I
ÓSCAR DOMINGUEZ: TAUREAUX ET GEOLOGIE IMAGINAIRE
por
Maud Bonneaud
Espagnol, canarien, surréaliste, peintre, poète, bricoleur et grand danseur de tango, Dominguez présente, dans une époque où l’intellectualisme tourne en rond et tourne mal, sa stature de colosse et son imagination d’enfant. Sa peinture évolue par bonds, son esprit fonctionne par associatons d’idées, ses grandes mains savent réparer de minuscules ressorts de montre ou forger de hautes statues de fer, et gribouiller sur les nappes des restaurants, des poèmes difficilment déchiffrables, d’où les thèmes de son enfance, de son île et de toute son oeuvre sortent en bouillonnant:
“riant aux nuages
“sur la plage noir velours
“á Tenerife.
Et, après s’être demandé “que pense le taureau du costume du toréador?”, il constate: “maintenant, l’époque actuelle tend vers l’hippopotame. Et le jour pù Picasso en peindra un, la peinture sera hippopotame et trois cent mille hippopotames couvriront les murs de la génération à vennir”.
Mais,
“le taureau inventé de toutes pièces
apparait comme un fantôme moscovite
cruel et méchant comme tout”.
D’ailleurs, tout sela n’annonce que de sérieuses catastrophes:” l’eau de la mer était transformée en pétrole, et un enfant jouait avec des boîtes d’allumettes sur la plage”.
Attention!: n’ennuie pas l’atome, il est trop petit par rapport à sa force”.
En déclarant: “moi je ne pense jamais”, Oscar Dominguez garde des choses une visión en même temps nette et brouillée, se mêle à elles sans réflexion, y patauge et en fin de compte, sent et voit tout, avec la profondeur d’un primitif, et la tendance naturelle du sauvage à vivre avec ses mythes.
N’ayant pu réaliser son rêve de se faire greffer des petites cornes sur le crânes, il a installé le minotare dans sa vie et dans sa peinture: narcissisme et autoportrait. Son minotaure d’ailleurs, n’est pas méchant: il est bien élevé, sait téléphomer, quelquefois roule à bicyclette. Parfois il est mondain et boit du champagne avec un cheval qui porte des éperons. Le taureau semble aux dernières nouvelles, s’être réconcilié avec le matador puisque les voilà en train de trinquer ensemble. Souvent, le taureau est pirate; il est construit en tiges de fer; son corps est de voiles de bateau cousues et lacées qui claquent au vent, et il examine l’horizon à la lunette, à la recherche d’une prise à faire: c’est le veux rêve insulaire de Dominguez, l’attente au bord du rivage, du bateau inconnu et prometteur, d’autant que cette île est un volcan; (sans insister sur le rapports de cause à effet, Dominguez raconte volontiers que la dernière éruption eut lieu l’année de sa naissance).
De là se développe le grand délire géologique. Est-ce sous l’influence des extraordinaires rochers de Ténérife que Dominguez peint des paysages qui expriment les douleurs d’enfantement des planètes, les explosions, la formation des ères, et la naissance des pierres précieuses? Il commença par des toiles dites “cosmiques” où l’eau et la terre bouillaient ensemble en se faisant. Maintenant, il compose des “grands catastrophos”: dans une lumière de fin du monde, tout éclate et saute, fond et jaillit. Pour cela il emploie le procede même, si simple, de l’érosion: l’eau entraînant les grains de sable et les cailloux; pour lui, l’eau entraînera les grains de couleurs. C’est sa “décalcomanie”, que les surrélistes et les chercheurs d’images de rêve ont tant utilisée. Elle consiste à baubouiller de gouache noire, plus o moins diluée dans l’eau, un papier lisse. Recouvrir d’un otre papier,appuyer, décoller; l’eau a fui en tour sens sous la pression, portant la couleu; et cela donne d’étranges cavernes, des glaciers, des lacs, des lichens: chacun interprète à sa façon.
Puis, fatigué de tant grandeur, le peintre bricole des statues articulées, fabrique una chaise dont le dos s’orne d’une inmense paire de cornes, ou sa célèbre brouette-fauteuil capitonnée de satin rose, ou des abat-jour avec des passoires à légumes. Il imagine encorele verre à moustaches: c’est un verre ordinaire au bord duquel ets collée une paire de moustache aussi importantes que possible sans nuire à la vraisemblance. Mode d’emploi: quand l’usager du verre est dans une taverne où la police fait une descente, il se met à boire. La moustache s’adapte à sa lèvre supérieure, et le rend momentanément méconnaisable.
Ce qie m’amuse, c’est de chercher dit-il. Et là-dessus, Dominguez et son minotaure s’enfoncent dans leur labyrinthe: aux autres de les y retrouver.
[Publicado en la revista Bref, Les Editions du Promeneur. Número 1. París, 1955]
II
ÓSCAR DOMÍNGUEZ O LA CONVIVENCIA CON LOS MITOS
por
Maud Westerdahl
EW: Maud y Óscar Domínguez en su estudio de París |
Ya en la época de Dadá, Arp, Schwitters, Hausmann y otros escribían poemas fonéticos o no. Chirico escribió su Hebdomeros. Los collages de Paul Eluard y de Max Ernst se parecen mucho. Dalí hacía guiones de cine, desde La Edad de Oro o El Perro Andaluz hasta el desconocido Babaouo. Nada sorprendente que estas imaginaciones locas de libertad sean polifacéticas. Sin hablar de los textos de Picasso, y, recientemente, los de Manolo Millares. Un espíritu, o más aún, una persona totalmente surrealista como lo fue Óscar Domínguez, tenía que expresarse a veces sin pinceles. Escribió poemas, prosa, canciones (el tango del caimán, la rumba del portaviones, la cabra negra, con música improvisada por Guy Bernard, autor de la cinta de sonido del Guernica de Alain Resnais) y hasta una obra de teatro llamada Difícil para el automóvil, fácil para la bicicleta e infantil para el bastón del ciego. Esta obra, desgraciadamente, se acabó al primer acto y se perdió, después de una sola función en casa de un coleccionista amigo, el Mr Robson de Los Dos que se cruzan, los actores y el público se reclutaron al último momento entre los cafés Le Dôme, La Coupole y Le Select; en consecuencia, al día siguiente, al mecenas le faltaron varias cucharas de plata.
La obra era delirante, pero a través de lo demencial se notaba vagamente la voz de un pintor en lucha con su propia creación. Escribir, hablando de Domínguez, es un decir. No escribía; lanzaba vehemente unos garabatos en el primer trozo de papel al alcance de su mano, ya fuera mantel de restaurante o cajetilla de cigarrillos. Para complicar más, lo hacía en francés o en lo que creía que era francés, puesto que escribía oui por hui. Traducir esto al francés de verdad, recomponer y estructurar sin traicionar y hasta que él estuviera conforme, era un trabajo de fina relojería. Una vez legible la maqueta de Los Dos que se cruzan, André Breton se mostró entusiasmado y fue por su deseo de verlo publicado que se editó el librito.
Cuando un hombre vive visiblemente rodeado por fantasmas, es que estos fantasmas existen. Domínguez fue un gran creador y amigo de fantasmas. No logró domarlos a todos, sin embargo; entonces aceptó la convivencia con ellos.
En un plano más cercano y concreto, él tenía su flora y su fauna personales. André Breton lo llamó El drago de Canarias y él se auto-apodó El Caimán. A sus amores y amigos los llamaba: la niña saltamontes, el temible león, la cucaracha, la mariposa, flor de jazmín, la gata, el ciervo volante, pequeño rinoceronte, vampiresa a cuatro tiempos, etc. Buen muestrario de la naturaleza surrealista.
Pero en profundidad, por dentro y muy adentro, actuaban los Dos que se cruzan. Nadie los vio, jamás. Como señal de su presencia los iniciados (éramos solamente dos) cruzaban las manos en el aire agitando los dedos; las manos no se tocaban, así como los Dos no se encontraron jamás del todo, a pesar de su evidente deseo de comunicación, frustrado su afán mutuo de tomar contacto o de entablar un diálogo. Si a veces hubo un poco de diálogo, era de sordos. Se quieren acercar, entender y no consiguen sino una más cruel soledad.
La única representación gráfica de los Dos los muestra como seres hieráticos o de jeroglífico, más bien parecidos a Annubis el chacal o a Horus el halcón, de caras puntiagudas, animales-dioses-personas rodeados de signos mágicos.
La rica mitología privada de Domínguez contaba con otros elementos: Astrakán, malo y dañino, los toreros valentinos, bastante inestables, la cabra negra, el pirata Malatesta y muchos otros. Pero los más perennes y secretos eran los Dos.
La naturaleza de los Dos es confusa. ¿Serán dos? ¿No será uno en dos, hermanos siameses o Jano bifronte? ¿Será, las dos mitades de su padre y autor con su juego constante entre el vida y la muerte, la luz y la noche el pro y el contra y su maniqueísmo del bien y el mal?
Que sean portadores de mensajes y deseosos de transmitirlos, no cabe duda, pero también se dedican a asuntos triviales como robar dinero o engañar a la policía. ¿Será este lado lúdico un biombo para esconder o tapar otras verdades?
En la época de la más intensa vida de los dos, Óscar Domínguez terminaba de leer Las bodas químicas de Christian Rosencreuz de Basile Valentín, libro altamente apreciado por André Breton por su contenido esotérico y su poesía. Pues bien, al terminar los 16 días de cruce de los Dos, Domínguez opta por organizarles al fin un encuentro y hacerlos hablar mutuamente, con muchas reservas y gran prudencia. El estilo es el de las bodas químicas de recetas alquímicas y misterios de alto nivel. Esta vez va en serio. ¿Qué dicen? Hasta la conclusión pesimista del segundo que se cruza: Todo lo hay que hacer de nuevo, hablan bastante claro de gruta, estuche, tesoro... en fin, de Eros. Cuando el primero que se cruza empieza con la bola obediente, es para contar detalladamente el difícil nacimiento de una obra pictórica; pero de repente el primero que se cruza termina hablando de amor, otra vez. ¿De qué se trata? ¿Del amor al amor o del amor a la pintura? ¿Qué son las perlas rodeadas por una barra de labios, sino una boca, pero también la representación de una boca?
El peligro para el exégeta es el de ver cosas donde no las hay. Aquí ocurre lo contrario. El kirius-kirius y otras obras de bricolage existieron de verdad, puesto que Domínguez era un genial amañado, lo que hizo de él uno de los más brillantes creadores de objetos surrealistas; el microscopio vendido para pagar un viaje a los Pirineos existió; el Palacio Moscovita, conjunto de chalets construidos en estilo ruso zarista por un coronel nostálgico de su país existió en Luchon, en una isleta de un riachuelo, alquilado por la poetisa surrealista Valentine Penrose para invitar a unos amigos. El pernod de Benjamín Péret (Benjamín flor de jazmín) era de verdad, como la gran nariz triangular era la de Domínguez y también lo era, por desgracia, la acromegalia.
Esto da fe de que Domínguez siempre estuvo jugando al límite de la realidad y del sueño, lo que permite pensar que los dos pueden, además de otras interpretaciones, representar lo vivido y lo deseado, la frágil franja entre el ser y el no ser, lo querido y lo temido en una amplia gama de recuerdos, hechos, pensamientos, emociones, sensaciones en un sutil y complicado cocktail, dentro de una mente a la vez sabia e infantil, abierta a todo y enamorada de lo irracional, conviviendo a gusto o no, pero a su aire, con sus amigos fantasmas y dentro del diálogo mudo de los dos que se cruzan.
[Texto mecanografiado sin fecha. Archivo Hugo Westerdahl. Madrid]
III
ÓSCAR DOMÍNGUEZ, POETA
por
Maud Westerdahl
Hizo poesía como el agua sale de la fuente. Sin dificultad, sin pensamientos, un canto continuo salía de su espíritu.
Resulta difícil separar su poesía de su obra pictórica, pues ambas tienen el mismo tono, la misma mitología, la misma profunda naturalidad, construyendo ambas el gran autorretrato definitivo: el último, el de su despedida de sí mismo.
En verdad no son poesías escritas; son cartas, canciones, dibujos con textos en manteles de restaurante, improvisaciones a veces difíciles de entender por la ortografía y el idioma empleado. Difícil también separar su vida diaria de su poesía. Cualquier auditorio podía servir de blanco a una ola poética. En un café, en la calle, explotaban creaciones confusas o grandiosas, declamadas con voz de trueno y puntuadas por gritos y mímicas enormes. Todo bañado en el humor, a la vez tierno y púdico, de autodefensa o agresión. En la olla de las brujas y hadas legendarias o míticas que velaron su infancia en Tacoronte, a base de rezos para curar el mal de ojo o el buche virado, de gallinas negras para anunciar el porvenir, de hierbas contra los dolores. En jardines y alcobas, en la cocina, lugar sagrado de la casa para un niño, en las conversaciones misteriosas de las niñeras antiguas. Entre ellas la hermosa Concha, la corre-corre, de ojos claros, transparentes, muerta hace pocos años, a quien Domínguez guardó toda la vida un profundo cariño.
Nunca pienso -decía Domínguez, orgulloso de una afirmación tan valiente entre intelectuales-. Ser telúrico, preso de sus fantasmas, hundido a gusto en los olores, las savias, la sabiduría del Atlántico y de la isla. Funcionaba su mente por receptividad. Cualquier fenómeno exterior desencadenaba una serie de reacciones perfectamete inesperadas, pero legibles para quien supiera seguir el hilo de Ariadna de su laberinto apasionado, infantil y apasionante. El juego gratuito, la intensa sensibilidad, la asociación de ideas, la liberación de mitos y tabúes oscuros salían a chorros poéticos, sin explicación inmediata. También sin ningún afán de belleza o pretensión literaria.
EW: Maud y Óscar Domínguez en su estudio de París |
Los polos de su creación poética eran el amor y la pintura, los mismos que en su vida. Tanto en su obra pictórica como poética, los dos temas se balancean siempre. Sin llegar a hablar del bien y del mal, que Domínguez ignoraba soberbiamente, o echaba a patadas en las cunetas de su camino, se encuentra en toda su personalidad el punto-contrapunto= negro-blanco, el contenido y el continente, el tiempo y el espacio, eterno contraste que Domínguez unió en el título de un cuadro, título que le encantaba: el recuerdo del porvenir, nombre de una tasca en Méjico, según él. Más aún, su poética entablaba luchas entre elementos sin común denominador: la mariposa y la espada, el pájaro y la rueda, el revólver y la flor, hasta el no y el siempre.
Aquellos dos elementos opuestos lograron su abstracción total en dos seres (?) misteriosos de los cuales no se sabe nada. Son los Dos que se cruzan, que tuvieron breves encarnaciones en los toreros valentinos, igualmente inteligentes, inquietantes y dañinos.
-Son dos que se cruzan. Toda la vida, por aquí, por allá. Con la lentitud del rayo y la ternura de la pantera. Dientes en la manzana y golondrinas en el fondo del lago, donde se colocan siempre los mayores espejos. Se dice: toda la vida, sin pensar que la frase se cruza también con la que decía Cleopatra al oído de su amante en un lecho de rosas frescas.
Los toreros valentinos, digo bien, los toreros valentinos, vinieron la otra noche. Pelearon con los tocadores de animales (tocadores de animales: hombres que hacen música con animales domésticos. Ejemplo: hombre tocando el violín con un gallo, la guitarra con un gato, etc. Es decir, el animal sirve de instrumento de música). Espectáculo, me atrevo a decirlo, notable: no solamente por el ritmo de las formas, sino también por la nitidez de la línea de horizonte, clara como los toreros valentinos en posición de sueño. No te preocupes por los toreros valentinos, los jodidos.
Pero no resulta tan fácil como parece:
-Mándame uranio para terminar con esta historia lo antes posible, pues los dos (y no digo más) están a 30 grados en abanico formando una especie de fuente vertical. El sol de medianoche llegando en fiacre fantasma del N. al S. de la estrella fértil.
En estas condiciones me parece que no se puede hacer nada. Además aparecen Malatesta y Crisálida:
-Malatesta está insoportable, necesita uranio para echarle, pues tu fórmula no da resultado.
Y ¿quien es Malatesta?
En 1495 yo era el pirata Malatesta, muerto en la playa de Guayonge en un combate a espada con el Jefe Crisálida. Todavía siento el frescor de una ola que bañó mi cuerpo unos minutos después de mi muerte. Pues imagínate que aquel cochino de Crisálida vino anoche a protestar contra mi cuadro Los Piratas. Se calentó, encontrando de mal gusto este tipo de humor, ya que él pertenece a la pandilla de los dos que se cruzan; ¡Las cosas que hay que ver! Naturalmente lo eché, diciendo que yo tenía la pequeña cadena de uranio; esto le asustó de tal forma que salió por la puerta sin abrirla.
André Breton, muy interesado por estos textos le aconsejó a Domínguez publicarlos. Fueron Los dos que se cruzan (cuadernos de Editorial Fontaine, París, 1947) diálogos entre los dos a base de mensajes herméticos o ingenuos como: no molestes al átomo, es demasiado pequeño en relación con su fuerza.
Los dos hablan de pintura:
-que los colores me vengan de España un compás de una calle de París y de Italia un arlequín.
Los dos hablan de amor:
-Todo me lleva a creer en el amor, amigo. Todas las fórmulas se encuentran en el amor. Una palabra más, y el pájaro se quiebra; una caricia demasiado dulce, y se cierra el estuche; una hora de retraso, y se encuentra la flor ya abierta; un regalo exacto, y las perlas rodeadas de lápiz de labios están aquí.
Los dos hablan, a través de todo, de Domínguez.
El pirata moría
riendo a las nubes
en la playa negro-terciopelo
en Tenerife.
en Tenerife.
Amor de pirata
amor de aire
arco iris de taberna
tabaco, ron y golondrina muerta.
Hablan proféticamente en un poema no publicado:
-Suicidio de prehistoria y recuerdo del porvenir con seis agujeros de infinito. A los agujeros, seis veces el amor, seis veces la muerte, seis veces la esperanza. Tocamos desde muy lejos la gruta misteriosa donde se esconden a veces mis sueños, a veces el revólver carnívoro, en la fuente de la Bella, del bello andar de agua.
Poesía saliendo en su estado natural. En una época de euforia, un catálogo de exposición lleva estos títulos: La vendedora de flores de la Rue Delambre embrujada por una enorme mariposa de Venezuela, La mosca, siempre la misma, alrededor de elementos plásticos, La bella ciclista de Cartago, Excombatientes todavía combativos, Paisaje y bicicleta inmovilizados por el color. Y después títulos sacados de la inolvidada infancia: Gofio, Tajaraste, Tacoronte.
Poesía natural, sin influencias ni referencias. La llamada cultura no le interesaba a Domínguez. Conocimientos adquiridos al azar servían más a su mente singular dominada o llevada por fuerzas irracionales. Lautrèamont, Baudelaire, Jarry, Rimbaud, sí, vistos a través de sus propios prismas. La poesía surrealista. Entendía fácilmente el idioma fluido, las metáforas y las palabras sencillas de Eluard, vocabulario cotidiano elevado a otras gamas armónicas. En las pirámides poéticas de Breton, se encontraba más maravillado que incluido. Le encantaba la violencia anti-todo de Pèret. En cuanto a las ideas, les tenía cierta desconfianza. Incapaz por su gran tamaño de caber en cualquier marco, no entraba en sistemas, iba a donde iba, solo, con su andar de bisonte sensible. Que este andar sea paralelo al paso del surrealismo, es evidente. Pero sin duda hubiera hecho más o menos lo mismo sin el surrealismo.
Los dos que se cruzan dejaron de cruzarse en el librito. Fue el sexto día después de su primer encuentro, día marcado por fenómenos inexplicables.
París está hechizado ... las máquinas de escribir marcan caracteres chinos... en los teléfonos no se oye más que la cabalgata de las Walkyrias... el oro del banco de Francia se transforma en una enorme cantidad de grillos.
Sin embargo no dejaron de cruzarse en la mente de Domínguez. Entre la risa ya difícil y el malestar de convivir consigo, eligió la marcha.
Una amiga suya, la escultora Nadine Effront, hizo en recuerdo de él una cabeza de minotauro muerto. Esta cabeza está en Inglaterra, en el jardín del coleccionista y escritor de arte Sir Roland Penrose. Así la describe la poetisa Valentine Penrose, otra vidente, unida por lazos de extraña y honda comprensión a Domínguez:
La cabeza descansa en un tronco de árbol, frente al dibujo prehistórico en la colina, ojos abiertos-cerrados de día y abiertos-abiertos de noche. Luce siempre azul debajo de un rosal blanco, pero en invierno, en la nieve, estaba de un índigo guanche, color de las mantas de fiesta de los reyes insulares. Hubo dentro un nido de pájaros y una noche encontré debajo un hermoso sapo de ojos dorados. Un día el tronco se pegó fuego a sí mismo, por fermentación de yesca. Y vuelve a hacerlo.
Así, poeta inspirado y ser poético inspirante, Domínguez alcanzó su destino profundo: sus leyendas y sus mitos resultan tan poderosos como él, y vuelven y vuelven a nacer en el porvenir del recuerdo.
[Una versión de este texto, posiblemente la primera, fue publicada en La Tarde. Santa Cruz de Tenerife. 10 de febrero de 1968].
IV
RAOUL HAUSMANN
por
Maud Westerdahl
Cuando lo conocí en Limoges, en 1945, después de la liberación, Raoul Hausmann tenía una cara sacada de una película expresionista o similar, o de aquellas figuras medievales, también alemanas, que parecen talladas con hacha en troncos de duro roble. Raoul Hausmann había llegado a Limoges, acudido por las convulsiones de una Europa desgarrada. Pertenecía al grupo desgraciado, ahora cada vez más numeroso de personas desplazadas. Desplazadas por el racismo, la miseria, el miedo, el hambre, la guerra o la política.
Nacido en 1885 y berlinés desde 1900, había tomado contacto desde 1918 con el grupo dadaísta de Berlín. Ese mismo año había recitado poemas fonéticos en una reunión dadá y comenzaba a tener un papel importante en la técnica del fotomontaje. Llevó un vida agitada que consagró a las actividades internacionales de Dadá.
Viajes, exposiciones, manifestaciones, conferencias y lo que hoy se podrían llamar performances, que a veces terminaban en verdaderas peleas con el público exasperado por la amplitud del escándalo y el sacrilegio cultural. Al fin llegó, a fuerza de expulsiones o problemas administrativos, a una pequeña ciudad limosina. Vivía, más o menos, dando clases de idiomas. También allí tuvo problemas de nacionalidad, por ser alemán por un lado y anti-nazi por el otro, paradoja admirable que convenía a su personalidad, en eterno estado de rebeldía. Un caso que afectó también a Max Ernst, alemán anti-nazi, residente en Francia, que se vio encerrado en un campo de concentración francés por enemigo.
Yo sabía algo de dadá, por Breton primero, luego por vivir en París en un conjunto de surrealistas, exsurrealistas y surrelizantes.
Recordemos. Dadá, nombre encontrado al azar al abrir un diccionario, fue el movimiento intelectual de rabia y demolición. Anti-arte-arte, anti-literatura, su afán era la aniquilación de la cultura anterior que había llevado al mundo al desastre. En este caso, la guerra del 14, la podredumbre de la economía y de la sociedad. De ahí poemas sin palabras, cuadros hechos con destrozos, papeles encontrados en el suelo, tiques de metro, pedazos de madera o metal, cosas normales, clásicas en l990. Lo curioso es que de esta demolición deseada, salieron obras hoy consideradas como bellas y colgadas en los mejores museos. Dadá hizo arte con el deseo de destruirlo. De los escombros de las ruinas dejadas por dadá nació el surrealismo.
Un pequeño grupo de intelectuales se reunía alrededor de Hausmann en Limoges. Nos explicaba su posición, pero sin tono didáctico. Más bien a través de lecturas de poemas fonéticos, con muecas, rugidos, silbidos trémolos y gesticulaciones, gritando su lema dadá es más que dadá o Cogito ergo sum dadá. Unos espectáculos totales y deslumbrantes, las sesiones dadá en Limoges eran, entonces, de sabor fuerte.
Mi amistad con él era más bien respeto y estima que afecto o, de parte de él, de tono humorístico. Me escribió en su español aprendido en Ibiza, antes del turismo masivo,
Madaleine Bonneaud
una valiente esmaltada
de fuego en su corazón
y su aspecto fiero
Evita Maud in the Wonderland.
Le invité a cenar a casa de mi madre. Hausmann, autonombrado el dadásofo, era tan cortés y fino en su trato personal como agresivo y fiero en su actitud dadaísta.
Apareció de gentleman, pero de gentleman dadá, con un traje negro, no muy nuevo, un monóculo y un bombín, Fue una velada amena. Mi madre, acostumbrada ya a mis amigos y a sus rarezas por haber vivido ya mucha domínguez-dadás, no perdió su impasibilidad y lo pasó muy bien, en realidad le encantaban ese tipo de cosas.
En esta misma época conocí al fotógrafo Izis, otro desplazado, llegado por los caminos más difíciles desde Lituania. Otro admirado de Hausmann. Izis empezaba a tener éxito con sus retratos y llegó más tarde a publicar libros excelentes. Con solo uno de ellos, París, podía vivir tranquilo con sus derechos de autor, me dijo diez años más tarde. Publicó otro, El Circo con Jacques Prevert, exsurrealista, poeta y cineasta y uno, muy importante, con y sobre Marc Chagall.
Cuando se marchó de Limoges, Domínguez y yo le presentamos a Eluard, a Prevert, a escritores y artistas y sus retratos fueron el principio de su notoriedad. Es el fotógrafo de la dulzura, la ternura, que mira con cariño un corzo, una vieja con su cesta, un poeta, un gato o niños dibujando en la calle.
Fue en casa de Izis en Limoges donde hicimos una sesión dadaísta. Más tarde Hausmann me lo recordó en una carta: Recité por primera vez mis poemas fonéticos. Además usted y yo interpretábamos una pequeña pantomima, en la cual yo la asesinaba; hasta había traído usted un líquido rojo para la verosimilitud.
Recitó un texto alucinante a la luz de una vela, terminando con un grito capaz de despertar al barrio entero. Se encendió la luz, nos bañábamos en un mar de sangre. Insisto en estos detalles en defensa de la verdad histórica y de paso para los estudiosos del dadaísmo.
Un grupo, los letristas, publicó su primera revista en 1947 y pretendía que Hausmann les había copiado. Hausmann me pidió, en 1970, mi testimonio sobre la velada en cuestión de 1945 (sus poemas fonéticos son de 1918). Una aventura semejante le ocurrió a otro amigo, el gran editor polifacético Iliazd, que encontraremos en estas páginas.
Fue defensor de las palabras prohibidas y un experimentador radical del lenguaje, unido a Larionov y Maiakowski y el futurismo ruso, parte del grupo vanguardista de Tiflis, muy activo en los 1918-20, fecha en que se marchó a París, mezclando el futurismo con el dadaísmo ruso y un idioma imaginario: el zaoum.
Aquí termina mi testimonio y esta incursión en el terreno de la erudición. Pero se lo había prometido a Hausmann y publicado ya en una revista francesa.
Después de la guerra y con Europa en paz, la vida de Hausmann mejoró. Consiguió recuperar su nacionalidad, hasta creo que el gobierno de Bonn le dio una especie de renta. Los admiradores se multiplicaban. Publicó libros, hizo exposiciones internacionales, grabó discos con los poemas fonéticos. El Centro Cultural Georges Pompidou le confió su obra más definitiva: El hombre de nuestro tiempo. Una cabeza de madera con añadidos dadaístas, un álbum de fotos denominado Melanografía y entró en la historia oficial del arte.
Westerdahl y yo le fuimos a ver a Limoges. Llevaba una enorme boina y estaba ciego, pero coleccionaba con pasión corbatas que enseñaba a los visitantes. Le mandamos una, la moda entonces en España, de napa dorada adornada con líneas geométricas de pequeños agujeros. ¡La llamó la corbata milagro, en una carta!
A Eduardo Westerdahl, muy interesado en el dadaísmo, envió libros, revistas, siempre deseoso de colocar su imagen en el lugar que le correspondía. Contestaba a las preguntas siempre con detalles, hechos y fechas. Como colofón de nuestra amistad guardo un libro de él Courrier Dadá con la dedicatoria: Cogito ergo sum dadá a Maud y Eduardo Westerdahl en signo de amistad. El dadásofo Raoul Hausmann. Le recuerdo en su casa de Limoges, con la horrible conciencia de haber cumplido su misión, sentado y, creo, feliz.
[Del libro Óscar Domínguez/Maud Bonneaud: Fragmentos de Amor, en preparación. Archivo Carlos Gaviño de Franchy. Santa Cruz de Tenerife].
V
DORA MAAR
por
MAUD WESTERDAHL
Cuando Breton se encontraba movilizado, de forma extremadamente involuntaria, en Poitiers (1939-1940) recibió la visita de su mujer Jacqueline y su hija Aube, acompañadas de una amiga. A primera vista pensé que se trataba de una pariente de Breton, hermana quizás, ya que veía en ellos cierto parecido: la misma manera de llevar la barbilla alta, los mismos rasgos clásicos y nobles, una actitud entre altiva y pensativa. Pero no eran parientes. Era Dora Maar, la compañera de Picasso.
Picasso y ella, con Jacqueline Breton y su hija, se habían refugiado, durante la declaración de guerra, en una playa atlántica, Royan. Más tarde Picasso y Dora volvieron a París donde pasaron los años más duros de la ocupación nazi. Allí fue donde la conocí de verdad.
Dora, mitad francesa y mitad yugoeslava, había entrado en la vida de Picasso mientras él mantenía aún relaciones sentimentales con María Teresa Walter, la madre de su hija Maya. Picasso tenía talento para evitar las épocas vacías. Dora estaba entonces mezclada con el grupo surrealista. Pintaba y comenzaba su carrera como fotógrafa. Era inteligente, culta, probablemente la más intelectual de las mujeres de Picasso.
Antes hubo, como se sabe, Fernande Olivier, la belleza y la bohemia, Olga, bailarina de los ballets rusos, elegante y convencional, la madre de Pablo, anti-bohemia que trató de hacer de su marido una gloria burguesa en su trato, su casa y su forma de vestir. Apareció María Teresa, casi una niña. Dora ocupó su lugar hasta que Françoise Gillot entró triunfalmente en el histórico taller de la Rue des Grands Agustins (en donde Balzac, curiosamente, había instalado al artista imaginario del chef d’oevre inconnu). Françoise, madre de Claude y Paloma, decidida, gran jinete, aficionada al arte, de una vitalidad juvenil deslumbrante, nunca permitió que nadie escarbara en su personalidad. Después vino Jacqueline Roque y se hizo sombra y sacerdotisa de Picasso, adorándole, llamándole el sol. Nada intelectual, pero la única que daba la sensación de esposa todo el tiempo, la única también que le abrazaba en público y se atrevía a llamarlo Pablito.
Dora y Picasso no vivían juntos. Tampoco tuvieron hijos. Nadie hubiera podido imaginar a Dora como ama de casa. Tenía un hermoso piso a dos pasos de los talleres de Picasso en una de esas fincas del barrio latino. Su casa, como ella, no era muy comunicativa. Altas habitaciones blancas, en una de ellas había pintado Picasso una larga fila de insectos trepando. ¡No puedo albear esta habitación, protestaba Dora! El lugar no revelaba nada de intimidad o de femineidad fácil. Algunos cuadros de Picasso. Lo que no se veía, pero se sabía, es que sus relaciones eran a menudo tumultuosas. Cuando tuvo lugar la separación, ella estuvo a punto de perder la razón.
Son bien conocidas las metamorfosis que Picasso, en su obra, impuso a la imagen de la mujer, llegando incluso, a la caricatura cruel. El rostro clásico de Dora, su aparente quietud, su mirada a veces tensa, otras, indiferente, las hermosas manos alargadas con uñas puntiagudas, pasaron por numerosas transformaciones, de frente, de perfil o de frente-perfil a la vez. Picasso, pintor de la realidad, apasionado por ella y deseoso de llegar hasta el fondo y la esencia de la misma, sabía que un rostro nunca se presenta de frente o de perfil, porque la realidad es tridimensional. Lo logró hasta tal punto que hoy nos resulta normal y hasta parecido un retrato en que los dos ojos están del mismo lado que la nariz.
Parece que Picasso quería agotar todos los recursos de una cara y por todos los medios. Pintó a Dora incansablemente, con el pelo suelto o recogido, con una blusa a rayas que ella nunca tuvo o con sombreros inverosímiles que podríamos llamar comestibles.
En un dibujo de 1939 aparecen dos señoras -Dora y Dora-, una tocada con una parrilla en la que se asa un pescado -hay leña ardiendo debajo del asador- , la otra, con una tetera humeante calentada por una vela sobre un mantelito con flecos que caen elegantemente alrededor del rostro.
La pintó de esfinge y de ave, la pintó tranquila o desesperada. No hay en su obra, a mi parecer, ningún otro rostro de mujer tratado con tanta intensidad. Dora sirvió de modelo, conscientemente o no, para los estudios, bocetos y dibujos en la evolución del Guernica. La trágica y admirable mujer que llora, que concentra en sí todo el dolor del mundo, es Dora. Su llanto es tan intenso que desgarra un pañuelo entre sus manos y sus lágrimas tan abundantes que Picasso introdujo bajo el párpado inferior una especie de cuchara para recogerlas. ¿Sería humor negro? Lo cierto es que a esta cuchara insólita se le ve, chocante quizás, pero está allí cumpliendo su misión.
Nos veíamos en exposiciones, reuniones, cenas en El Catalán, el restaurante descubierto por Picasso al lado de sus talleres. Dora venía al taller de Óscar Domínguez a charlar, a ver los últimos trabajos. Óscar y ella se tenían una simpatía mutua que nunca logré descifrar, dadas sus personalidades. ¿O sería que Dora, detrás de su aspecto serio y severo, escondía grandes posibilidades de comprensión y tolerancia, o de ganas de reír, sencillamente? Se interesó por mi mufla -a menudo los artistas envidian a los artesanos- e hicimos experimentos de esmaltación, imaginando entre las dos un brillante porvenir comercial. Yo empezaba en el oficio y gracias a nuestros errores descubrí una manera de obtener un extraño negro jaspeado que utilicé luego de modo más profesional.
Dora había pintado, antes de hacer fotografía y volvió a pintar sin buscar público o publicidad. Me acuerdo, o creo recordar, un retrato de Alice Toklas la amiga -musa, víctima, verdugo, según se dice- de Gertrude Stein, quizás me engaña la memoria pero lo veo hoy como un cuadro claro, vaporoso, de una señora de edad, menuda, rodeada de auras blancas y toques de ese malva claro aterciopelado de las violetas de Parma, que por cierto, han desaparecido de las floristerías hace ya tiempo.
Más tarde recordé que Dora me había prometido un cuadro y ella trató de regatear: ¿seguro que no era un dibujo? Me mantuve firme y hoy conservo un paisaje de pequeñas dimensiones, en verdes y tierras, la ladera de alguna montaña, que no debe nada a ninguna influencia, sobrio y silencioso.
¿Qué habrá hecho Dora de su archivo fotográfico? Ella vio nacer, día tras día, el Guernica y lo fotografió a cada paso. ¿Quizás ella tiene una de las llaves del arcano de esta obra standar del siglo veinte. La continuidad de su creación, las pausas, las marchas atrás, las correcciones, los cambios.
Después de su separación de Picasso, Dora siguió igual, reservada, pero ensimismada, salvo que dejó de beber y se convirtió al catolicismo.
Su vida -por lo menos lo que de ella conocí- era igual. Amistades, cenas, exposiciones y la misma casa donde siempre tenía whisky para los demás. Nos veíamos por la tarde en el bar del Catalán con la poetisa, igualmente secreta, Valentine Penrose.
Más tarde, en cierta ocasión en que fui a ver a Picasso a Notre Dame de Víe con Westerdahl, él me separó un poco del grupo y me preguntó: ¿Sabes algo de Dora? Le contesté que hacía tiempo que no. Levantó los hombros y las cejas con una mueca contrariada y se reunió decepcionado con el resto de sus visitantes.
Más tarde, en cierta ocasión en que fui a ver a Picasso a Notre Dame de Víe con Westerdahl, él me separó un poco del grupo y me preguntó: ¿Sabes algo de Dora? Le contesté que hacía tiempo que no. Levantó los hombros y las cejas con una mueca contrariada y se reunió decepcionado con el resto de sus visitantes.
[Del libro Óscar Domínguez/Maud Bonneaud: Fragmentos de Amor, en preparación. Archivo Carlos Gaviño de Franchy. Santa Cruz de Tenerife].
VI
TENTATIVA DE UN RETRATO DE MANOLO MILLARES
por
Maud Westerdahl
Francisco Rojas Fariña: Manuel Millares Sall
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Hacia los treinta años Millares se parecía a un joven universitario inglés, o a un retrato desconocido de Rimbaud, con algo -esto era un engaño- como fluido en su personalidad. Cuando nuestro hijo Hugo, a los pocos años, conoció a Eva, muy pequeña, hija de Elvireta y Manolo, tan parecida a su padre, la llamó botellita de cristal. Pues había algo de esto, de cristal, en la apariencia de Manolo. Facciones finas, pelo claro, tez clara, cuerpo y manos alargados y una mirada azul transparente, oscurecida en algunos momentos por nubes más sombrías de pena, rabia y angustia. Manolo, tan español en su obra, tan nórdico en su aspecto -hasta en su manera refinada de vestir, de tonos matizados, jerseys de lana fina y un extraordinario abrigo de pastor, no se si de Portugal, con doble capa, hermano, en estilo más brutal, de los impecables macfarlaine de Sherloc Holmes. Cristal, sí, por un lado, pero mezcla de cristal de roca duro con la fragilidad de los irisados de Murano.
La contradicción de Manolo quizás residiera en esta lucha entre fuerza y fragilidad, dulzura y violencia, timidez y grito. El grito, en cada una de sus obras, lo captamos. Su dulzura la vivía casi secretamente, en su manera de manipular los vidrios romanos, en las cerámicas griegas que coleccionaba, en una película que hizo sobre Elvireta, en su manera de tocar la guitarra -desde la folía hasta La Quinta Brigada- en su sensibilidad a flor de piel. Lo que complica el retrato, repito, es que Manolo no se parecía a su obra: Picasso se parecía a Picasso, o logró parecerse con el tiempo, Braque era el serio constructor francés, Dalí era un Dalí inventado por Dalí, Goya, que decir... Pero he aquí que de repente aparecen los revolucionarios de guante blanco, los terroristas vestidos de gentlemen. Jack el Destripador, ¡sobrino de la Reina Victoria!, Freud, Kafka, Sade o Robespierre, Duchamp, Bataille, etc., todos portadores de bombas y con aspecto de gente bien. Manolo era de estos. No vociferan, no viven la bohemia, no llevan su rebelión por fuera.
Pero uno se pregunta al ver una arpillera de Manolo en el salón de un gran burgués o colgada al público en un hotel ¿saben que están siendo engañados? Manolo se reía cuando le decían que pintaba despojos vestidos de frac, bien sabía él que lo de peso era la agresividad del despojo, no el frac.
Que este frac sea elegante es otra cosa. Manolo era un esteta en sus gustos y en su vida. También, al fin y al cabo la belleza, la belleza ¿qué? Nuestra época está ya acostumbrada a la belleza de la sangre y del detritus, del pulpo o del oso hormiguero, de Nosferatu o de la foto ampliada de un piojo. En el grupo de ruptura que formó El Paso, no hay un solo artista cuya obra no tenga un fuerte carácter de estética. No digo esteticismo. Manolo quizás resultó el más vehemente de ellos, por el tono desgarrador de su testimonio y los materiales empleados. Eduardo Westerdahl le llamó el justo histórico. Pero, demasiado consciente para creer que las cosas son solamente lo que aparentan, demasiado humano para una rigidez ciega, demasiado inteligente para un maniqueísmo simplón, buscaba en esta zonas incomunicables, entre su unidad y las contradicciones. Esta justicia le debía hacer vivir en una dura tensión. Pero cuando Manolo se reía, tenía cara de niño.
[«Tagoror Segunda Época». El Día. Santa Cruz de Tenerife, 18 de agosto de 1985]
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