Media vida en Tenerife
por
Carlos
Benítez Izquierdo
Cuando se
tiene que desalojar un lugar a toda prisa, se trastoca todo su contenido y
aparecen objetos que no recordábamos, o que ni siquiera sabíamos de su
existencia. Eso fue lo que ocurrió cuando —con motivo de particiones y
herencias que no merecen ser relatadas—, mi familia materna se vio obligada a
abandonar la casa solariega que durante varias generaciones había venido
disfrutando, con total tranquilidad, en la ciudad de Güímar situada al sudeste
de la isla de Tenerife.
Sabedora de mi
afición por las antiguallas, en medio
de la natural vorágine que se produce en una gran casa medio desmantelada, me
preguntó mi abuela:
— Los papeles del secretario ¿te los vas a llevar?
—¿A qué te
papeles te refieres?, respondí sin saber de qué se trataba, pues creía conocer
toda la documentación que con algún interés existía en la casa.
—Están en el
sótano. Búscalos y ya te contaré.
George
Graham-Toler: Tenerife. Ca. 1890. Colección particular
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Largas horas
pasé rebuscando en el sótano de manera minuciosa, y ya lo iba a dejar por
imposible —esta vez, le falló la memoria, pensé—, cuando detrás de una
desvencijada cómoda vi asomar un bulto cubierto por una gruesa capa de polvo.
Aparté un poco el mueble, tiré de él y descubrí que se trataba de una vetusta
maleta de piel, con herrajes y cantoneras metálicos. Al abrirla, descubrí que
estaba llena de documentación, tanto manuscrita como mecanografiada. Y también
fotografías, muchas imágenes representado personas y lugares. Todo aquello
debía datar de la década de 1920, como muy tarde.
Sosteniendo
con fuerza mi nuevo tesoro, lo puse a
buen recaudo hasta que al llegar a casa revisé todo el material de forma más
concienzuda: aquello eran cartas y artículos, pertenecientes a una misma
persona. Algunas estaban dirigidas a familiares y amistades, mientras que
otras, aparentaban ser literatura de viajes, crónicas o relatos escritos
expresamente para publicarse en revistas de la época, como La Ilustración Española y Americana, La Esfera o Blanco y Negro. Las fotografías eran muy
numerosas, algunas de ellas ofrecían verdadero interés: vistas de poblaciones
de Canarias, actos oficiales, homenajes, desfiles militares y por supuesto, las
clásicas de parientes y amigos, algunas con floridas dedicatorias propias de la
época. El conjunto se completaba con documentación más personal: hojas de
servicio, credenciales, salvoconductos, cédulas de identidad…y todos ellos, al
parecer fechados entre 1890 y 1927: era la vida de alguien encerrada en una
maleta.
Anónimo:
Playa de Antequera. Ca. 1890. Colección particular
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Mi abuela
guardaba pocos recuerdos suyos: murió cuando aun era muy niña y, al ser una
dolencia que se consideraba contagiosa, no le permitían acercarse a las
estancias de la casa en las que habitaba. Sin embargo, alguna vez burló la
vigilancia doméstica —como todos los niños, ante una prohibición de los mayores— observándolo escondida tras
un mueble: lo describió como un hombre alto, de facciones finas, con unos
rasgos atractivos aún cuando la enfermedad había hecho mella en su rostro,
elegante en el vestir y en la forma de conducirse.
Leyendo y
releyendo estos papeles, y añadiendo datos sacados de libros actuales; este es
el relato del paso de don Alfonso por nuestra tierra.
Capítulo 1: Llegada a Tenerife. El litoral de Santa
Cruz
17 de marzo
de 1913
Después de
casi tres días de navegación zarpando del puerto de Cádiz con algo de marejada,
por fin, desde el vapor “Reina Victoria Eugenia” avistamos la isla de Tenerife,
tomando la enfilación de la punta de Anaga.
El buque, de
nueva construcción, pertenece a la naviera Trasatlántica. Es este su viaje
inaugural y está adscrito a la línea de Buenos Aires, haciendo escalas en
Tenerife, Montevideo y, por último, la capital argentina. Junto con su gemelo
el “Infanta Isabel de Borbón” constituyen el orgullo de la Compañía [1].
Por fin, a
mis treinta y cinco años, iba a conocer la tierra donde nacieron mis padres y
abuelos. Hijo de militar destinado a Ultramar, he pasado la mayor parte de mi
vida en aquellos territorios como funcionario de la Administración del Estado:
primero en Filipinas, donde nací y transcurrió mi infancia y, posteriormente en
La Habana, en la cual viví mis mejores años. Obligado por las tristes
circunstancias del 98, hube de abandonar la isla y pasar a prestar servicio en
la capital del reino. Añorando habitar en un territorio próximo al mar, al fin
pude conseguir destino como secretario del gobernador civil de Tenerife,
gracias a la influencia de mi buen amigo el conde de Leyva, rector de la
Universidad Central. Por toda recomendación,
me ha dado el señor conde una carta de presentación para el doctor don Juan
Bethencourt Alfonso, con el cual sostiene desde hace años una relación
epistolar, al ser un reputado arqueólogo y antropólogo. Aparte de este contacto
social, espero hallar a mis parientes, que a buen seguro alguno debe quedarme
en aquella ciudad.
Afortunadamente,
hacía un día claro que permitía apreciar la isla en toda su grandeza, mientas
nos acercábamos al macizo de Anaga y a sus roques homónimos. Más lejos, la
costa norte con el exuberante valle de La Orotava y, sobre todos ellos, el pico
del Teide, volcán que es el techo de la isla y máxima altura del país. Esta
parte del territorio al cual nos aproximamos es muy abrupta. La costa está
formada por altos acantilados y profundos barrancos que en la vertiente sur
reciben el nombre de valles: Igueste, San Andrés, El Bufadero, Seco, Tahodio…
Llama
poderosamente la atención del viajero el fuerte contraste de la vegetación: muy
verde y abundante en la cara norte de la isla y escasa en la del sur, que
presenta un aspecto árido. Esto es a causa de la altura de sus montes, que
retienen en la parte septentrional casi toda el agua que traen los vientos
alisios.
Conforme nos
íbamos acercando, variamos el rumbo para dirigirnos a Santa Cruz, dejando la
punta de Anaga por la banda de estribor.
Joaquín
Marti: Servando Hernández-Bueno y
Hernández.
1914. Colección del autor
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En primer
lugar, el faro situado en dicha punta que fue construido en 1863 y se encuentra
próximo al llamado Roque Bermejo. Se le considera dentro de los de primer
orden, teniendo su luz un alcance de dieciocho millas [2]
Pasando a la
vertiente sur del macizo, encontramos sobre un promontorio conocido por El
Roquete, el semáforo de Anaga. Este tiene la función de avisar en Santa Cruz
—mediante señales del código de navegación— acerca de la llegada de navíos y
las características y nacionalidad de los mismos. Este semáforo, construido por
el Estado a finales del siglo pasado, vino a sustituir a otro que instaló en la
zona la naviera inglesa Bruce & Hamilton en 1886 [3].
Anteriores a éstos, estuvieron las atalayas —situadas en varios puntos de
Anaga— que se comunicaban mediante hogueras. Tal y como me indicaron, el
semáforo consiste en un gran mástil con cruceta en el cual se sitúan las
banderolas que conforman los avisos.
Tiene su
equivalente en Santa Cruz —al cual está conectado por telégrafo—, en lo alto
del castillo de San Cristóbal, que actualmente es la sede del Gobierno Militar.
Esta fortaleza cuenta no sólo con otro mástil, sino también con una campana que
avisa de la llegada de los buques mediante determinados toques, cuyo
significado conocen las navieras y otras casas comerciales interesadas en el
tráfico marítimo.
Junto al
semáforo de Anaga, en fin, existe una vivienda para el torrero y su familia, a
la cual se accede mediante un abrupto camino que parte desde Igueste de San
Andrés, pequeño pago situado en las proximidades.
Cercana a la
“Casa del Pirata”, un poco más abajo,
estaba la llamada con los años Cueva del Agua por el manantial que fluye dentro, y es aún accesible en las resacas.
En más de veinte pipas se ha calculado su producción por día, siempre de un
agua cristalina, exenta del más leve gusto a sal [5].
Aquí se supone que hacía la aguada Ángel García para su barco “El
Invencible”, durante las temporadas que pasaba en la isla, habitando en dicha
casa, al resguardo de miradas indiscretas.
Un poco más
adelante, reparamos en un valle bastante amplio, con un pequeño núcleo de
casitas blancas situadas junto a la mar. Al preguntar a mi acompañante por
aquél lugar, me respondió que se trataba de San Andrés, barrio de pescadores ubicado
en el valle del mismo nombre que anteriormente se llamó de Las Higueras. Al
pronunciar este nombre, me vino a la mente la descripción que de él hace el
doctor Verneau: San Andrés es el primer
valle [partiendo desde Santa Cruz]
que posee agua y, en consecuencia, el primero que está cultivado. Contiene un
pequeño pueblo habitado por gente poco hospitalaria: me vi obligado a pasar la
noche en una cueva [6].
También recordé lo que escribió este mismo autor sobre la carretera que da
acceso a esta población; que observándola con detenimiento, parecía como una
delgada serpiente reptando por los riscos costeros: Se pueden figurar una serie de subidas y bajadas de tal forma
escarpadas que se está tentado, muchas veces, de agarrarse a las rocas para no
caer. De vez en cuando, unas pequeñas cruces de madera señalan el paso más
malo. No vayan a creer que estas cruces fueron colocadas allí con el simple
objeto de asustar al viajero: se colocan cuando un desgraciado ha sido víctima
de un accidente mortal. Por el número de estos mojones kilométricos de nuevo
género, es fácil darse cuenta de cuántos pobres diablos se han roto el cuello
en el camino real que recorrieron [7]
. De todas formas, es mi parecer que
el testimonio de este autor debe tomarse con reservas: según sus descripciones,
Santa Cruz es una ciudad en la que no se encuentra nada bueno y lo mejor que
puede hacer el viajero es marcharse de allí. Esto contrasta fuertemente con los
relatos de otros visitantes que han escrito sobre su estancia en esta
población, y que yo he procurado leer para informarme.
Dulce
María Loynaz: Un verano en Tenerife.
Aguilar. Madrid, 1958
Teodoro Ríos: Dulce María Loynaz. Boceto. Colección Santiago Ríos
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Tengo ante mí
la vista panorámica de la capital de la provincia: una población enclavada
junto al mar, que se va deslizando por la suave pendiente que conforma su
orografía. La silueta de sus claros edificios ve interrumpida su monotonía por
las torres oscuras de las iglesias de La Concepción y San Francisco, la
chimenea de ladrillo de la central eléctrica y, algo más alejadas de la
población, las cuatro torres metálicas de la Compañía Nacional de Telegrafía
sin hilos, que parecen esbeltos centinelas guardando la ciudad. Estas
instalaciones, adscritas a la Compañía Marconi, se construyeron entre 1909 y
1911 [8]
y en Canarias existe otra semejante en la localidad de Melenara, en la vecina
isla de Gran Canaria. Y delante de todas estas construcciones, su muelle: alma
y motor de Santa Cruz por el abundante tráfico marítimo, al que sus vecinos
deben tanto la pujanza económica de la que han gozado, como las terribles que
ocasionalmente los han diezmado. Él fue la causa de haberle arrebatado la primacía
insular a La Laguna y ser hoy aquel antaño humilde puerto capital de la
provincia. Esto último ha provocado gran contrariedad en la vecina ciudad de
Las Palmas, quien con razones de peso reclama para sí ser cabeza de esta
región, alegando también motivos crematísticos: todo esto ha originado el
llamado pleito insular, que desde
1808, viene provocando no pocos revuelos y quebraderos de cabeza en ambos
lugares.
Cuando ya estábamos
cerca del puerto, oímos una gran explosión, seguida de una enorme polvareda en
una montaña próxima al litoral. Le pregunto al señor Hernández-Bueno qué ocurre
y me responde que se trata de una voladura. Esa prominencia, conocida como La
Jurada, es la cantera de la cual se obtiene la piedra necesaria para la
construcción de los muelles. Como anécdota, me refirió que el 29 enero de 1904, hubo […]
fiesta y regocijo, por haberse colocado en La Jurada 50 toneladas de pólvora y
65 kilos de dinamita, para conseguir de una sola vez las 300.000 toneladas de
escollera que se necesitaban […]. La
voladura fue un espectáculo muy concurrido: hubo vino español, y la carretera
de San Andrés se quedó durante algún tiempo interceptada por los escombros [9].
René Verneau: Cinc
années de séjour aux Iles Canaries. A. Hennuyer. París, 1891
Teodoro
Maisch: René Vernau. Ca. 1900.
Colección particular
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La Jurada no
es el único lugar del que se ha obtenido la materia prima para las obras del
puerto: primero se extrajo —con autorización del mando militar— de una pedrera
situada entre el muelle y el castillo de San Pedro. Agotada hacia 1860, tres
años después se eligieron los riscos de Paso Alto como nueva cantera: estuvo en
activo hasta 1904 y llegó a funcionar conjuntamente con La Jurada, que empezó a
explotarse en la década de 1880 [10].
Para
agilizar el transporte del material desde su origen hasta pie de obra, se
utilizan vagonetas sobre raíles: las primeras eran de tracción animal, pero en
octubre de 1890 se celebró con brindis y discursos la llegada de la locomotora
de vapor “Añaza”. Esta máquina; que actualmente transporta la piedra hasta las
zonas donde se construye, se desplaza sobre una vía cuya instalación duró cinco
años [11].
Mientras
departíamos sobre este asunto, el barco aminora la marcha: nos estamos acercando
a nuestro destino y se aproxima la falúa del práctico, don Agustín Barbuzano,
que nos guiará hasta el punto designado para el fondeo de vapores
trasatlánticos, hacia el centro de la rada. Este marino, cuenta con un largo
historial en la mar y debido a su edad tiene pensado pedir la jubilación en
breve.
Dirigiéndonos
a dicho lugar, reparo en los trabajos de prolongación del dique sur. Las
ampliaciones del muelle de Santa Cruz han sido largas y costosas. En 1887 se
recibió la primera grúa de nombre Titán,
fabricada en Alemania por Krupp y que ha supuesto un gran avance en la
construcción de las escolleras, gracias a la enorme ventaja que supone poder
depositar los bloques de piedra —de hasta treinta y cuatro toneladas— en el
fondo del mar a una profundidad de quince metros [12].
Pero a pesar de todo esto, e incluso de la creación de la Junta de Obras del
Puerto en 1907, los trabajos se desarrollan con lentitud, contribuyendo a la
consiguiente frustración de los tinerfeños. Los técnicos tropiezan con
obstáculos y dificultades, como son las ingratas condiciones naturales de la
propia bahía: la prolongación del dique tropieza rápidamente con los grandes
fondos marinos, que no sólo dificultan y aumentan los costes, sino que a veces
imposibilitan los trabajos a causa de las pronunciadas pendientes del lecho. Se
calcula en más de medio millón de metros cúbicos la piedra que se ha tirado al mar
para servir de base a la escollera y que no aparece por ninguna parte, al haber
rodado hasta perderse en las profundidades [13].
Desde hace muchos años, es habitual la imagen de una boya —la baliza de entrada
al puerto—, que señala el lugar de la futura terminación del espigón y que
sirve de guía a los obreros que se
ocupan de su construcción.
Y para
terminar con este asunto, me refiere el señor Hernández-Bueno una curiosa
anécdota: en esta extensa parte del dique, la línea de atraque alcanza una
profundidad superior a los treinta metros en algunos puntos, cuando diez serían
más que suficiente para los trasatlánticos. Quizá sea éste uno de los puertos
más profundos del planeta. Si añadimos que la obra sumergida debe hacerse con
una sección tronco-piramidal, la cantidad necesaria de material de construcción
se multiplica de manera desmesurada. Conocedora de esta circunstancia una dama
de la familia real —tal vez una infanta—, en visita oficial a Santa Cruz, al
preguntársele por la impresión que le causaba el muelle comentó:
—¡Ah, pero
si es de piedra!
Sonriendo
por el desconcierto que provocó su simulada admiración aclaró:
—Lo creía de
plata por lo que lleva costado [14].
Maximiliano
Lohr Rolle [Fotografía Alemana]: Santa
Cruz de Tenerife. Ca. 1900.
Colección Manuel Martínez-Ball. Londres
|
Conversando
sobre estos temas, hacía rato que oíamos unas voces que nos llamaban, algunas
de ellas en un inglés curiosamente macarrónico. Miramos hacia abajo y vimos
varios botes navegando junto al costado del vapor, con la intención de
ofrecernos la mercancía que transportaban y luego subir a bordo: son los cambulloneros. Estos hombres son los que
desempeñan el oficio del cambullón,
que consiste en ofertar productos locales y adquirir los foráneos que viajan en
las gambuzas de los barcos: se llevan a cabo estas operaciones bien mediante la
compraventa o el trueque. El origen de la palabra cambullón parece proceder de la deformación de la frase inglesa can buy on? que utilizan para conversar
con los tripulantes y pasajeros de los navíos. Los cambulloneros además, a
fuerza del trato comercial con los británicos, han desarrollado una especie de
jerga conocida como pichinglis que
tiene su origen en neologismos y expresiones con base anglosajona junto a
palabras del español, y que le sirve a esta buena gente para el entendimiento
en sus operaciones comerciales.
Anónimo:
Faro de Anaga. Autoridad Portuaria de
Tenerife
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Organizados
en grupos denominados compañas, los
cambulloneros parten del muelle de Santa Cruz antes del amanecer, para esperar
a los barcos en la rada y poder subir a bordo previa llegada de los de la comandancia
de Marina. Cuando hemos fondeado y parado motores, han lanzado sus cabo-ganchos
por los que ascienden hasta la cubierta con una agilidad que para sí quisieran
muchos acróbatas. Una vez en ella, han comenzado su negocio: ofrecen productos
agrícolas del país, mantelerías y colchas con las labores del típico calado
canario, pájaros y otros animales y por supuesto puros y cigarrillos de
fabricación canaria [15].
Aunque los
principales clientes del cambullonero son los tripulantes de los barcos,
tampoco escapamos de sus miras los pasajeros: así, como buen fumador, terminé
comprando un mazo de coronas de la
fábrica Colón. Una de las cosas que
más añoro de La Habana es el poder saborear buen tabaco a precios asequibles.
No obstante, se me ha asegurado que en Tenerife, Gran Canaria y La Palma existe
una próspera industria tabaquera cuyas labores son muy apreciadas por los
fumadores.
Transcurrida
una media hora, se aproximan al barco unas falúas que conducirán al muelle,
tanto a los pasajeros que nos quedamos en Santa Cruz, como a nuestros
equipajes. Una vez abarloadas al costado del barco, nos despedimos del capitán
y oficiales y descendemos por la escala hasta la falúa correspondiente. El pobre
señor Hernández-Bueno, propenso al mareo, no ve la hora de tocar tierra. Cuando
la embarcación completa el pasaje y otras se llenan de baúles, ponemos proa al
embarcadero, punto final del viaje.
Continúa en El muelle de Santa Cruz. Primeras impresiones.
[1] Perdomo Alfonso, Manuel y Padrón
Albornoz, Juan Antonio: El puerto
de Santa Cruz de Tenerife a través de su historia. Santa Cruz de Tenerife.
Ed. Junta del Puerto, 1982.
[2] ABC
de las islas Canarias. Guía práctica ilustrada. Santa Cruz de Tenerife, imprenta de A.
J. Benítez. Segunda edición, 1912.
[3] Guimerá
Ravina,
Agustín: La Casa Hamilton. Una empresa británica en Canarias. 1837-1987.
Santa Cruz de Tenerife, 1989.
[4] Loynaz, Dulce María: Un verano en Tenerife. Madrid, ed.
Aguilar, 1958.
[5] Loynaz, Dulce
María: Op. cit.
[6] Verneau, Renée: Cinco años de estancia en las islas Canarias.
La Orotava, ed. J. A. D. L., 5ª edición, 1996.
[7] Verneau, Renée: Op. cit.
[8] Dávila
Dorta, Francisco: La radio del
Titanic. En ://marenostrum.org/buceo/pecios/titanic/radio/.
[9] Cioranescu, Alejandro: Historia
del Puerto de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife. Gobierno de
Canarias. Madrid, 1993.
[10] Cioranescu, Alejandro: Op.cit.
[11] Cioranescu, Alejandro: Op. cit.
[12] En 1893 se
adquirió —con idéntico fin que la primera— una segunda grúa Titán, esta vez fabricada en Inglaterra
por Jessips & Appleby Brothers.
[13] Cioranescu, Alejandro: Op. cit.
[14] Peraza de
Ayala,
Trino: Alrededor del mundo, navegando.
Madrid, Gráficas Bachende, 1976.
[15] García, Carlos: Estampas isleñas.
Evocaciones, apuntes y reseñas históricas de Canarias. La Laguna, Centro de
la Cultura Popular Canaria, 2004.
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