Santa Cruz
de Tenerife
Un boceto
romántico
por
Carlos
Gaviño de Franchy
Santa Cruz de Tenerife alcanzó el
timbre de ciudad en 1859, gracias a la sagacidad catalana del segundo teniente
de alcalde, don Agustín Guimerá, que observó con provecho que este título era
dado, por error, en algunas órdenes reales al Ayuntamiento de la Villa de Santa
Cruz de Santiago. El título, reconocido de hecho según afirma don Alejandro
Cioranescu, sólo necesitaba en ese punto una confirmación jurídica. Y esta
llegó el 29 de mayo del mismo año avalada por las gestiones del marqués de Casa
Laiglesia.
José Vallejo y Galeazzo:
Victorina Bridoux y Mazzini. Litografia. 1863 |
El ambiente en el próspero puerto
insular lo describe con cierta nostalgia María Rosa Alonso en su En Tenerife una poetisa, Victorina Bridoux y
Mazziní [1] haciendo hincapié en una fecha, 1862, año en que la epidemia de
fiebre amarilla había diezmado su población y causado la muerte de la autora de
Lágrimas y flores [2].
Dieciocho años más tarde, una visión
de la misma ciudad nos es ofrecida por quien fuera su alcalde y excelente autor
de crónicas llenas de color y entusiasmo: don Francisco Martínez Viera.
Recogidos en el volumen que lleva por título El antiguo Santa Cruz, publicado en 1968 por el Instituto de
Estudios Canarios, se encuentran varios textos aparecidos en la prensa local en
fechas diversas, articulados como capítulos en el libro. “El Santa Cruz de
1880” dedicado a don Ángel Romero Mateos, ilustre pintor, fundador de la
empresa de artes gráficas que aún lleva su nombre, nos propone otra fecha, a la
que para nuestros fines, conviene añadir una década más: 1859-1886.
No estamos pues en el Santa Cruz
plenamente romántico. En todo caso, ese romanticismo se torna tardío o
postromántico. Ya se apagan los rescoldos
del romanticismo, nos dice María Rosa Alonso en su biografía de la Bridoux.
Pero parece cierto que la lejanía geográfica y el apartamiento político que
impulsaba aquel ideal calara todavía en épocas muy posteriores a las que, en la
historia de la literatura, se suele inscribir esta corriente.
M. de Hebert: Manuel
de Oraá y Arcocha.
Ca. 1860 |
En otros aspectos de la actividad artística, podemos comprobar que, si como afirma la doctora Gallardo Peña [3], se debe datar la introducción del clasicismo romántico en la arquitectura tinerfeña con la llegada, en 1847, de don Manuel de Oráa, que con don Lorenzo Pastor de Castro constituyen la primera generación de profesionales divulgadores de este estilo híbrido, es la segunda, formada por Armiño, Maffiote y Cámara, la que le proporciona carta de naturaleza con sus, trabajos realizados entre 1860 y 1875 (4).
Nos ceñimos a estas fechas ya que
solo pretendemos hablar de dos recintos decimonónicos ajardinados, en los que
vinieron a enfriarse los cálidos vientos del sur africanos del romanticismo
insular, tan lejanos de las húmedas grietas de piedra gótica por las que trepa
gran parte de la hiedra romántica en otras latitudes europeas.
El primero de ellos es la plaza del
Príncipe de Asturias que fue conocida en tiempos de revolución como alameda de
la Libertad. El otro, hoy edificio capital en el gobierno del archipiélago, se
erigió como sede culta y ambiciosa de la Sociedad Musical Santa Cecilia.
La plaza del Príncipe ha sido
evocada por multitud de cronistas santacruceros. Su historia apenas guarda
secretos. Acaso los que el olvido vierte sobre sí mismo. Resulta una
encantadora contradicción que -discúlpesenos el tópico- la Plaza más romántica
de España, al decir del marqués de Lozoya sea, probablemente, una de las
construcciones mejor documentadas en los aspectos
técnicos y económicos de su fábrica. No podía ser menos en un incipiente puerto
cuya burguesía romancesca era hija y hermana de comerciantes. De inteligentes e
ilustrados mercaderes. La poesía, una vez más, ha sido escrita en las hojas en blanco
de los libros del debe y el haber en desuso.
Si el ya citado don Francisco
Martínez Viera la homenajeó con su recuerdo en octubre de 1960, al cumplir sus
primeros cien años, volviendo a traer a su paseo a tantos próceres isleños, si
quiera por el corto espacio de tiempo que se tarda en leer su artículo, hace
algunos años, en ese monumento del conocimiento de lo local que es la historia
de nuestro puerto, el profesor Cioranescu desmenuzó cada uno de los
ingredientes que dieron como resultado ese ameno lugar que hizo escribir a
Jules Leclercq, en 1879 detrás de la
Iglesia de San Francisco, hay un paseo que no se parece a ningún otro. No hay
en España Alameda comparable. Ni el Prado de Madrid, ni el Cristina de Sevilla,
ni los Cascine de Florencia admiten comparación. Este paseo, verdadero Jardín
de Armida, se llama Plaza del Príncipe. Está sombreado por magníficos laureles
de Indias que, en pocos años, han alcanzado la altura de nuestros robles. Esta
es la perla de Santa Cruz.
Anónimo: Plaza del Príncipe. Ca.
1890
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Allí, al fresco, le han presentado a
todos los notables del lugar. He tomado
—son sus palabras— un número incalculable
de helados. Y es que aún estaba intacta la Cueva del Hielo, en la cima del
Teide. La inteligencia imprudente no había deteriorado para siempre su lecho de
cuarzo gélido y bajaban los cristales de agua congelada refrescando los lomos
de las mulas para mitigar el calor de los chicharreros.
Jules Leclercq: Voyage aus Iles Fortunées.
París, 1880
|
Quizá proceda de esta definición de
nuestra ciudad como chicharrero, lugar en extremo caluroso, el nombre que se ha
dado a sus habitantes y por extensión, en los últimos tiempos, a los naturales
de la isla de Tenerife. Pero hay quienes prefieren hacerlo venir de aquellos
que ejercían, tiznados por las antorchas, el oficio de pescador nocturno del
suculento y humilde jurel.
En este periodo de casi cuarenta
años, cuatro hitos han diseñado el marco económico del Archipiélago. En 1852 es
aprobada la Ley de Puertos Francos. A comienzos de los setenta cae sin remedio
el comercio de la cochinilla y una década después vuelve a incurrirse en el
error de los monocultivos con la introducción, por parte de don Luis Yeoward,
del plátano en gran escala y luego, el del tomate con don Enrique Wolfson como
impulsor.
La influencia inglesa en las islas
es notable. La libra esterlina es moneda corriente. El sistema de pesas y
medidas es asimismo mixto pero tendenciosamente sajón. En el Valle de la Orotava
se produce un asentamiento cada vez mayor y definitivo de británicos que llegan
a la isla con la esperanza de recuperar la salud —minada en el trasiego mercantil y las guerras coloniales— con solo
habitar su sanísimo clima.
En Santa Cruz se siente su fuerte
presencia desde los buenos tiempos de la exportación del malvasía y la
cochinilla. Lo inglés, soberbiamente descrito luego en Las Palmas de Gran
Canaria por Alonso Quesada, impregna la vida burguesa de la ciudad. La
gastronomía, la etiqueta y la moda masculina resultan influenciadas por el
contacto aquí, tanto como por la formación recibida por parte de la juventud
pudiente en el extranjero. La lejanía de Europa hace que a la hora de elegir dé
igual estudiar en Gran Bretaña, Italia, Francia o en la Península. Si sumamos a
ello que un elevado número de estas familias tiene sus orígenes en comerciantes
transterrados a este puerto, verificamos ese aire cosmopolita que refresca el
provincianismo de nuestras clases media y alta románticas.
Santos María Pego: Domingo Serís-Granier. Ca. 1865 |
La Plaza entoldada por los laureles
de Indias que trajera en el bergantín El
Guanche don Domingo Serís Granier, desde el puerto de Campeche, es un
jardín en el que se discute animadamente o se susurra en varias lenguas. He conocido encantadoras señoritas algunas
de las cuales se expresan muy correctamente en francés. Pero yo prefiero oírlas
hablar la bella lengua castellana que emplean con tanta gracia y nobleza
nos cuenta Leclerqc.
El mismo don Domingo, experto
marino, había adquirido un apellido netamente canario en este Puerto, apelativo
que su hijo don Imeldo, marqués de Villasegura, hizo famoso por el alcance de
sus logros en la política nacional y su generoso y constante recuerdo para con
la ciudad que lo vio nacer. El abuelo, Antoine Dominique Granier, era originario
de Six Fours en Tolón, y fue uno de los. prisioneros franceses desterrados a
esta isla en el transcurso de las guerras napoleónicas. Una mala lectura
convirtió en apellido del nieto, el nombre de pila —Ceri, Cheri, es querido, como Desiré
es deseado— del abuelo.
Pero volvamos a los cimientos,
durante años inseguros, de la plaza. Todos, cronistas e historiadores, desde
Martínez Viera a la doctora Carmen Fraga, el profesor Cioranescu a la también
doctora Candelaria Hernández coinciden en datar su fundación el día de la
Concepción del año 1857, en que la escuadra de bomberos, al mando del
arquitecto provincial señor Oraá, y tras las gestiones de compra llevadas a
cabo por el alcalde don Bernabé Rodríguez, al regresar de la función religiosa
en la parroquia matriz, procedió a derribar la tapia que daba a la calle del
Norte. El gobernador civil propuso un nombre para la alameda: el de Príncipe de Asturias. Tres días antes
había llegado la noticia del nacimiento del infante que luego sería Don Alfonso
XII. Se aceptó unánimemente la propuesta, nos dice Martínez Viera y acto
seguido fue colgada una tablilla de un árbol en la que se leía: Plaza del Príncipe. Diciembre de 1857.
Roberto Miranda:
José Luis de Miranda Sánchez.
Grafito. 2012
|
Sin embargo, y, a pesar de haber
sido la entusiasta corporación presidida por don Bernabé Rodríguez [7] la que
logró formalmente adquirir el solar del viejo huerto de los frailes
franciscanos, la iniciativa procedía de su antecesor en el cargo don José Luis
de Miranda, el alcalde de varios y largos mandatos que enriqueció el escudo de
la ciudad con la Gran Cruz de la Orden de Beneficencia como recompensa por el
comportamiento humanitario de sus habitantes ante la adversidad de la epidemia
de fiebre amarilla, el que encargó en 1866 los plantones de los laureles a
Serís Granier y que luchó de forma denodada por dotar a su ciudad con un teatro
espacioso y digno [8]. Los planos fueron encargados al arquitecto don Manuel de
Oraá y Arcocha, y las escaleras de acceso fueron realizadas por don Pedro
Maffiote y don Ángel Gámez y Real, este último, gerente de la Sociedad
Constructora de Edificios Urbanos, que más tarde llevaría a efecto el
progresivo ensanche de la ciudad desde la calle del Norte a la plaza de Weyler
[9].
Y el jardín fue embelleciéndose con
el concurso de todos. El rico indiano don Manuel García Calveras, abuelo del
Pintor Pedro de Guezala, regaló las estatuas de La Primavera y El Verano que
adornan su puerta norte, encargadas a un taller genovés por el Ayuntamiento y
que a juicio del doctor Hernández Perera fueron talladas con blandura y esfumato y denotan el tono anodino e insulso en que se
estanca la producción ligur, en esa época demasiado solicitada para románticos
monumentos sepulcrales [10].
Anónimo: Ángel Gámez y Real. Ca.
1860
Santos María Pego: Manuel García Calveras. Ca. 1865
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Las rifas y verbenas celebradas en
la plaza con motivo de la fiesta del 25 de Julio, producían variados pero
sustanciosos ingresos que se destinaban a su ornato. Y así tuvo reja de hierro con aquella manía de la época de cerrarlo
todo que observa Cioranescu y fuente del mismo metal, traída de Londres y
fabricada en Derby, cuya colocación tuvo lugar el 12 de enero de 1871.
Así fue admirada por cuantos
aportaban a Santa Cruz. Rene Vernau, en quien siempre hemos visto a un
enamorado impenitente y celoso de la bella ciudad de Canaria, que obsequió
habitualmente con todo tipo de críticas y afeamientos a este puerto e incluso a
la isla de Tenerife, no pudo menos que comentar, tras haber encontrado nuestras
dos iglesias de muy mal gusto, y una casa sucia y sin adornos a la que
llamábamos teatro que existe un
encantador paseo en el centro, la Plaza del Príncipe, que es lugar donde se
reúne, por la tarde, toda la aristocracia de la ciudad y donde se puede
entrever, en una media oscuridad, las jóvenes señoritas que no exponen jamás
durante el día, su pálida tez a los ardores del sol [11].
El capitán del primer regimiento de
la India A. Burton Ellis, al parecer hombre rudo y abstemio, en su libro
titulado West African Island, vio la
Alameda como un curioso y pequeño lugar,
de unas cincuenta yardas cuadradas, provisto de asientos, árboles, flores
subtropicales y una fuente. Su
principal atractivo, continúa, a los
ojos de los nativos, parece ser una especie de templo, con vidrieras y pinturas
llamativas, donde el sumo sacerdote que lo preside vende a sus fieles venenos
en forma de eau d'or, absenta y parfait amour. Aquí también se puede ver al travieso español disfrutando muy
tristemente con su esposa o la esposa de otra persona, dando vueltas y vueltas
por el suelo cubierto de grava, con un aire severo y austero, como si las penas
de la vida fueran demasiado para él. Incluso los niños pequeños tiene algo de
ese carácter pesimista y uno nunca los ve divertirse, corriendo, riendo y
jugando, como los niños ingleses. Se pasean arriba y abajo con lo más selecto
de su guardarropa como hombres y mujeres prematuros, y las niñas pequeñas
manejan los abanicos e imitan los aires coquetos de sus mayores como si
hubiesen nacido de esa manera. No es agradable, prosigue, contemplar esa clase de presumida precocidad
en niños y cuando veo a un joven español, de la madura edad de nueve o diez
años, hacer zalamerías y encorvarse ante la mano de una mujer lo
suficientemente vieja para ser su abuela, con su mano en el corazón y una
expresión blasé en la cara, siempre
me siento inclinado a darle un cachete [12]. Esta larga perorata sobre la
psicología infantil de nuestros, al parecer, afectados mayores, no impidió que
el capitán Ellis tomará la determinación de quedarse en Santa Cruz y reposar
para siempre en su chercha, tal y
como podrán comprobar quienes lean al profesor García Pérez [13].
El paso del tiempo fue otorgando a
la plaza peculiaridades, algunas de las cuales, sedimentadas, permanecieron y
otras, tras alguna mudanza, volvieron a sus lugares o desaparecieron. Los
jarrones de la baranda y el templete de la música colocados en los comienzos
del siglo y de factura duradera aún se conservan, a pesar de que gran parte de
aquellos sean otros. Los quioscos de madera —en el de la prensa se recibió en
1883 el primer telegrama enviad a la provincia— desaparecieron y fueron sustituidos por otros que en absoluto desmerecen la
elegancia y el porte de la Plaza.
Cuando niños, la plaza había perdido
parte de sus encantos y los parterres de césped quedaban destruidos
sistemáticamente al término de las Fiestas
de Invierno, eufemismo con que se denominaba a los prohibidos carnavales.
Había un bar con terraza envejecida, tinglado de canalón plástico y un
televisor siempre encendido, ante el que se entretenían algunos ancianos
jubilados. Los maleantes rondaban la zona mas sombría de la plaza en la que se
decía que practicaban una horticultura clandestina en pequeñas plantaciones de
marihuana. A esta fecha corresponde una afirmación veladamente irónica del
profesor Cioranescu: Este paseo, decía en
1881, don Pedro Mariano Ramírez es digno de las primeras capitales. Lo que
parecía en 1881 no es cierto ahora, su espacio parece en este momento indigno
de Santa Cruz. y se le está preparando un porvenir más brillante, de hormigón
armado y vidrio compacto, con fuentes de luces cambiantes, salas de fiesta y
jardín japonés. Afortunadamente no fue así. La Plaza, hace ya algunos años,
volvió a ser, más o menos, la de siempre. Sigue tocando la banda como hace
ciento cincuenta años años. Se expenden parecidos venenos, a pesar de que no queden descendientes de aquellos
cursis descritos por el capitán Ellis que bebían, eau d'or y parfait amour.
Y los laureles, aquejados por mil dolencias, siguen abrazando su húmedo clima
mínimo. Nuestros hijos ya han disfrutado de ella, es obligación nuestra que la
conozcan los suyos.
De paso hacia la calle del Pilar
—hoy de Teobaldo Power— cruzamos la del Norte, camino del callejón del Judío.
Pero a lo lejos, en el margen izquierdo del barranco de Santos, divisamos una
comitiva enlutada.
No hemos hablado de los habitantes
de la plaza, ni lo haremos de los aficionados a la música, socios de Santa
Cecilia. Tan sólo de algunos viajeros y otros individuos que en función de su
cargo o título profesional tuvieron una participación esencial en su hechura.
Pero de personas, de personajes románticos, no hemos hablado.
Anónimo: Manuel Marrero y Torres.
Litografía. Ca. 1860
|
Nacido en Santa Cruz de Tenerife, el
27 de septiembre de 1823, pobre y oscuro,
dice Dugour, a los doce años, entró de meritorio en una imprenta. En poco
tiempo superó el aprendizaje y pudo, con el fruto de su trabajo, sostener a su
madre viuda y sus hermanos. Se dio a sí mismo una amplia formación humanista,
al tiempo que leía a Espronceda y Zorrilla y comenzaba a escribir poesía.
Deseoso de apreciar en su pureza a Hugo y Lamartine, emprendió, sólo, el estudio
del francés. Pasaban entre tanto los años tristes y melancólicos. Sin amor. En
1850 fue examinado de lengua inglesa, estudios en los que había invertido un
año y superó con gran éxito la prueba. Contrajo la tuberculosis y dueño ya de
la parte material de la Imprenta Isleña, expiró a las siete y cuarto de la
noche del 9 de enero de 1855, abandonando esta vida que fue madrastra para él,
sin esfuerzo y sin agonía.
El cortejo fúnebre se aleja de
nuestra vista. Entra en el camposanto de San Rafael y San Roque. Al ser
depositado el cadáver en el sepulcro fueron leídas, con la emoción que el dolor
excitaba en todos los corazones, las composiciones en verso y prosa que sus
amigos le dedicaban: Pérez Carrión, Manuel Savoie, Claudio F. Sarmiento,
Lentini, José D. Dugour y Victorina Bridoux. Ángela Mazzini, bellísima en su
casi ancianidad, apartando el tupido velo de su rostro, recita:
Venid a mí, las que anheláis su gloria,
únase vuestra voz a mi plegaria,
sea la amistad constante a su memoria
leve el polvo en su tumba solitaria.
En el paseo hasta Santa Cecilia nos
lamentamos de tala criminal que sufrió, ya en la vigésima centuria, el único
ejemplar de baobab que existía en el archipiélago, que causaba admiración a los
naturalistas propios y extraños y que fue derribado para ensanchar, algunos
centímetros, la calle Adelantado.
1886. Y estamos ante el edificio de
Santa Cecilia y nuestra mirada se detiene en el vitral de la puerta. El frente ha sido proyectado
por el señor Oraá, castellano de Burgos y caballero de la orden de Santiago,
pero constructor al fin. El texto, con el que acabamos, fue redactado para su
publicación, en San Cristóbal de la Habana, como homenaje a los albañiles
isleños, masones cubanos y canarios, que gritaban silenciosamente las consignas
de Libertad, Igualdad y Fraternidad,
encerradas en los colores de la escarapela revolucionaria francesa.
El rojo, el azul y el blanco,
presentes en las vidrieras de Santa Cecilia y en tantos edificios de las islas
y del continente americano, constituían una clave secreta que, sin embargo, por
su transparencia, a todos iluminaba.
El secreto
transparente
Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Vitral. 2011
|
Pero no creció abandonado al azar
este jardín, su frondosa vegetación vítrea. Allí plantaron y cuidaron la flor
más rara. Crece escondida en una maraña de significados vulgares.
La flor se encuentra a veces sola,
otra, confundida en los ramilletes para que su aroma no sea fácilmente
detectado por los que, sin duda, la arrancarían de inmediato.
Es la flor tricolor. La escarapela
de la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuyas semillas de arena
translúcida sembraron nuestros antepasados albañiles y arquitectos,
francmasones.
El rojo, el azul y el blanco.
En la isla de Tenerife, en su Puerto
de Santa Cruz de Santiago, otros sabios constructores de los abstracto, los músicos,
levantaron una Sociedad de Cultura y Recreo. Eran canarios, eran europeos y
americanos, y algunos alternaron su modesto trabajo aquí, con estancias en los
horizontes más anchos de la Ópera del Teatro Tacón. Compartían con sus hermanos
albañiles los tres deseos fundamentales y dejaron esparcida la semilla de la
planta en los vitrales del edificio de Santa Cecilia.
Con el tiempo, el recio caserón —su
fachada tan parecida al Templete de la Plaza de Armas, su jardín de sabor
colonial, una fresca selva de palmas reales y capas de la reina, hoy torpemente
nacionalizadas en tabaibas y raquíticas aulagas— alberga al Parlamento de
Canarias. El secreto continúa filtrándose y la luz simbólica salpica los
rostros y los gestos. Libertad, fraternidad, igualdad... de frágil vidrio.
Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Fachada principal. 2011
|
Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Salón de los pasos perdidos. 2011
Efraín Pintos: Parlamento de Canarias. Sala de la Constitución. 2011
|
[1]
Alonso, María Rosa: En Tenerife
una poetisa. Victorino Bridoux y Mazzini. 1835-1862. Librería Hespérides.
Santa Cruz de Tenerife. 1940.
[2] Bridoux
y Mazzini de Domínguez, Victorina: Lágrimas
y Flores. Santa Cruz de Tenerife. Tomo i,
1863 y Tomo ii, 1864.
[3] Gallardo
Peña, María: El clasicismo
romántico en Santa Cruz de Tenerife. Aula de Cultura de Tenerife. 1992.
[4] Sobre Manuel de Oráa véase: Fraga González, Carmen: El arquitecto don Manuel de Oráa y Arcocha.
1822-1889. Instituto de Estudios Canarios. La Laguna. Tenerife. 1999.
Para conocer la obra de don Lorenzo
Pastor de Castro, don Vicente Alonso de Armiño, don Pedro Maffiotte y don
Menandro de Cámara, vid. Hernández Rodríguez, María Candelaria: Los Maestros de Obras en las Canarias
Occidentales. 1785-1940. Aula de Cultura de Tenerife. 1992.
[5] Leclercq, Jules: Voyage aux Iles Fortunes. Le Pic de
Ténériffe et les Canaries. París. 1880. Existe una traducción de Ángel Hernández: Viaje a las Islas Afortunadas. Cartas desde las Canarias en 1879. Viceconsejería
de Cultura y Deportes. Gobierno de Canarias. 1990.
[6] Ceri Granier o Grenier fue
casado en Tolón con Margarita Paulet. Su hijo Antoine Dominique Ceri Grahíer,
el primer Serís, casó en la parroquia de la Concepción de Santa Cruz de
Tenerife con doña María del Carmen de Figueroa y Linares el 4 de febrero de
1822. Fueron sus hijos don Domingo
Seris-Granier, casado en la misma localidad e iglesia el 14 de agosto de 1846
con doña Manuela Blanco y Pestana; don José, doña María de la Concepción; don
Gregorio; doña Leoncia y don Julio Serís. Archivo Histórico Provincial de
Santa Cruz de Tenerife. Tutoría de
los menores hijos de don Antonio Domingo Serís Granier, ante Manuel del
Castillo. Pn.1919 f. 454 y ss.
[7] Guimerá
Peraza, Marcos: Bernabé Rodríguez
Pastrana. 1824-1892. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. 1988.
[8] Sobre don José Luis de Miranda y
Sánchez, vid., Fernández de
Bethencourt, Francisco et alt: Nobiliario y Blasón de Canarias. Tomo iv. La Laguna de Tenerife. 1959.
(9) Don Ángel Gámez y Real nació en
el Puerto de La Orotava y fue bautizado en la parroquia de Nuestra Señora de la
Peña de Francia el 5 de octubre de 1817, hijo de don
Domingo de Gámez y Abreu y de doña
Bernarda Real y Perera. Marino en su juventud, fue luego un activo constructor,
gerente de la Sociedad Constructora de Edificios Urbanos y político de
filiación republicana y demócrata progresista. Formó parte de la Junta Suprema
de Gobierno de Canarias en 1868.
Sobre don Ángel Gámez., vid., Sánchez de Enciso, Alberto: Republicanismo y republicanos durante el
Sexenio Revolucionario. El caso tinerfeño. Cabildo Insular de Gran Canaria.
1991; Villalba Hervás, Miguel: Una página de la historia política de las
Islas Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1870; Hernández Rodríguez, María Candelaria: Los Maestros de Obras en las Canarias Occidentales. 1785-1940. Aula
de Cultura de Tenerife. 1992; Fernández de Bethencourt, Francisco et alt: Nobiliario y Blasón de Canarias. Tomo ii. La Laguna de Tenerife. 1954, p. 476.
[10] Hernández
Perera, Jesús; “Esculturas genovesas en Tenerife”. Separata del Anuario de Estudios Atlánticos.
Madrid-Las Palmas. 1961.
[11] Verrnau,
Rene. Cinq annes de séjour aux Iles
Canaries. París. 1891.
[12)] Ellis, A. B.: Islas de
África Occcidental. Gran Canaria y Tenerife. Traducción de José Antonio
Delgado Luis. Cabildo de Tenerife. 1993.
[13] García
Pérez, José Luis: Viajeros
ingleses en las Islas Canarias, durante el siglo XIX. Caja General de
Ahorros de Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1998. Chercha, del inglés church,
iglesia, fue el nombre dado por los santacruceros a la zona del cementerio
donde eran inhumados los protestantes y, en general, todos aquellos que no eran
católicos practicantes.
[14] Cioranescu,
Alejandro: Historia de Santa Cruz de
Tenerife. Caja General de Ahorros de Canarias. Santa Cruz de Tenerife.
1977.
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