos, divisamos una comitiva enlutada.

No hemos hablado de los habitantes de la plaza, ni lo haremos de los aficionados a la música, socios de Santa Cecilia. Tan sólo de algunos viajeros y otros individuos que en función de su cargo o título profesional tuvieron una participación esencial en su hechura. Pero de personas, de personajes románticos, no hemos hablado.


Anónimo: Manuel Marrero y Torres
Litografía. Ca. 1860
Y vamos a hacer una salvedad, un corto homenaje a uno de ellos que los identifique a todos: el poeta tipógrafo don Manuel Marrero y Torres. Aquel es su entierro.

Nacido en Santa Cruz de Tenerife, el 27 de septiembre de 1823, pobre y oscuro, dice Dugour, a los doce años, entró de meritorio en una imprenta. En poco tiempo superó el aprendizaje y pudo, con el fruto de su trabajo, sostener a su madre viuda y sus hermanos. Se dio a sí mismo una amplia formación humanista, al tiempo que leía a Espronceda y Zorrilla y comenzaba a escribir poesía. Deseoso de apreciar en su pureza a Hugo y Lamartine, emprendió, sólo, el estudio del francés. Pasaban entre tanto los años tristes y melancólicos. Sin amor. En 1850 fue examinado de lengua inglesa, estudios en los que había invertido un año y superó con gran éxito la prueba. Contrajo la tuberculosis y dueño ya de la parte material de la Imprenta Isleña, expiró a las siete y cuarto de la noche del 9 de enero de 1855, abandonando esta vida que fue madrastra para él, sin esfuerzo y sin agonía.

El cortejo fúnebre se aleja de nuestra vista. Entra en el camposanto de San Rafael y San Roque. Al ser depositado el cadáver en el sepulcro fueron leídas, con la emoción que el dolor excitaba en todos los corazones, las composiciones en verso y prosa que sus amigos le dedicaban: Pérez Carrión, Manuel Savoie, Claudio F. Sarmiento, Lentini, José D. Dugour y Victorina Bridoux. Ángela Mazzini, bellísima en su casi ancianidad, apartando el tupido velo de su rostro, recita:

Venid a mí, las que anheláis su gloria,
únase vuestra voz a mi plegaria,
sea la amistad constante a su memoria
leve el polvo en su tumba solitaria.

En el paseo hasta Santa Cecilia nos lamentamos de tala criminal que sufrió, ya en la vigésima centuria, el único ejemplar de baobab que existía en el archipiélago, que causaba admiración a los naturalistas propios y extraños y que fue derribado para ensanchar, algunos centímetros, la calle Adelantado.

1886. Y estamos ante el edificio de Santa Cecilia y nuestra mirada se detiene en el vitral de la puerta. El frente ha sido proyectado por el señor Oraá, castellano de Burgos y caballero de la orden de Santiago, pero constructor al fin. El texto, con el que acabamos, fue redactado para su publicación, en San Cristóbal de la Habana, como homenaje a los albañiles isleños, masones cubanos y canarios, que gritaban silenciosamente las consignas de Libertad, Igualdad y Fraternidad, encerradas en los colores de la escarapela revolucionaria francesa.
El rojo, el azul y el blanco, presentes en las vidrieras de Santa Cecilia y en tantos edificios de las islas y del continente americano, constituían una clave secreta que, sin embargo, por su transparencia, a todos iluminaba.


El secreto transparente

Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Vitral. 2011
       Las viejas casonas de La Habana colonial tamizan la luz auroral del Caribe dejándola pasar, a través del caleidoscopio estático de los hermosísimos, multicolores vitrales. Geometrías floríferas de pétalos de cristal. Sol deshecho en multitud de ramos espectrales.

Pero no creció abandonado al azar este jardín, su frondosa vegetación vítrea. Allí plantaron y cuidaron la flor más rara. Crece escondida en una maraña de significados vulgares.

La flor se encuentra a veces sola, otra, confundida en los ramilletes para que su aroma no sea fácilmente detectado por los que, sin duda, la arrancarían de inmediato.

Es la flor tricolor. La escarapela de la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuyas semillas de arena translúcida sembraron nuestros antepasados albañiles y arquitectos, francmasones.
El rojo, el azul y el blanco.

En la isla de Tenerife, en su Puerto de Santa Cruz de Santiago, otros sabios constructores de los abstracto, los músicos, levantaron una Sociedad de Cultura y Recreo. Eran canarios, eran europeos y americanos, y algunos alternaron su modesto trabajo aquí, con estancias en los horizontes más anchos de la Ópera del Teatro Tacón. Compartían con sus hermanos albañiles los tres deseos fundamentales y dejaron esparcida la semilla de la planta en los vitrales del edificio de Santa Cecilia.
Con el tiempo, el recio caserón —su fachada tan parecida al Templete de la Plaza de Armas, su jardín de sabor colonial, una fresca selva de palmas reales y capas de la reina, hoy torpemente nacionalizadas en tabaibas y raquíticas aulagas— alberga al Parlamento de Canarias. El secreto continúa filtrándose y la luz simbólica salpica los rostros y los gestos. Libertad, fraternidad, igualdad... de frágil vidrio.

Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Fachada principal. 2011

Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Salón de los pasos perdidos. 2011
Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Sala de la Constitución. 2011





[1] Alonso, María Rosa: En Tenerife una poetisa. Victorino Bridoux y Mazzini. 1835-1862. Librería Hespérides. Santa Cruz de Tenerife. 1940.
[2] Bridoux y Mazzini de Domínguez, Victorina: Lágrimas y Flores. Santa Cruz de Tenerife. Tomo i, 1863 y Tomo ii, 1864.
[3] Gallardo Peña, María: El clasicismo romántico en Santa Cruz de Tenerife. Aula de Cultura de Tenerife. 1992.
[4] Sobre Manuel de Oráa véase: Fraga González, Carmen: El arquitecto don Manuel de Oráa y Arcocha. 1822-1889. Instituto de Estudios Canarios. La Laguna. Tenerife. 1999.
Para conocer la obra de don Lorenzo Pastor de Castro, don Vicente Alonso de Armiño, don Pedro Maffiotte y don Menandro de Cámara, vid. Hernández Rodríguez, María Candelaria: Los Maestros de Obras en las Canarias Occidentales. 1785-1940. Aula de Cultura de Tenerife. 1992.
[5] Leclercq, Jules: Voyage aux Iles Fortunes. Le Pic de Ténériffe et les Canaries. París. 1880. Existe una traducción de Ángel Hernández: Viaje a las Islas Afortunadas. Cartas desde las Canarias en 1879. Viceconsejería de Cultura y Deportes. Gobierno de Canarias. 1990.
[6] Ceri Granier o Grenier fue casado en Tolón con Margarita Paulet. Su hijo Antoine Dominique Ceri Grahíer, el primer Serís, casó en la parroquia de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife con doña María del Carmen de Figueroa y Linares el 4 de febrero de
1822. Fueron sus hijos don Domingo Seris-Granier, casado en la misma localidad e iglesia el 14 de agosto de 1846 con doña Manuela Blanco y Pestana; don José, doña María de la Concepción; don Gregorio; doña Leoncia y don Julio Serís. Archivo Histórico Provincial de
Santa Cruz de Tenerife. Tutoría de los menores hijos de don Antonio Domingo Serís Granier, ante Manuel del Castillo. Pn.1919 f. 454 y ss.
[7] Guimerá Peraza, Marcos: Bernabé Rodríguez Pastrana. 1824-1892. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 1988.
[8] Sobre don José Luis de Miranda y Sánchez, vid., Fernández de Bethencourt, Francisco et alt: Nobiliario y Blasón de Canarias. Tomo iv. La Laguna de Tenerife. 1959.
(9) Don Ángel Gámez y Real nació en el Puerto de La Orotava y fue bautizado en la parroquia de Nuestra Señora de la Peña de Francia el 5 de octubre de 1817, hijo de don
Domingo de Gámez y Abreu y de doña Bernarda Real y Perera. Marino en su juventud, fue luego un activo constructor, gerente de la Sociedad Constructora de Edificios Urbanos y político de filiación republicana y demócrata progresista. Formó parte de la Junta Suprema
de Gobierno de Canarias en 1868. Sobre don Ángel Gámez., vid., Sánchez de Enciso, Alberto: Republicanismo y republicanos durante el Sexenio Revolucionario. El caso tinerfeño. Cabildo Insular de Gran Canaria. 1991; Villalba Hervás, Miguel: Una página de la historia política de las Islas Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1870; Hernández Rodríguez, María Candelaria: Los Maestros de Obras en las Canarias Occidentales. 1785-1940. Aula de Cultura de Tenerife. 1992; Fernández de Bethencourt, Francisco et alt: Nobiliario y Blasón de Canarias. Tomo ii. La Laguna de Tenerife. 1954, p. 476.
[10] Hernández Perera, Jesús; “Esculturas genovesas en Tenerife”. Separata del Anuario de Estudios Atlánticos. Madrid-Las Palmas. 1961.
[11] Verrnau, Rene. Cinq annes de séjour aux Iles Canaries. París. 1891.
[12)] Ellis, A. B.: Islas de África Occcidental. Gran Canaria y Tenerife. Traducción de José Antonio Delgado Luis. Cabildo de Tenerife. 1993.
[13] García Pérez, José Luis: Viajeros ingleses en las Islas Canarias, durante el siglo XIX. Caja General de Ahorros de Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1998. Chercha, del inglés church, iglesia, fue el nombre dado por los santacruceros a la zona del cementerio donde eran inhumados los protestantes y, en general, todos aquellos que no eran católicos practicantes.
[14] Cioranescu, Alejandro: Historia de Santa Cruz de Tenerife. Caja General de Ahorros de Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1977.


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