martes, 1 de febrero de 2011

MAUD WESTHERDAL. LOS AMIGOS (II)

VII
VALENTINE PENROSE
por
Maud Westerdahl


Anónimo:
Óscar Domínguez, Valentine Penrose y Maud Domínguez en Londres
    Valentine Penrose es una estrella oscura del surrealismo. Oscura, no por falta de brillo. Sus libros con prefacios de Paul Eluard, ilustraciones de Picasso, Miró, Paalen, Agar o frontispicios de Tapiès, sus retratos por Max Ernst, Man Ray, Eileen Agar o Roland Penrose. La admiración que suscitó su obra, son testigos de ello. Pero esta estrella tiene un velo, un halo especiales, debidos al carácter de la poeta. Una altanería heráldica, mezclada con pudor y discreción, un rechazo de las leyes de la sociedad o la vida actual, una imposibilidad absoluta para pertenecer a cualquier grupo -por ejemplo los dictados y normas del surrealismo- y la incapacidad de funcionar entre las cosas obligatorias de la vida -contratos, pasaportes, bancos, firmas, alquileres- eran, sin pose ni teatro, verdaderas tragedias.
    Entonces, mucha soledad. Viajes, maletas, hoteles, sin poseer nada ni vivir en sitio fijo. Estar enferma, sola, tres días en una habitación, manipulando un collar de ámbar: feliz, todo despersonalizado, salvo, siempre, unas flores en un vaso. O bien, al contrario, deambulando sin rumbo por lugares fantasmales de Londres, furiosa por tener que volver a vivir después de las delicias de una anestesia rica en recuerdos maravillosos. Yo no aguardo nada ya, que mal. Solamente mis sueños y todos los de los demás, que entiendo y vivo cada vez mejor. Uno a veces se cree un pájaro que canta estúpidamente solo, después tiene vergüenza y cierra el pico.
    Estos sueños y el rechazo del presente la llevarán a veces a dejar la poesía y hundirse en la historia de personajes abismales, la Condesa Bathory -sobre quien escribió una monografía alucinante- o Gilles de Rais, otro gigante de la perversidad, con un punto de vista poco estudiado: Bathory se sabía inocente, tenía derecho, condesa y prima del rey a torturar centenares de doncellas y bañarse en su sangre para conseguir sus orgasmos demenciales. A la vez que Gilles de Rais, creyendo en Dios y en el diablo, murió confesado, santamente, llorando por los mismos padres de sus -también- centenares de víctimas martirizadas. En los castillos ruinosos, en la Blutstrase de Viena, en las cerradas fortalezas de los templarios, Valentine buscaba el gran secreto o las grandes contestaciones. Se interesaba por la magia, el esoterismo, las pitonisas y las sibilas. Pasó largas temporadas de meditación en monasterios de la India.
    Era de una gran belleza, hija de Gascuña e hija de oficial, lo que daba a su manera de ser, a su andar y su porte, algo de mosquetero femenino.
    Era sabia en la práctica del tarot, los templarios, la astrología y el zodíaco, Trataba a los astros con naturalidad, como a personas conocidas. La otra escapatoria era un amor inmenso a la naturaleza, con la que tenía relación de druidesa. La calidad del aire, un olor, una raíz, los lodos radiactivos medicinales, la piel de un gato, las estaciones. El cielo, sobre todo la luna, la luna. Un día la vi blanca y tensa, había tenido el valor de retorcer el cuello a una paloma destrozada por un coche, moribunda. Tenía una relación intensa con esta naturaleza amada, de hada, nunca de bruja.
    Su poesía puede, digo solamente puede, parecer hermética. Pero ella no lo era. Desde su punto de vista decía las cosas con la mayor claridad.
    Los poemas que llamaremos de Tenerife, son dos, y tienen como tema un viaje que hizo a la isla. Vino a ver a sus amigos Westerdahl y a seguir la pista de los sueños de otro amigo, Óscar Domínguez. Para un observador imparcial, conocedor de las dos personalidades opuestas y sin embargo, gemelas, de capricornios furiosos, de Valentine Penrose y Óscar Domínguez, la visión de ambos sobre Tenerife, es la misma. Telúrica, poética, infantil, grandiosa, mítica, confusa y clara, llena de la alegría de la naturaleza y al mismo tiempo del miedo que impone el volcán y sus misteriosas rabias, un pasado etnológico inseguro o confuso, una civilización partida a golpes por la conquista, una tradición guanche perdida o traicionada, un nuevo rumbo para estas islas flotantes entre Europa, África y América.
    Valentine entendió todo esto. Sus dotes de hada le permitieron encontrar en no se qué libro de la Biblioteca Municipal unas palabras en guanche, que para ella era sánscrito -algo sobre verde, primavera o germinación- y vivió en un estado de trance dulce entre sueño y realidad, entre una cestita de guayabos muy maduros y tres flores de tuberosa en su dormitorio, aspirando su olor.
    Cuando su dificultad para vivir la dejaba descansar un poco le encantaba reír, comer y beber, bailar. Una antigua muralla de St. Robs podía servir de muro de las lamentaciones con gemidos de perros. Un viejo disco de Noche de Ronda en una playa, con una tortilla de cebollas representaba una velada perfecta. Una película ridícula, un pub ahumado en el Soho con Óscar Domínguez, una orgía de patatas fritas con salchichas en el Odeón, todo podía ser, de repente, pero ¡ay! brevemente, motivo de placer. Pronto volvía a cerrarse la jaula de plomo, a doblarse las alas bajo el peso de lo que llamaba ¡ah¡ la vie, la vie, la vie.
    Murió muy despacio, sin dolor, de leucemia. La estructura de la bella cabeza, los modales de hidalgo, el perfil de mosquetero, intactos.
    La lectura de los poemas escritos en Tenerife es fácil y al tiempo difícil. Lenguaje sencillo, sin palabras rebuscadas, sin metáforas, sin lirismo fácil, en directo. El Carrito -esto sucedía en el año 1957 y había carritos con ruedas en los que se vendían cigarrillos y golosinas- el parque García Sanabria, de Santa Cruz, el verdino, las columnas de algunas iglesias, Tacoronte, la saltona, las hojas de los árboles, los enamorados en los bancos. Cada detalle corresponde a algo real transformado en otra cosa -hasta la saltona- en un fresco que es y no es Tenerife, pero que seguramente, es Valentine en Tenerife. El Carrito es una descripción del Parque García Sanabria de noche. En El Verdino, el parque también, los guayabos -que le hacían sentir olor a India y a Tenerife y el final es la clásica saltona. Todo esto pasado por una emoción que elige sus motivos, o quizás elegida por estos temas, negándose a todo lirismo.

EL VERDINO
Desde lo alto de mi habitación
Fea como un fortín en esta ciudad de placer y de ocio
Desde estas manos verdes de los árboles que penetran
Os digo
Yo quisiera un verdino.

Señora qué le has hecho a la gente
Para que te quieran y no te quieran
Para reir y para llorar tanto ellos y tú.

Sobre los grandes insensibles laureles
Hechos para las avenidas sin gloria
Encendida por mi propio fuego como una medalla
Yo he recogido el esplendor de la isla y en mi puño
En mis blasones a mis costados
Os digo
Yo quisiera un verdino.

Pues me he vuelto hacia el este
A mi lado está el árbol de la guayaba
Y cuando vuelva la noche
Tendrá mucho miedo de la medalla.
El parque inquietante se alza contra ti en sus ropajes
Por su suelo desfilan ejércitos de arañas
Debajo de la novia inerte en el banco de su soldado
Lilas pocos gentiles devoran la noche
Con su exhalado verdor de hieles que os harán padecer
También sobre el banco negro de los soldados y sus novias
Hay cristales inauditos transparentes
Para las bodas de aquellos que nada saben
Y el loro y el perro del quinqué
Están en su estrellada isla del andén sin guardianes

Alguien me ha dicho que pase yo a la sombra
Me ha dicho que pase a la hiel
Y yo he encontrado la columna
Que es también de color de perro
Girando en la fachada solitaria.

He aquí por qué quiero esta cosa tangible
Un verdino de conquistas galoneado de rastros
En que los sellos son acuñados sobre una piel de hoja
Guiado con dureza por la isla de los dedos de piedra.

Yo sé desde hace mucho tiempo
Lo que me queda por hacer
Y de todos mis verdinos
Y de mis voces de cráter

Las magas están de pie han andado se sientan
Con su sombrerillo su manto se han ido a predecir
Predecir al revés
Los perros han devorado todas las hojas de Tacoronte
Después se han puesto a aullar
Más allá de sus madres
En los siglos
La canción de hoy.

Y gruñamos retorzámonos gritemos
Sin saber por qué
Pequeños sin desgracia:
La saltona

LA CABEZA ÍNDIGO
                        a Óscar

Cabeza azul cabeza
Un pájaro para el pequeño
Bien de la vida
Un sapo para el gran mal
Sepultado

La gran mujer de las colinas
Erguida entre dos palos
Como pilares de cama
A veces y de noche
Otra vez al mundo te saca
Recién recién-nacido del azul
Para vivir una noche de luna

A la finca vieja abajo y cerrada
Sobre neblinas de antiguos sueños
El más durmiente de los durmientes
De noche reposaba

La lava con el rocío
Se hundía en los diluvios

Niño gigante acordado
A mil millones de años
Pájaro pesado a flor de tierra
Rozando de lana y vellón
Las baldosas de piedra verde
Cuando todo duerme en las catedrales

Ahora sola depurada
Tu cabeza descansa
En otra isla
Bajo un espino
Heladas están las estrellas
Nada azul salvo tu
Sólida cabeza nacida
En que centellea la escarcha

Pero por ahí en primavera
Un pájaro hablará un rosal blanco será

Déjame la poderosa pena
Aguantaré la noche
Sangre mi sangre fue mi enemigo
Déjame bajar
Bajar bajar
Hasta el cielo

No me equivoco. Pienso
En los mantos azules dando vueltas
En las verdades de luna y pitonisas

El drago no miente
Ni la paloma de ojos dorados
y la mujer ni miente
En el sacrificio desnudo
Yo sé que lo sabía
O largas noches lo sé

Derecha e izquierda alcanzadas
Al fin al fin reunidas
Las islas diseminadas
Y las manos de las amadas

Cabeza y corazón índigo
Nada hay que rehacer
los reyes han conquistado.

[Del libro Óscar Domínguez/Maud Bonneaud: Fragmentos de Amor, en preparación. Archivo Carlos Gaviño de Franchy. Santa Cruz de Tenerife. La versión de Maud Westerdahl del poema La cabeza índigo, de Valentine Penrose, fue publicada en La Tarde. Santa Cruz de Tenerife, 10 de febrero de 1968].

VIII
DOMINGO PÉREZ MINIK
por
Maud Westerdahl


EW: Domingo Pérez Minik
     Recuerdos inesperados, incoherentes, felices o tristes, se despiertan, se mueven y giran alrededor de un nombre: Domingo Pérez Minik. ¿De qué manera hablar de él, con qué perspectiva u óptica, fuera del pesar personal y del vacío que ahora hay en su lugar? No hay respuesta, hay que andar al azar con el cariño y la admiración sirviendo de brújulas.
    En un poema, Eluard le dijo a Picasso (otros grandes ausentes): ...generoso, tú das de ver. Del mismo modo que se da de comer o de beber. En la muerte de Domingo Pérez Minik podemos empezar a medir lo que el dio, tratar de hacer un balance de su generosidad. Es el tercero en desaparecer del trío superviviente de la aventura de gaceta de arte. Primero se fue Pedro García Cabrera, después Eduardo Westerdahl. Los llamaré: Donantes. Pedro daba su amor a la poesía, sin cesar, al mundo entero; a la mar, a la gente, al viento, a los pájaros. Westerdahl daba, más que prestaba, sus ojos y su sensibilidad visual y estética: arteadicto, quería compartir la felicidad que sentía al contemplar lo bello, quería convencer a los demás para que conocieran el mismo goce que él frente a la forma y el color.
    En cuanto a Domingo Pérez Minik, daba con manos abiertas su inteligencia, su lucidez, su entendimiento útil, los meandros y los matices de su conocimiento profundo de la cosa escrita que, aún más que afición o pasión, para él era el pan y la sal de la vida. Comentaba, explicaba, enseñaba con entusiasmo. Hablaba de libros tanto con sus iguales en la materia como con la gente involuntariamente menos culta: la asistenta, el chófer. Con su discurso a la vez ameno y serio, con las contradicciones normales en cualquier espíritu, maduro y libre de trabas, Domingo Pérez Minik abría vías, puertas, hacía entrar aire y luz. Después, con la misma generosidad, respetaba en el otro el derecho a elegir, con su inteligente tolerancia.
    Exigente y parcial por un lado, indulgente y abierto por otro, tanto en sus juicios literarios como en sus relaciones humanas.
    La seguridad que tenía en sus ideas no le cegaba ya que pudo abarcar, con el mismo entusiasmo, el surrealismo y el racionalismo. En pocas palabras: era un hombre libre y consciente de serlo. Lo sabemos todos. Pero sabemos también que había una serie de cuestiones básicas sobre las cuales no se podía transigir la honradez mental, la dictadura, el derecho a pensar y a expresarse, el racismo... En fin, las bases. Ahí Domingo Pérez Minik no admitía el diálogo; la mirada clara y azul se tornaba sombría y hostil. Después, pasada la ira y volviendo a su sentido del humor, soltaba sus interjecciones: ¡Vaya, vaya! ¡Qué cosas!, seguramente cargadas de significado para él. Con este vaya, vaya quisiera poder despedirme sonriendo como él en su puerta siempre abierta, ahora cerrada: hasta siempre.

[La Provincia, Las Palmas de Gran Canaria. Domingo, 10 de septiembre de 1989].

IX
PICASSO, PERSONA
por
Maud Westerdahl

EW: Pablo Picasso en La Californie
    Estas líneas tendrán, inevitablemente, un tono sentimental, subjetivo y personal. Para una estudiante que acababa de llegar a París desde una universidad de provincias, el haber disfrutado de la gentillesse -que es otra cosa que la gentileza española, más bien algo como un trato afectivo y cortés, cariñoso, sin confianza, ni insistencia, ni intromisión- de a quien entonces se le llamaba entre comillas don Pablo o sin comillas, Picasso, da cierta cohibición al momento de hablar de él, de la profunda alegría que se tiene al celebrar un cumpleaños empezando con un 9, y cierta timidez frente a tal grandeza y a la grandeza del homenaje mundial que se le rindió.
    Ir a ver a Picasso a las once de la mañana, durante la ocupación nazi de Francia, era un rito, una orden mental, y en el fondo un inmenso honor. Allí se encontraba la gente que defendía no solamente una posición intelectual o artística definida, sino también valores morales y humanos de primera necesidad entonces: la defensa de la persona en sí, el reto y el desafío a la monstruosidad, al genocidio y al asesinato de lo que todavía significaba algo.
    Muchos han escrito textos importantes sobre la visita a Picasso en los talleres de la Rue des Grands Augustins, palacio antiguo destartalado, señorial y gélido por la falta de calefacción; de los almuerzos en la tasca de al lado, Le Catalán, con carne y pan sin el ticket de racionamiento, y vino de mala calidad.
    Picasso, perseguido, prohibido como artista degenerado, en vez de huir a un exilio cómodo como tantos otros lo hicieron. Se quedó en Francia y en el peor lugar, el París de aquellos años. Como un monolito heroico, pero no solitario, puesto que gracias a él y a otros pocos, cierto hálito vivo, callado, rebelde al estúpido equívoco, se sostuvo. Sobra decir que el taller de Picasso recibía la visita de muchos artistas españoles que él ayudó con infinita paciencia, moral y económicamente.
    También tenía que soportar visitas no gratas. A unos oficiales nazis que le iban a ver tenía a veces que abrir la puerta. Se cuenta que a uno de ellos que calificó de bárbaro a un cuadro suyo con tema de bombardeo, Picasso contestó: el cuadro lo hice yo, la barbaridad, ustedes.
    Terminada la guerra europea, Picasso libre recibe del mundo entero pruebas de adhesión a su obra y su amor a la paz. Recuerdo la cena en Le Catalán con Hemingway vestido de oficial U.S.A., que le dedicó su primera visita en el París liberado. Dibujó palomas, más palomas, palomas de paz. Denunció la guerra como el mal peor junto al racismo.
    Picasso empieza una nueva vida que quiere patriarcal, en Vallauris, pueblo de tradición artesana, de cerámicas humildes: cacharros y vajillas. No tiene lugar aquí contar la aventura del renacimiento de Vallauris como obra de Picasso, ni como él hizo de Antibes, ciudad cercana, uno de los mayores templos picassianos por trabajar allí en el antiguo Palacio Grimaldi y dejar generosamente una enorme colección de cuadros, cerámicas y dibujos de tipo griego-amoroso-priápico, para el público.
    A la anécdota, a la gentillesse. Un verano de los años 50, con dificultades personales y económicas, me encontré vendiendo cerámica de la del peor gusto en el pueblo de Vallauris. Por la tarde bajaba Picasso por la calle principal, saludaba y decía: Bien, bien, yo también vendo cerámicas. En una casa de al lado descubrí un extraordinario organillo. Todavía no se si lo compró Picasso o Jacques Prevert, que andaba por allí.
    Su amor a la gente, a las cosas, a los rostros era constante. Estuvo ilustrando una edición de lujo de poemas de Góngora con caras de mujeres: Inés, su bella sirvienta, la hermana de Inés, y otras, mujeres de cabellera suntuosa y perfectos perfiles. ¿Y que tiene esto que ver con Góngora? le preguntó alguien. Y contestó: ¿Cómo? Claro que tiene que ver. Y enseñando los grabados: Esta es el ama de llaves de Góngora... esta, la que le plancha la ropa...esta su cocinera… etc. Prueba de su amor a todo y de su profunda y sabia alquimia de la vida.
    Su memoria: Hace trece años le llamamos desde Cannes. Vengan, vengan con el niño. De entrada el rey de la pintura no nos hizo caso; quería solamente saber lo que necesitaba el personaje de once meses: ¿Leche? ¿Manta? ¿Toallas? Resuelto este problema importante, preguntó a Westerdahl: Nos conocemos desde siempre. Pues, no -respondió Westerdahl. Pues sí, tu fuiste el primero que publicó mis poemas en tu gaceta de arte en Tenerife. Y nos hizo subir riendo a su célebre cabra para sacar fotos.
    Ahora Picasso está feliz en Mougins con su esposa Jacqueline. La primera que le llama Pablo en público, y no Picasso. La primera que le tutea en público. La primera que le da en público un beso en la calva y un abrazo.
    En la última visita que le hicimos el año pasado, en Nôtre Dame de Vie, el ambiente de siempre: la gentillesse, los recuerdos y el presente fuerte. Cogió la túnica india que le llevábamos a Jacqueline, quien declaró: Ya está, la llevará él y no me la dejará a mí. Estaba contento con unos horribles cueros repujados del tipo Don Quijote y Sancho que le habían mandado de España. Contento de tomar su te, de charlar, de hacerse sacar fotos, de ver correr a sus grandes perros en el jardín. Al despedirnos teníamos la garganta un poco apretada.
    Lo llamamos desde hace tiempo nuestro Dios Lar, diciendo que anda suelto por la casa. Dios Lar o monolito, tanto la leyenda como la persona siguen en pie, con la mirada que lo capta todo y la mano que da incansablemente. Un poema de Paul Eluard a Picasso Buen maestro de libertad termina así: Y, generoso, tu das a ver. Dar a ver la inocencia, la sencillez y la profunda bondad que integra a todo verdadero genio.
    Otro fragmento:
    La tertulia, por estos años, tenía lugar en la dulce playa de Golfe-Juan. Había pocos veraneante y muchos amigos. Allí desfilaba el mundo entero, desde Maurice Thorez hasta los grandes marchantes de arte, los magníficos fotógrafos de Life, escritores y artistas. Picasso los recibía entre dos baños, en short. Nadando una braza tranquila pero eficaz, o en la playa, nunca sentado o acostado en la arena, sino de pie, con los brazos cruzados, la mirada perforante, la dialéctica permanente, la pregunta aguda, la contestación limpia. Se trataba de las cosas más pequeñas o de las más grandes. Se hablaba con mucho interés de un trozo de ladrillo encontrado en el mar o de la mejor manera de cortarse las uñas de los pies. Flotando en las inocentes olas, Picasso seguía hablando y lanzando aforismos, atento y gentil, siempre presente. Sus problemas personales se resolvían aparte.

[Del libro Óscar Domínguez/Maud Bonneaud: Fragmentos de Amor, en preparación. Archivo Carlos Gaviño de Franchy. Santa Cruz de Tenerife].

X
MAN RAY
por
Maud Westerdahl

                                                                                                      De izda a dcha: Man Ray, Maud Westherdal y Óscar Domínguez
    Cuando se supo en París de la vuelta de Man Ray, que había pasado los años de la Segunda Guerra Mundial en Hollywood, se produjo una alegría generalizada en su mundo. Nunca conocí a nadie que no le quisiera o le admirara.
    Man era igual, aunque más pequeño, de lo que me había imaginado. Traía de América una miniatura preciosa, Juliet, con ademanes y cara de duende sonriente. Había sido bailarina y paseaba por la vida con una ligereza tal que apenas tocaba el suelo. Sin embargo, era muy adicta a los placeres materiales. Juliet no hace nunca nada que no le produzca un placer inmediato, cuando menos, a corto plazo decía Man con admiración.
    Man volvía en busca de su amado París. Contrariamente a muchos exilados que regresaban amargados quejándose de los terribles años pasados fuera y del igualmente abominable ambiente que encontraban a la vuelta -no se podía negar que cuatro años de ocupación nazi y de guerra habían cambiado un poco la cosa, la gente, sin hablar de la historia- en París, Man empezó de entrada a gozar de todo.
Recuperó a sus amigos, casi toda su obra, gran parte de sus bienes -pero no el taller de la esquina del boulevard Raspail, Rue Champagne Premiere, que había visto desfilar al mundo entero en busca de un retrato.
    Un cuarto de hotel es poco para vivir y comenzar nuevamente. Óscar Domínguez le prestó su taller de trabajo del boulevard Montparnasse, donde podía, por lo menos, dibujar o pintar o simplemente pasar ratos en un lugar donde se respiraba, desde hacía años, un aire de creación y libertad. Cuando Man y Juliet se marcharon nuevamente a América para organizar su mudanza definitiva, nos devolvieron las llaves y al entrar encontramos en el caballete un hermoso cuadro de Man dedicado A Maud et a Oscar, les yeux, les emaux et les emeraudes.
    Yo hacía esmaltes en aquella época y Man, curioso como una ardilla, quiso hacer experimentos. Terminaron en una placa rectangular de unos ocho por diez centímetros, bastante grande para un principiante. Man la montó como una hebilla de cinturón y Juliet la paseaba encima de su -supongo- minúsculo ombligo.
    Cuando volvieron a París para siempre, se abrió el enorme taller-vivienda de la Rue Ferou, cerca de Saint Sulpice, donde según se dice habían llevado parte de su imaginaria vida los tres mosqueteros.
Allí todo, muebles, cuadros, objetos, tapices, lámparas, el célebre biombo, el juego de ajedrez, afirmaban la poderosa presencia de Man Ray.
    Era una época de reencuentros, reuniones, cócteles, exposiciones, fiestas de disfraces. Man volvió a pintar, a fabricar a partir de lo imposible, a inventar lo inexistente.
    Se les veía a los dos, a menudo, en el pequeño restaurante Le Kosmos, frente a La Coupole y al lado del Select, hoy transformado en triste snack. Allí nos reuníamos un grupo de amigos a almorzar, formando mesas comunes o individualmente, según el humor de cada uno. Man venía acompañado de uno de sus raros ejemplares de bastones. Allí se encontraba el pintor Zadkine, Marchand, grupos de jóvenes artistas, Valentine Penrose y Óscar Domínguez casi a diario. También las señoras que trabajaban en las casas de la Rue Vavin.
    En este restaurante, El Kosmos, en momentos bastante sombríos de su vida, me dijo un día que fuera a su estudio llevando un jersey oscuro y algunas joyas de esmalte hechas por mí. Me hizo dos retratos fotográficos, unos de mis tesoros. No por el modelo, sino porque representaban años de deseo, un deseo que, cuando me lo formulé, no tenía ninguna posibilidad de realizarlo. Nunca le dije lo que su real regalo significó para mí. Me parecía que este tipo de sentimentalismo hubiera rozado el mal gusto o la indiscreción, dado el hermetismo que manifestaba frente a lo emocional. En estos años, principios de los cincuenta, me encontré mezclada en un mundo más bien incoherente, pero con un común denominador de arte, fantasía, inconformismo, intelectualidad y una nota de snobismo.
    En el Bar del Catalán, después de una cena en algún restaurante o de un vernissage, se reunían, al azar de los momentos -y a menudo también en casa de Marie Laure de Noailles- Dora Maar, los Man Ray, Lee y Roland Penrose y muchos otros hasta altas horas de la noche y con bastante alcohol.
    Eran los años de gran frivolidad de Óscar Domínguez y yo lo seguía desde lejos, sin participar del todo. Otros venían y se iban. Juliet y Man siempre hacían lo que querían, alegres y amenos, pero sin entregarse al juego. Antes de mi marcha de París, Man me hizo participar en una corta escena significativa. Me llamó. Tenía que llevarle a toda prisa una serie de mis esmaltes, un regalo que quería hacer a la mujer de un director de cine con quien había trabajado, Envolví trabas, broches y zarcillos en trozos de papel de periódico, los puse en una vieja lata de cigarrillos americanos falsos. Man los vió, sí, se quedaba con todo. Le hablé de cajitas, envolturas. Ni hablar. Iba a entregar el conjunto así, tal y como estaba con periódico y lata: C’est plus chic. Con el tiempo me di cuenta de que tenía razón, era más chic.
    Es célebre su foto de una modelo de Lelong, con un suntuoso vestido de seda plisada, reclinada, como si fuera en una chaise longue, en una carretilla corriente de madera, pero forrada de raso. Este asiento insólito era obra de Óscar Domínguez, quien compró este humilde instrumento de trabajo en una ferretería cualquiera y con su acostumbrada habilidad manual, lo tapizó, fondo y brazos, de raso color fucsia, en el afán surrealista de perturbar la función de un objeto dándole otro significado y sacándolo de su normalidad. Después de ver la foto en algún Vogue Magazine, una señora le encargó a Domínguez una copia exacta para su salón. Otra compra de carretilla, otro trabajo de tapizador. Pero a la entrega la señora se indignó: no era más que una vulgar carretilla. ¿Lo era, de verdad?
    También en su vida social Man resultó ser un inventor de fiestas, más bien de disfraces, para sus amigos de la alta sociedad. Ideó y concibió varias. Para los Vizcondes de Noailles realizó una labor creativo-frívola que abarcaba incluso el decorado y la iluminación y que, sobre todo, le divertía mucho. Sin embargo estas actividades alrededor de la elegancia solo corresponden a un aspecto menor y lúdico de su polifacética obra.
    Después de mi marcha a Tenerife, en los viajes posteriores a París, Westerdahl y yo íbamos a ver a Man. Intercambios de libros y, para Westerdahl, un cuadro. Es muy pequeño, diez por doce centímetros y parece un sobre de carta cerrado, salvo que los cuatro triángulos que se unen por la punta son de tonos distintos. Es el mayor cuadro del mundo dijo Man. Se puede ampliar hasta el infinito.
    La Rue Ferou estaba igual o enriquecida con algunos objetos o cuadros recientes. Man, de la mano de Juliet, envejecía apaciblemente pero sus gruesas gafas no enturbiaban la mirada de búho irónico y observador agudo. Contrariamente a la perla, que nace de la concha, Man había fabricado, con su propia materia, una concha alrededor de sí mismo, en una unidad y continuidad perfectas: joie, jour, jouir.

[Del libro Óscar Domínguez/Maud Bonneaud: Fragmentos de Amor, en preparación. Archivo Carlos Gaviño de Franchy. Santa Cruz de Tenerife].

MAN RAY, EL HOMBRE RAYO
por
Maud Westerdahl

    Es curioso, le dije una vez, ser un superfotógrafo y llamarse Hombre Rayo, que casualidad. No contestó. Pero según Sir Roland Penrose, su amigo de siempre y biógrafo, Man rodeó siempre de misterios sus orígenes. El misterio del nombre y apellido queda, el hombre y el rayo, también.
    Es conocida la difícil relación que los fotógrafos tenían con la pintura, como si hubiera un cierto complejo de inferioridad técnico o creacional. Esto fue en el pasado y la fotografía logró el estatuto de arte mayor también. Pero en Man Ray, más conocido en general como fotógrafo, que como pintor, no puede darse este fenómeno, ya que él pintó antes de fotografiar. La multiplicidad de sus inquietudes hicieron que ignorara los medios, o los utilizara todos. Además nunca pintó, ni creó, desde un punto de vista estético. La estética le tenía sin cuidado. Lo que él quería decir era: decir.
    Man Ray utilizó lo que tenía al alcance de la vista y de la mano, cualquier material. Era muy aficionado a las ferreterías, especialmente a la planta baja del Bazar del Hotel de Ville. Tuvo la suerte de haber nacido al mismo tiempo homo ludens y bricoleur. A base de esto hizo sus inventos, su ambiente, su vida, sus casas, sus mismas fotos, sus objetos y su persona.
    Contaba que su primer intento de creación fue un pequeño cañón de hierro que tenía que lanzar al espacio un ratón medio muerto atado por el rabo a la carga. Fue un fracaso balístico. Años después escribió no puedo dejar de admirar la diversidad de mi curiosidad y fuerza inventiva.… en verdad yo era otro Leonardo da Vinci.
    En consecuencia sus inventos son a la vez racionales y perturbadores. O irracionales dentro de una imperturbable lógica. El célebre regalo, plancha de hierro para la ropa con clavos con las puntas hacia fuera en la superficie lisa, constituye la negación del planchado, la destrucción de la ropa, la pérdida de su función. Los pains-peints -juego de palabras traducible como panes pintados- , son panes corrientes, tipo baguette, pintados de azul, etc.
    Lo que el tenía siempre al alcance de la mano era su material fotográfico. De ahí salieron los, entonces experimentales y hoy clásicos rayogramas, solarizaciones y otras aventuras de luz y de sombra. De esta cámara salió la fabulosa galería de retratos de Man Ray.
    Quien ha visto el modelo y el retrato no puede evitar pensar que allí hay arte de magia, que estas fotos son retratos internos. Man actúa entonces no como fotógrafo, sino como un hado, un analista o un vidente. Otras veces utiliza la cámara como un poeta cuando escribe: los desnudos, la esencia de las cosas -el criadero de polvo-, alas de insectos, objetos y cosas.
    La totalidad de su obra parece una mezcla de racionalismo norteamericano y de aceptación incondicional del disparate o de lo ilógico, llevado a sus últimas consecuencias. Aceptación pensada y consciente. Lo que puede hacer dudar de su lado surrealista. Man Ray pensaba y creaba lo absurdo, pero no obedecía a ese absurdo. No se dejaba llevar por el hilo de Ariadna en el laberinto a través del puzzle, porque el laberinto y el puzzle los fabricaba él mismo. Sabio, pensativo, inteligente, parece que sabía dominar las leyes, si las hay, de lo absurdo. Y si no las había, las inventaba de manera perfectamente creíble, para que le obedecieran a él.
    Su libertad era profunda y verdadera. No participó en ningún grupo, movimiento o partido. Su revolución era intelectual y su escándalo, individual y orgulloso. Pudo frecuentar la más aristocrática sociedad, la alta moda y compartir la bohemia de Montparnasse. Tener coches de lujo, llevar boina o ir a una fiesta de etiqueta con un cordón de zapato en lugar de corbata. No es que todo le diera igual. Quizás al contrario. La igualdad la imponía él . Así pudo pasar por el expresionismo, el cubismo, dadá, el surrealismo, sin comprometerse, porque estaba más allá de todo compromiso. Es decir, no perteneció a nada y su pluralidad fue respetada por todos.
    Su amigo y cómplice, compañero de toda la vida en el antiarte, el ajedrez y el pensamiento, Marcel Duchamp, escribió para un diccionario imaginario. Man Ray: Nombre masculino, sinónimo de alegría, jugar, gozar.
    Y André Breton, en un poema, lo define como: El captador de sol y exaltador de sombras..., el brujulero de lo nunca visto y naufragador de lo previsto..., el piloto de estas cometas-labios y corazones-encima de nuestros techos..., el jugador impasible..., mi amigo Man Ray.

[El País. Madrid, 11 de septiembre de 1982]

XI
PABLO
por
Maud Westerdahl


Carlos A. Schwartz:
Pablo Serrano durante la instalación de su escultura
en Santa Cruz de Tenerife


Yo fui hombre fui roca
Fui roca en el hombre y hombre en la roca
Yo fui pájaro en el aire espacio en el pájaro
Yo fui flor en el frío río en el sol
carbúnculo en el rocío
Fraternalmente solo fraternalmente libre.

El único sueño de los inocentes
un sólo murmullo una sola mañana
y las estaciones al unísono
coloreando de nieve y fuego
una multitud al fin reunida.

                                    
                                          PAUL ELUARD



    Pablo tenía algo de hombre que pertenece a la tierra, a su dura Teruel: sus manos fuertes y sensibles, su gesto tranquilo, un halo de sabiduría telúrica, su mirada pensativa, su rostro grave frente al trabajo y la responsabilidad. También tenía algo de poeta, algo de personaje del teatro isabelino con sus ojos claros, tez rosada y barba rojiza, su risa joven. Exigente y tierno, recto e indulgente, completo.
    Después de una larga y fructífera época centrada en el estudio del volumen vacío (los títulos hablan por sí mismos: espacio interior quemado, ordenación del espacio en torno al objeto desaparecido, etc...) aparece lo que será su preocupación constante: el hombre, el afán de acercamiento, de comunicación; la expresión de la luz interior, la reunión de elementos separados. El problema plástico de volúmenes y huecos se humaniza, los títulos cambian. Bóvedas para el hombre, o la busca de refugio contra el miedo, la soledad, el mundo hostil; Hombres-Bóvedas, con luz interior, figuras antropomorfas alrededor de un hueco liso, brillante y pulimentado, en contraste con el exterior de bronce oscuro y torturado. Otras grandes piezas que esconden la luz interna detrás de espesas puertas que se abren y cierran: Hombre caído con puerta, Eva con puerta. Otros intentos de contacto: las unidades-yuntas de dos piezas separadas que se pueden acoplar (hueco/relieve) en una forma completa con el yin y el yang de la síntesis taoísta.
    Sobre estas preguntas, bases de su pensamiento, Pablo escribió un poema-canción, Comunicanda:

Tu y yo sabemos
yo y tu decimos que hay puertas
abiertas cerradas.
Tú y yo sabemos que abierta la puerta
abierta esperanza.
Tú y yo sabemos. Escucha. Escucho.
¡Qué pocos somos!
No dudes
yo dudo
puertas esperan.
Duda de ti, dudo de mí si abrir podemos
Tú y yo, yo y tú, todas las puertas.

    Como pausas entre tanto movimiento, tanta tensión, aparece la imponente serie de los retratos, que Pablo llama interpretaciones. Aquí se le ve más descansado, más tranquilo, dando la imagen de seres que él ha admirado, o que estima y quiere: Antonio Machado, Pérez Galdós, el historiador Camón Aznar, el filósofo Aranguren, los críticos de arte Gaya Nuño, Michel Tapié o Westerdahl, Camilo José Cela o el Dr. Portera, amigo.
    Interpretaciones que van más allá de la representación, que buscan complejidad y profundidad.
    Pero lejos de este relativo descanso, viene la terrible Piedad del Museo Middelheim de Amberes, grito de horror y pesimismo. Obra expresionista de denuncia social dice Westerdahl, de denuncia de la hipocresía y de la miseria de la Humanidad. ¿Pero, solamente esto? Parece que también es una obra de compasión infinita a la condición humana, a su condición existencial de total desesperación. Pero Pablo quiere comprender todo lo humano. Al lado de divertimentos del Prado (personajes de cuadros célebres), de los últimos juegos inspirados en el cubismo, Juan Gris y la guitarra, hay pocos elementos lúdicos, como observa Westerdahl, y Pablo se encuentra más en los Fajaditos, serie de inquietantes homúnculos, deformes, lisiados y amordazados.
    Como contrapeso a la nada, Pablo creará Los Panes. Pablo era un hombre, un hombre bueno, y con los años adquirió algo de patriarca, de profeta. Frente a la desgarradora incomunicación, en vez de gritar, esta vez hará y dará pan, como un humilde símbolo bíblico. España es un país de panes hermosos, decorados o en forma de sol como cerámicas de Picasso o Miró. Pablo coleccionaba panes, los tenía, ya secos pero en su plenitud de signo-llave. Pero los suyos eran de bronce, enteros o en trozos, alargados, redondos o enroscados, con un matiz, si me atrevo a decirlo, de pagana eucaristía o comunión fraterna En Toledo fuimos con él a una fiesta del pan en una Galería. Estaban expuestos unos de bronce. Pero Pablo había pasado la mañana de hornero en una panadería, creando panes de verdad, sencillos y bellos, y estaban allí en cestas para ser vistos o comidos. Pequeño intento de optimismo, Fuera de todas las cuevas, fuera de nosotros mismos, otra vez Eluard nos explica Pablo, ambos

Hablando al Mal: mi discurso oscuro porque estoy solo
es de día
terriblemente.
Quizás para siempre.
Sin embargo la puerta se cierra
sobre un sueño de claridad sobre una cara feliz de ser entendida
de ser aceptada.

    Pablo contesta con un autorretrato, como ficha autobiográfica: Por un lado me gusta razonar, plantearme problemas plásticos; por el otro lado la vida, el hombre, su misterio: conocer lo que somos y porqué existimos. Si me desvío y no continúo mis planteamientos abstractos, si los tomo o los dejo, hay una razón, el hombre: me inquieta no conocerle y solamente adivinarlo; me rebelo también conmigo mismo. El pesimismo alienta mi deseo de conocimiento y me empuja a darme contra la pared, contra el muro, mi optimismo es una estrella a millones de millones de distancia...
    A pesar de sus dudas, Pablo Serrano, sí abrió puertas. No sabremos nunca cuantas, ni lo duras que han sido. Se ha ido por su puerta secreta, dejándonos, más solos, debajo de nuestra bóveda provisional.

[«Tagoror Segunda Época». Número 30. El Día. Santa Cruz de Tenerife. 1 de diciembre de 1985]

XII
EDUARDO WESTERDAHL: ESCRIBIR CON LUZ
por
Maud Westerdahl

Eduardo Westerdahl
    Se conoce a Eduardo Westerdahl por su labor de crítico de arte y su defensa del pensamiento moderno en un ambiente entonces hostil, frente a un público que a menudo se rió de él y de su ya mítica gaceta de arte.
    Pero también Eduardo Westerdahl era un humanista y se parecía a los espíritus del Renacimiento que querían abarcarlo todo. La vista fue el sentido que más desarrolló, pero escribió, además de textos de teoría y crítica de arte, cuentos poemas, hasta novelas cortas en su juventud. Como buen hedonista que era, gozaba del mundo exterior y de lo que este le ofrecía, con todos sus sentidos, tocar las aterciopeladas orejas de un perro o un buen tweed, oler y saborear la fragancia de sus innumerables pipas y puros, o de un buen hígado de oca francés, apreciar las vibraciones de una voz o el ruido de las olas. Y, claro, para los placeres de la vista tenía las infinitas combinaciones de la línea y el color, la luz y la sombra, el volumen o el hueco. Desarrolló al máximo el arte de ver, de ahí, probablemente, nació su afición a la fotografía, para conservar las imágenes. Fotografía es, al fin y al cabo, escribir con la luz.
    Sus imágenes elegidas son de una gran diversidad: rostros, animales, urbes, composiciones, plantas. Pero la naturaleza desnuda, cruda, no le emocionaba especialmente. Le gustaba ver en ella huellas humanas.
Hombre de ciudad, de monumentos, miraba tanto una capilla románica como la majestad helada de un rascacielos de cristal. Le fascinaban los rostros y lo que significaban. Nada le había preparado para esto, nadie le enseñó el camino. Su elección fue la libertad de expresión, la búsqueda de las distintas facetas de la verdad, de la realidad, y del sueño también. Pensaba -incurable optimista- que esto propiciaba un hombre más amplio y más feliz, entonces, mejor.
    Ignoramos las raíces de esta verdadera vocación, nacida de la nada salvo de él mismo. Su misma [propia] biografía no aclara nada. Quizá intervinieron su interés innato por lo universal, su lado de ciudadano del mundo, posiblemente debido a la originalidad de su genealogía, lo que no impidió un profundo apego a Canarias.
    Su abuelo materno, don Pedro Oramas (apellido guanche), frente a la dificultad de educar a una doce de hijos, dejó su isla, las tierras que tenía y su oficio de administrador de fincas. La numerosa familia se fue a Méjico en un barco de vela. Ignacia Oramas Medina, la madre de Eduardo Westerdahl, tomó parte en la aventura, pero no encontró en América el novio soñado y se fue a vivir con unos parientes a Alemania: ningún pretendiente correspondió a sus exigencias, sus ideas sobre la vida, la originalidad de una personalidad decidida y entera. De Alemania sin embargo trajo el recuerdo de su gran triunfo: haber cantado La Paloma en un teatro (así que Eduardo Westerdahl creció oyendo si a tu ventana llega una paloma…).
Al fin Ignacia volvió a Tenerife y encontró lo que deseaba en la persona de Bernardo Westerdahl.
    Bernardo Westerdahl era el típico sueco guapo, de pelo rubio, ojos azules y un espléndido bigote que moldeaba de noche con una bigotera. Era, parece ser, un seductor nato y tocaba románticamente el piano. De su familia sabemos poco, pero tenemos fotos de bellas damas encorsetadas y bellos caballeros con chisteras y bombines. Parece que Bernardo Westerdahl vino por motivos de salud, en busca de un clima suave. En Tenerife montó un negocio de importación y exportación de productos finos. Entre los primeros recuerdos visuales de Eduardo Westerdahl destacaban las cintas y bordados de color, el verde de las botellas de vino del Rhin y el oro pálido de su contenido. Otra revelación óptica fue el arco iris formado en una lágrima delante de su ojo, un día que su madre le peleaba debajo de un farol (sensación imborrable).
    Con la muerte de Bernardo Westerdahl, cuando Eduardo tenía unos cinco años, empezaron épocas difíciles. Doña Ignacia no entendía de negocios. Fracasó el proyecto de Bernardo de hacer de su hijo un arquitecto y desde muy joven Eduardo se tuvo que emplear. Sin embargo, desde siempre le interesó la vida intelectual, leía y escribía. Se reunió con amigos tímidamente inconformistas atraídos como él por las artes y la literatura. Es decir, lo contrario de lo que le tocaba vivir.
    Pero según André Breton, el azar objetivo manda en los destinos. Este azar es el encuentro de una finalidad interna, y una causalidad externa y funciona si el acontecimiento exterior casual corresponde a los anhelos profundos, conscientes o no, de la persona.
    Pues bien, la causalidad externa fue un viaje a Alemania con el proyecto de estudiar el idioma y ampliar sus conocimientos como empleado de banco. Pero la finalidad interna, latente, se reveló frente a un pequeño cuadro de Paul Klee, obra poco llamativa por cierto, llamada La tesitura vocal de la cantante Rosa Silver. Fue un flechazo definitivo que cambió toda su vida. Al volver del viaje había decidido fundar una revista de cultura internacional: gaceta de arte, con amigos fraternos y valientes, Domingo Pérez Minik, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres, Óscar Pestana, José María de La Rosa, José Arozena, Francisco Aguilar. Se lanzaron a la aventura ya claramente no conformista e iconoclasta.
    Parecía un disparate o un reto: unos jóvenes, en una isla cuyo más próximo vecino es el desierto del Sáhara, quisieron como Rimbaud, changer la vie e importar a España -vía Tenerife- lo más adelantado del pensamiento moderno.
    Esto, casi si bases, sin experiencia, sin contactos y sin dinero. El sueño se hizo realidad. No hay hoy en día en el mundo un libro o un estudio sobre las vanguardias europeas, que no cite a gaceta de arte; la exposición surrealista en Tenerife en 1935 forma parte de la historia.
    El presente libro salió de cajas y gavetas llenas de negativos y termina por ser un autorretrato, suma de su persona, con sus afirmaciones y sus contradicciones.
    Las palomas pueden volar sobre los planos funcionales del arquitecto Sartoris, la curva de un cuello de cisne flotar cerca de una fábrica racionalista, lo romántico hacerse dadaísta, el David de Miguel Ángel enfrentarse con la Torre de Tatlin. Además de autorretrato es una defensa de lo emocional, de la ternura hacia el sillón roto de Picasso o las geometrías impecables de Mondrian, el perro dormido o el amigo que ríe. Resulta una mezcla sin arbitrariedad, pero también sin rigurosa obediencia a unas teorías. Con estas contradicciones asumidas, en la pluralidad y la complejidad, este libro puede ser el testimonio visual de Eduardo Westerdahl.

[VV. AA.: Westerdahl. Escrito con luz. Dos tomos. Viceconsejería de Cultura y Deportes. Gobierno de Canarias. Madrid. 1992]

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