En agosto de 1927 un grupo de
excursionistas, entre ellos varios sacerdotes, escalaron el pico de Tenerife.
Resulta significativo que fuera la primera vez que un obispo ascendiera las
pendientes laderas del Teide y dijera misa en su cima, durante su pontificado,
pero más curioso aún se nos antoja el hecho de que uno de sus acompañantes, con
el paso del tiempo, se convirtiera en sucesor de éste como prelado de la
diócesis nivariense, el primero nacido en la isla de Tenerife, y acaso el más
querido de cuantos han portado el báculo de San Cristóbal.
Los relatos de la ascensión, debidos
a las plumas de sus dos principales protagonistas, y unos cortos datos
biográficos de los mismos, componen este trabajo.
Excursión al Teide
Una misa a tres mil setecientos metros de altura
por
Fray Albino G. Menéndez Reigada, obispo de Tenerife
Librería y Tipografía Católica. San Francisco, 7. Santa Cruz de Tenerife, 1927.
I
Alfredo de Torres Edwards:
Fray Albino González
Menéndez-Reigada
|
La idea de subir al Teide me bullía
en la cabeza, acompañada de un eficaz propósito, desde que llegué a Tenerife.
Siempre me encantaron estas excursiones, y desde Peña Ubiña a Siete Picos, y
desde el Velino al Righi y al Pilatus, son muchos los picachos, más o menos
famosos, desde cuya altura bendije a Dios, entusiasmado y anegado en profundas
emociones.
Pero, ¿quién no siente, desde las
profundas y más nobles reconditeces del alma, el instinto y la atracción de las
alturas?... Fuimos creados para subir; y la vida, según su concepto cristiano,
ha de ser, mejor todavía que un progreso, una ascensión. Ascensión con el
espíritu, ciertamente; pero hay en el fondo de nuestra psicología una relación
tan íntima entre las cosas del espíritu y las de la materia... Cristo, Señor
nuestro, amaba con especial predilección los montes y las alturas. A los montes
solía refugiarse para orar. ¿Por más solitarios tan sólo? Ciertamente que no;
no sólo por eso, pues la misma soledad se encuentra en los apartados valles o
en las llanuras del desierto solitarias. Algo más tiene el monte para atraer.
¿Amplitud? ¿Pureza? ¿Magnificencia? ¿Dificultad? ¿Simbolismo? ¿Fantasía?...
Y por citar sólo otro ejemplo de
ahora, ¿quién no sabe que el Papa, que Dios guarde, era un entusiasta y audaz
alpinista; y que sobre excursiones y alpinismo ha escrito diversos trabajos,
recientemente coleccionados en un hermoso volumen; y que, acaso, uno de los
sacrificios que en su prisión vaticana tiene que ofrecer a Dios es el no poder,
de cuando en cuando, subir a las alturas a saturar de ozono purísimo sus
pulmones y tonificar a la vez sus músculos, sus nervios y su espíritu?...
El Teide me atraía ciertamente; pero
me atraían mucho más los pueblecillos todos de mi Diócesis. Y por esto,
mientras quedase uno solo de esos pueblecillos que no hubiese recibido mi
visita, no había que pensar en ninguna otra clase de excursiones. Mas el
momento llegó al fin. Recogidas ya de pueblo en pueblo, y de aldea en aldea las
palpitaciones de todos mis diocesanos, era preciso ascender a ese soberano
pedestal, donde, muy por encima de las nubes, parece asentarse, como en su trono,
la Majestad de Dios Omnipotente, y ofrecerlas allí, amasadas con el pan
bendito, que en el Cuerpo de Cristo se transforma, anegadas y vivificadas en el
sagrado cáliz, en que se inmola la Sangre del Redentor, para rescate y vida
nuestra, sobre la cumbre de otro monte derramada.
Llegó el momento al fin. Y ese
momento preciso venía a caer en las proximidades de la Asunción de la Virgen,
Nuestra Señora, Patrona de mi pueblo; misterio también simbólico, gloriosísimo
y lleno de luz y de hermosuras, que nos invita a subir, a subir sin término,
para acercarnos a Dios; para que el sol, más próximo y más radiante en las
alturas, nos invada y nos esplendore, como a nuestra Madre María; para que la
luna llena, purísima, disipe nuestra tiniebla, nos sostenga, nos levante, nos aureole...
II
Todo está ya preparado y calculado;
y es preciso que todo se vaya ejecutando según programa. A las seis de la
mañana del 16 de agosto (hora natural), en punto, subíamos en nuestro automóvil cinco excursionistas, a la puerta del Palacio
Episcopal de La Laguna. El sexto excursionista nos había de esperar en La
Orotava. Era muy conveniente este número por razones que luego se irán viendo.
De otro modo nuestra comitiva hubiera sido muchísimo más numerosa.
La ciudad de La Laguna, siempre
tranquila y señorial, siempre pulcra y elegante, comenzaba a despertar apenas
en aquella mañana tibia de mitad de agosto. Sólo algún sacerdote, alguna
piadosa señora o algún trabajador, transitaba de cuando en cuando por las
calles, sin alterar su silencio. Ni tranvías, ni automóviles, ni comercios o
tiendas abiertos, ni pregones callejeros, ni grupos de curiosos, ni turistas de
mirada errante, mancillaban en aquel momento, con su nota prosaica, la sacra
veste inmaculada de la hija nobilísima de los Adelantados.
Sin rascacielos ni chimeneas, sin
construcciones de cemento ni fachadas “decoradas” de estuco y escayola, sin
afeites ni postizos ni polvo ni humaredas, parecía en aquel momento la
veneranda capital mucho más hermosa, al recibir los primeros besos, que, apenas
salido de entre las espumas del mar, le enviaba el sol naciente. Sus patios,
semi andaluces, presentaban más diáfanas sus frondosidades y más frescas y
lozanas las variadísimas flores de sus innúmeras macetas. La arquitectura de
sus casas y palacios precisaba mejor sus sobrias y elegantes líneas. El mismo
que abandonábamos, y que tan dignamente puede figurar entre los soberbios
edificios platerescos de Úbeda o Salamanca, aparecía entonces revestido de un especial encanto.
Por la recta y limpia y bien
adoquinada calle de San Agustín partió nuestro automóvil, casi sin ruido.
Iglesia del Hospital, iglesia de San Agustín, Instituto, con su plazoleta y sus
enramadas... ¡rinconcitos de Alcalá de Henares!, pero estos de La Laguna mucho
más limpios y aseados. Y luego... ¡Ah!, pero el extremo de la calle de San
Agustín y los alrededores de la iglesia magnífica de la Concepción, son de los
más lindos rincones que puede presentar ciudad alguna.
Aquellas vetas de flores bordeando
las aceras; aquellos pintados arbustos, tan floridos, que con sus hojas y sus
pétalos le acarician a uno al pasar, obligándole a encogerse al suave rozar de
la caricia, como para no lastimarles o ajarlos demasiado: ¡tan intactos y
frescos aparecen aun en medio del continuo transitar de las gentes! Aquellos
ibiscos, con sus flores rojas sangrantes, como corazones desgarrados! ¡Aquellos
tan originales arbolitos de Flor de Pascua!...
¡Las graciosas casitas bajas,
algunas casi perdidas y ocultas entre el follaje! ¡La severa mole del suntuoso
templo, con su torre alegre y "juvenil" y llena de esbeltez, sin
terminar, como si estuviese creciendo todavía, como pidiendo nuevas
ascensiones; que, sin perder un ápice de su severidad y como queriendo bordar
su antiguo manto con geranios y claveles, se empeña de continuo, cual si por
delante pasara una procesión del Corpus, en arrojar flores y enramadas por
todos sus ventanales!... ¡Todo esto es lindísimo,. incomparable!...
Pero a prisa, a prisa, que el Teide
nos espera allá muy lejos.
III
Al llegar por encima del Calvario y
dejar las últimas casitas de la ciudad, vímosle asomar su piquito, con líneas
muy precisas, por encima de los montes de La Esperanza. La mañana está muy
clara. ¡Bendito sea Dios, y el glorioso San Vicente Ferer, el Santo más
milagroso de la Iglesia, a quien, como siempre, he encomendado el éxito del
viaje!
Al llegar a Los Rodeos nos envuelve
una neblina tenue y fresca, que agradecemos, pues ya comienza el sol a hacernos
poca gracia. Es el punto más alto de la carretera; una gran llanura, en que
pasamos del Sur al Norte de la isla. La carretera por esta parte es lindísima,
y bastante recta y asfaltada, semejando una gran avenida de amplias curvas,
envuelta en frondosidad, velada ahora por la neblina y llena de misterio.
Bien pronto comenzamos muy
suavemente a descender hacia Tacoronte. La neblina sigue acompañándonos, unas
veces compacta y otras deshecha en amplios jirones, dejándonos por instantes
contemplar, en indescriptible panorama, casi todo el Norte de la isla. Salen
del mar estos jirones de niebla, y parecen no tener otra misión, que
defendernos del sol —pues nos van siguiendo y amparando—, y poner una nota más
de hermosura en este hermosísimo paisaje
¡Ladera de Tacoronte, del Sauzal, de
la Matanza y la Victoria y Santa Úrsula! Ladera que desde el mar va subiendo
con suavidad hasta el filo de la cordillera, de unos dos mil metros de altura;
ladera toda salpicada de casitas blancas, muchas, muchas casitas blancas, o
rosadas o pintadas de verde claro; porque aquí los pueblos no forman núcleo
cerrado de población, sino que cada campesino tiene su casa en su hacienda, y
en su hacienda cuanto necesita o puede serle útil: huerta, viña, tierra de
labor, árboles frutales, palmeras, algún ciprés, algún castaño, algún pino copudo...;
ladera de Tacoronte a Santa Úrsula que al ir llegando a la altura, como por
tupida cabellera, te cubres con espeso bosque de pinos. ¡Ladera de Tacoronte a
Santa Úrsula, qué hermosa eres!...
El Teide hacia la izquierda se va
agrandando más y más. Algunos, muy raros, jirones de niebla o nube proyectan
sobre su manto movibles sombras. Ya nada se interpone entre su magnífica mole y nuestra pupila.
La línea mayestática de su estatura
de coloso aparece ininterrumpida en su carrera sin igual de cerca de cuatro mil
metros, desde su arranque en el mar hasta la cúspide. ¿Qué otra montaña en el mundo conserva así visible y sin interrupción
la línea o magnitud total de su estatura?... ¿Qué otra montaña en el mundo
brota así gigante de lo profundo del mar, sin necesitar apoyo, ni pedestal ni
tolerar rivales a su lado?...
A lo lejos, emergiendo apenas de
entre las brumas del mar, frente a nosotros o un poco hacia la derecha, según
la dirección de la carretera, marca sobre el horizonte su silueta cóncava la isla
de La Palma, tan llena de bellezas, tan evocadora de gratísimos recuerdos.
Sigue nuestro automóvil avanzando...
Súbitamente un ¡aaah! de sorpresa y admiración se escapa de nuestros pechos.
Sorpresa y admiración centenares de veces experimentada en este mismo sitio y
centenares de veces con la misma y siempre nueva intensidad y agrado repetida.
Llegamos al "Balcón de Humboldt", desde donde se divisa, sin previo
aviso, y en toda su magnificencia, el grandioso Valle de la Orotava. Balcón de
Humboldt le llaman, porque éste infatigable viajero, que había contemplado las
bellezas de medio mundo, al llegar aquí, cayó al suelo de rodillas bendiciendo
a Dios, que había creado en la tierra tanta hermosura, y dándole gracias por
haberle concedido el favor de contemplarla.
IV
El Valle de la Orotava, es una
depresión enorme, limitada hacia oriente y occidente por dos murallones
colosales, el de Tigaiga y el de Santa Úrsula, desde cuya altura le
contemplábamos; y que desde el mar va subiendo con su declive, muy suave, hacia
la altura, hacia Las Cañadas del Teide. Tiene de anchura de seis a ocho
kilómetros, y de altura perpendicular dos mil metros, es decir, otros ocho o
diez kilómetros de camino, dada la suave pendiente conque se desarrolla.
Tiene tres núcleos fuertes de
población, que son: junto al mar, el “Puerto de la Cruz” o del Orotava, como
decían los antiguos, población ésta de más de ocho mil almas, muy blanca y muy
riente y muy “apretadita" en sus construcciones, para que el mar bravío,
que de continuo la envuelve con sus encajes finísimos de espuma, no pueda abrir
brecha en ella y comérsela a "besos", poco a poco. Los principales
hoteles de la isla están allí, como el Martiánez, con su jardín lindísimo sobre
el mar, y el magnífico Gran Hotel Taoro, sobre una hermosa colina y punto
estratégico incomparable para dominar el Valle entero, en el conjunto
maravilloso de su espléndido panorama.
En el centro del Valle, a muy cerca
de cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, envuelta en frondosidades con
los fuertes macetones de sus jardines, destacando sus construcciones poderosas
de antiguos conventos y palacios y casas señoriales, está la "Villa de la
Orotava" o simplemente "La Villa", como desde antiguo se la
viene por antonomasia llamando. Tiene catorce mil habitantes; y es, junto con
La Laguna, el solar principal de la Nobleza de la isla. Sus antiguas casonas
solariegas le dan un aspecto mayestático y señorial, que nos hace recordar a
Santillana del Mar o a Baeza, en la Península, aunque sin la roña ni el abandono
de estas dos últimas nobilísimas ciudades. Tiene muchos y muy hermosos
jardines; y las flores, con una profusión maravillosa, parecen invadirlo y
esplendorarlo todo. Las calles son en general muy pendientes, a diferencia de
las de La Laguna, que son llanísimas; y por esto resaltan mucho más y tienen
más perspectiva los tapices, hechos con pétalas de flores sobre el pavimento, a
lo largo de las calles por donde pasa la procesión, en las celebérrimas Fiestas
del Corpus Cristi.
Menos reconcentrado ciertamente; que
estas dos antedichas ciudades; hay otro tercer núcleo de población hacia el
extremo occidental del Valle, recostado ya sobre el murallón de Tigaiga, que
por esa parte lo limita; y se llama Los Realejos, por haber asentado allí sus
"reales" las tropas españolas; mandadas por Benítez de Lugo, y frente
a ellas, las de los Menceyes guanches, para tratar de paz y convenir las
cláusulas de la anexión a España y de la consiguiente pacificación total y
definitiva de la isla. Entre los dos Realejos, Alto y Bajo, que vistos en
conjunto forman una sola masa de población, vienen a contar unos doce mil
habitantes.
Aparte de otros poblados más
pequeños, como "La Cruz Santa", "La Perdoma", "La
Luz" y algunos otros, el Valle todo está salpicado de casas blancas de
toda especie y categoría; desde la espléndida villa o quinta del potentado
inglés (o español a veces), envuelta entre jardines paradisíacos, como El
Drago, La Paz, Risco de Oro, y tantos y tantos otros, hasta la casita humilde
del labrador o del colono, que desde ella cómodamente trabaja y cuida su
pequeña hacienda. Hacia el mar, por lo común, abundan más las fincas
señoriales; y subiendo hacia la montaña las de los trabajadores.
Tres zonas generales de cultivo se
distinguen también perfectamente en el Valle, según la diversa altura. La
primera a partir del mar, es de plátanos, la extraordinaria riqueza no sólo del
Valle, sino de la isla entera. Baste decir que una hectárea de terreno en esta
zona, bien preparada y con el agua suficiente, puede llegar a valer hasta
ciento veinte mil pesetas en ciertos casos; y que desde luego en esta zona
suele el terreno producir aquí en renta anual lo que en pocos sitios de la
Península puede valer en venta. Claro está que preparar debidamente una
hectárea de terreno, según las exigencias de este cultivo, cuesta “lo suyo...”
Joaquín González Espinosa: El Teide desde Icod. Ca. 1920 |
La zona de plátanos llega
precisamente hasta la altura de la villa de la Orotava, o sea, hasta tocar nada
más sus primeras casas. Desde ahí hacia, arriba se extiende la zona de cereales
y patatas o papas, como dicen por aquí, que, por cierto, son las mejores del
mundo y de clases variadísimas, y produciéndose en todas las estaciones del
año. Esta zona está también muy poblada de árboles frutales de todas clases,
desde el naranjo y el limonero, el níspero y aún el mango y el chirimoyo hacia
el fondo, hasta el castaño y el nogal, pasando por el peral, el manzano y el
ciruelo.
También se cultiva algo la viña,
viéndose de cuando en cuando, apuntando al cielo en ángulo oblicuo, la enorme
viga de un lagar, o prensa para estrujar la uva, según sistema primitivo, y
enteramente al aire libre. En tiempos anteriores cultivábanse en la zona
inferior toda clase de frutas tropicales: el anón, el aguacate, el caqui, el
café; pero de todos estos árboles ya no quedan sino algunos para muestra en las
fincas de lujo, pues el plátano, muchísimo más productivo, los ha ido
desterrando a todos, así como a la caña dulce y al tabaco, que también se
cultivaban por aquí bastante.
¡Valle de la Orotava, Valle de
ensueño, verdaderamente único en el mundo; la porción más escogida del jardín
de las Hespérides!...
V
Por él vamos ya rodando hace rato. Y
para demostrarnos que estamos llegando a la villa, dos filas de araucarias, de
forma perfectamente regular, comienzan a desenvolverse a los dos lados de la
carretera. Pero no entremos en La Villa; no, que es más arriba donde nos
esperan. Hacia la izquierda, parte la carreterita del Teide, la que ha de
permitir subir en automóvil hasta Las Cañadas, descendiendo luego a empalmar
con las del Sur de la isla.
Hoy no tiene construidos más que
unos 15 kilómetros, de los cuales apenas se utilizan la tercera parte. Porque
la carretera, a poco de partir de La Orotava, se aparta mucho del camino viejo del Teide, y no tiene cuenta subir por ella,
hasta que avanzando más vuelva a aproximársele. En cambio, y precisamente a
causa de esa desviación, pasa la carretera por el sitio denominado "Agua
Mansa", que es de lo más hermoso de la isla y... aún del mundo, donde ya han puesto un restaurante y a donde cada vez
afluyen más los aficionados a esta clase de excursiones.
Ya tenemos la villa de La Orotava a
nuestros pies, siempre encantadora. La carretera sigue elevándose por la
segunda zona de cultivo del Valle, bastante más extensa que la primera. Los
árboles frutales, nogales, manzanos, etc., doblan, hasta tocar en el suelo
frecuentemente, sus ramas, por el peso de una cosecha abundantísima. Las viñas
convidan a cada paso con sus espléndidos racimos ya maduros. De pronto un alto
en la carretera.
Hemos llegado al sitio en que la carretera cruza el camino
viejo del Teide, llamado también de Fasnia, y ese es el lugar convenido para
dejar el cómodo automóvil, que ya no volveremos a ver hasta mañana por la
tarde. Con seis mulas magníficas de silla y otras cuatro destinadas a la
impedimenta, todas ellas con sus respectivos arrieros, nos espera aquí el
munífico organizador de la expedición, nuestro noble amigo de La Orotava don
Fernando Salazar y Bethencourt, comandante de Infantería y miembro del Cabildo
Insular de Tenerife. Son las siete y cinco; y sólo estos cinco minutos nos
hemos retrasado de la hora convenida.
Sigue un derroche de saludos y entusiasmos. Los arrieros
arreglan las sillas y las cargas de las mulas, colocando en ellas mantas y
abrigos. Se asigna a cada cual su bestia y su espolique; y todos nos ponemos en
plan de equitación.
Hay quien se embadurna muy bien manos y cara con vinolia,
para prevenir y defender su cutis contra el sol y el viento de las alturas. La
precaución no está mal, y los reacios tuvieron que arrepentirse más tarde. Eran
ya muy cerca de las siete y media, cuando se puso en marcha la comitiva. El
camino va ladeando un poco la montaña, pero muy poco, acometiendo casi de
frente la subida. El paisaje por ahora sigue el mismo; tierras de labor,
casitas blancas, árboles frutales, cargadísimos de fruto...
El mar, el Puerto de la Cruz, la
villa de La Orotava, se van quedando allá, en el fondo, cada vez más lejos.
Quedan todavía algunos jirones sueltos de niebla por distintos puntos del
Valle. A veces llega alguno hasta nosotros, cerrando en nuestro rededor un
horizonte móvil, fantástico, vaporoso, que da a la frondosidad que nos envuelve
un encanto verdaderamente indescriptible.
Poco después entramos en el
"Monte Verde", en que predomina el brezo, muy desarrollado y muy
espeso, con algunos árboles de especies variadas de cuando en cuando. A esta
misma altura, por la parte de "Agua Mansa", es pinar tupido lo que se
encuentra. También por aquí se encuentran por momentos paisajes bien lindos,
como el del barranco de Martiánez o del Sauce, en el cual han hecho
recientemente, junto al camino, en una deliciosa explanada, festoneada de
verde, una capillita de Cruz.
Estas capillitas de Cruz son muy
características, en estas islas Canarias. Abundan las ermitas por el campo;
pero sobre todo Cruces, con capilla o sin ella, que casi de continuo se ven
adornadas con flores y a veces también con farolillos de aceite, que manos
desconocidas cuidan y renuevan. Los meses de mayo y junio no tienen días
bastantes para las fiestas sin cuento que a estas Santas Cruces, amparadoras
del mundo, los campesinos dedican.
"¡Monte Verde" arriba,
"Monte Verde" arriba! El vientecillo, que sopla, se va haciendo cada
vez más fresco. El cielo y el horizonte están casi por completo despejados.
Pero no molesta el sol, si no es en alguna hondonada o cuando el monte,
demasiado espeso, impide al viento circular, siendo en general bastante
agradable la temperatura.
Los brezos van siendo sustituidos
por los escobones, como aquí dicen,
verdaderos árboles, algo parecidos a los piornos de Asturias, y aún
emparentados al parecer con las retamas. Después de una amplia zona de
escobones, vienen los codesos; y luego las verdaderas retamas, que no
desaparecen del todo hasta encontrar las lavas mismas del Teide.
Pero dejemos las retamas por ahora,
es decir, acójamónos más bien a su benéfica sombra, pues son las once, y nos
hallamos en un lugar que llaman Las Retamillas, o camino de los Guancheros,
designado para el almuerzo. ¿Demasiado pronto para almorzar? ¡Quiá! Cinco horas
de viaje, como el que hemos hecho, dan una mañana mucho más larga, y preparan
mucho mejor el estómago, que ocho horas de trabajo sedentario. Se enciende
fuego con presteza y se prepara el caldero con las clásicas "papas
salcochadas" ¡de las bonitas! Lo demás está todo listo. Bajo una gran
retama nos acomodamos; y... también esta labor con la bendición de Dios y la acción de gracias, resultó perfecta.
Excursión al
barranco del Río. Almuerzo. Fray Albino, don Domingo Pérez Cáceres, don
Servando Hernández-Bueno y Hernández,
don Manuel Delgado y el padre Ramón de
Candelaria, entre otros. 1927
|
VI
Poco después de la una, otra vez en
marcha; y entramos en Las Cañadas del Teide. Y aunque puse toda mi atención en
el oído, no llegué a percibir la voz de que nos habla la copla:
En Las Cañadas del
Teide
oí una voz que decía:
No es verdadero
canario
quien no canta las
folias.
Pero parecióme oír en cambio otra voz, que,; llena de
majestad y melancolía, cantaba:
Sublime como es el Teide
No hay monte en el mundo entero.
Mas ¡qué poco lo conocen
Los mismos tenerífeños!
Y de cañada en cañada y de risco en risco, iban en todas
direcciones los ecos rebotando:
Sublime como es el Teide,
¡No hay "nada'' en el mundo entero!
¡Sublime como es el Teide!..
Repiten siempre los ecos.
La cordillera, que desde punta
Anaga, extremo oriental de la isla, viene aproximadamente en línea recta en
sentido occidental, levemente inclinada hacia el sur, abandona su dirección al
llegar frente al Valle de la Orotava, y dirigiéndose hacia el mediodía
francamente, traza un amplísimo semicírculo, que va a terminar en los montes
del Valle de Santiago y de Punta Teño. Ese semicírculo gigantesco, que tal vez
fue en tiempos antiquísimos la boca de algún cráter fabulosamente colosal,
antes de surgir el Teide en su centro, vino a formar como una inmensa llanura
semicircular, a dos mil metros de altura, que es la de Las Cañadas, limitada
por el sur, como indicábamos, por una cordillera semicircular de montañas, de
las que forma parte El Sombrerete, así llamado por su forma y que cae encima de
Vilaflor, y Guajara, que es la más alta de todas.
Casi en el centro matemático de esa
llanada semicircular, surgió el Teide elevando su cúspide todavía otros dos mil
metros de altura, para sin llenar todo el espacio que el semicírculo de
montañas le dejaba. La zona o banda semicircular que queda entre el Teide y el
sobredicho semicírculo de montañas, es lo que da lugar a lo que ordinariamente
se llama Las Cañadas, y que hacia el sur propiamente, por encima de Adeje,
según creo, forma también los llamados Llanos de Ucanca, que en tiempo del
deshielo se convierten en verdadera laguna. Porque por esta parto no tienen salida
las aguas de esta zona semicircular, teniéndola tan sólo por el norte, cayendo
hacia La Orotava. Por lo dicho se comprende que el Teide no tenga visualidad ninguna visto por el sur de la
isla, ni aun desde el mar, pues le quita de ver por completo o sólo deja asomar
su piquito el sobredicho semicírculo de montañas. Toda su magnificencia se percibe sólo desde el
norte, sobre todo por la parte de Icod, que es por donde su línea sube sin
quiebra ni ondulación alguna desde el mar hasta la cumbre. Hay, además, por
esta parte de Icod, muy extensos pinares en sus faldas, cosa que también
contribuye. a acrecentar su hermosura.
Por la misma vertiente de La
Orotava, ya la línea no es tan seguida, aunque desde abajo apenas se nota sino
como una ligera ondulación; porque sobre el llano de Las Cañadas hay una gran quiebra, sobre la cual se asienta el Teide,
como sobre su propia base. Y al llegar a este rellano de Las Cañadas del Teide,
hasta el murallón de Tigaiga, que desde el mar, del que arranca como cortado a pico
por debajo de Icod el Alto, siguiendo luego una línea recta, con una
inclinación regular, como de unos 45 grados, como una verdadera muralla
artificial, hasta el murallón de Tigaiga, repito, deja suelta su cabeza o parte
superior sobre el rellano de Las Cañadas, dando lugar, en dirección a La
Guancha, a la montaña llamada de La Fortaleza, porque aspecto de fortaleza
tiene en verdad, vista desde Las Cañadas o desde la falda superior del Teide,
que es desde donde únicamente puede contemplarse.
Avanzando, avanzando por Las
Cañadas, hemos pasado bordeando la Montaña Negra, toda de escorias de ese
color; que está formada por un pequeño cráter perfectamente regular, como hemos
de apreciar mejor al contemplarla desde las alturas del Teide.
Y un rato después de haber dejado
atrás la Montaña Negra, comenzamos a subir, con no mucha pendiente, por la
Montaña Blanca, que es como una especie de almohadón blanco y rosado, formado
por arenas blanquísimas de piedra pómez y otras arenitas rojas, que con
aquéllas se mezclan en proporción muy diversa, ocasionando así las distintas
tonalidades de color con que desde lejos aparece. Hasta aquí nos acompañan las
retamas, que ahora casi por completo desaparecen.
Y el Teide, el soberano Teide,
aparece ahora más imponente y más gigantesco que nunca. Imponente, sí, en el
más riguroso sentido de la palabra. El Teide, desde esta altura de más de dos
mil metros, infunde verdadero terror y espanto; y le parece a uno casi
imposible el llegar a escalarlo del todo.
VII
Sólo por un lado es accesible, pues
el resto, formado por torrenteras de lava, es escarpadísimo y abrupto en
demasía. En cortos y empinados zigzags vemos al caminito ir ascendiendo sin fin
por el Lomo Tieso—¡y tan tieso!—, a cuyo pie nos encontramos. Y ¡hala!, ¡hala! Tras
un corto descanso, para que respiren mulos y arrieros, comenzamos también a
ascender nosotros por el caminito arriba zigzagueando.
Alto, otra vez. Cinco minutos de
parada. Hemos llegado a la Estancia de los Ingleses, y hay que dejar que las
bestias respiren. La Estancia de los Ingleses: no vayas a pensar, lector, que
es algún hotel, ni medianamente confortable. Es sencillamente el hueco o
huecos, que unas grandes peñas empinadas dejan debajo, donde en ciertos
momentos cabe refugiarse del sol o de la lluvia; en ciertos momentos, digo,
según, la dirección, con que el sol y la lluvia vienen. Más, antes de haber
sido construido el Refugio de Alta Vista, este era el sitio mejor para que los
excursionistas ''pudieran pasar la noche". La Estancia de los Alemanes,
que es un poco más arriba, y donde también hicimos estación, es semejante a la
de los ingleses, aunque un poco peor todavía.
El caminito sigue desplegándose en
zig-zag por entre piedras sueltas y tierra movediza; pero no está del todo mal,
porque aún dura el arreglo que le hicieron cuando la venida de los geólogos.
Otro empujoncito más, y... Estamos
en "Alta Vista", el "Gran Hotel" del Teide, en que habremos
de pasar la noche.
¡ Qué alegría! ¡ El término del
viaje por ahora! Y no son todavía las cuatro y media.
El Refugio o “Gran Hotel" del
Teide en Alta Vista, no está del todo mal. Tiene cuadra para mulos y arrieros;
cocina y dos habitaciones más, dispuestas a manera de camarote de barco
antiguo, con dos series, alta y baja, de "somieres", fijos en un
tinglado de hierro y de madera, adosado a las paredes, sumando entre las dos
habitaciones diez y seis camas, siete de ellas con colchoneta y almohada. Nos
habían dicho que había seis colchonetas solamente.
¿Comprendes ahora, lector, cómo era conveniente que no
fuesen más de seis los excursionistas? Además, y entre paréntesis, en ciertos
trozos del camino las caballerías levantan mucho polvo, tanto más,
naturalmente, cuanto mayor sea la comitiva...
George Graham-Toler
|
El Refugio de Alta Vista fue
construido no hace muchos años por el señor [Graham] Tole, vecino de la
Orotava, el cual últimamente lo regaló al Ayuntamiento de esta villa. El guía
oficial de La Orotava, nuestro buen José, que va siempre en estas excursiones,
es el que tiene la llave y el que se en- carga de cobrar las cinco pesetas por individuo, que por el
"hospedaje" se pagan.
Y ya que de dinero hablamos,
advertiré, por si a algún lector puede interesarle, para hacer sus planes de
excursión, que cada mulo, tanto de silla como de carga, con su correspondiente
arriero, cuesta seis duros, y que el número de los mulos de carga, para bien
ser, ha de calcularse sobre esta base: uno para cada dos excursionistas. Lo
referente a comida, propinas y demás es a gusto de cada excursionista.
Visto el “Hotel", y después de
haber refrescado un poco, hay que ver en seguida los alrededores. Bien poco se
descubre desde aquí, pues Alta Vista está metida y como sumergida entre dos muy
prominentes corrientes de lava, que defienden algo de fríos y vientos, pero no
dejan más vista que la de delante.
Y delante tenemos: A nuestros pies,
Las Cañadas, que acabamos de atravesar, con su Montaña Blanca y su Montaña
Negra, que ahora aparece en toda su perfección, como modelo de cráter para una
Geografía. Un poco más allá, El Portillo. Más allá y mucho más empinado, como
queriendo desafiar al mismo Teide. Izaña, con su flamante Observatorio
astronómico y meteorológico. Y a continuación, alejándose más y más, la
cordillerita, que yendo a terminar en Punta Anaga, forma por esta par- te como la espina dorsal
de la isla.
Hacia arriba, unos riscos de lava
muy encrespados y amenazadores; y... nada más.
El pico del Teide no se ve ni
sabemos lo que para llegar a él aún nos falta. Parece que estamos a tres mil
doscientos noventa metros de altura; es decir, que hasta la cúspide faltan
todavía más de cuatrocientos, o sea la novena parte de la altura total del
Teide, y seguramente, la más dificultosa.
VIII
Dos arrieros han subido en busca de
agua fresca, que la hay, al parecer, muy cerca de Alta Vista. Y de risco en
risco saltando, fuera del camino, con un barril a cuestas y después de nueve
horas de viaje a pie, en una continua ascensión de más de tres mil metros,
todavía tienen alientos para ir cantando folias. Son verdaderamente admirables
estos hombres. Y pudimos entenderle algo al que cantaba, cuando él ya no nos
veía:
"En la tumba del olvido
me enterraron los recuerdos".
—¿Quién es el que canta eso,
pregunté: el viejo o el joven?—No, es el joven, me respondieron. Y ¿tan pronto
le enterraron los recuerdos en la tumba del olvido? ¡Ah! ya sé: es que también
por aquí cunde la literatura fúnebre de Andalucía, llena de tumbas y
cementerios. Por mi tierra (Asturias) la literatura popular es más alegre.
El viejo canturreaba también. Y no
mucho después, de pie sobre una roca, nos hacía el relato pintoresco de los
tiempos en que él subía de noche a buscar nieve en la Cueva del Hielo, o para
alguna fiesta, o para algún enfermo. Ahora con el hielo artificial ya no hay
necesidad de estas cosas, decía. La Cueva del Hielo está muy honda y entonces
no había escalera para bajar. Y a la luz de la luna, si la había, o
alumbrándose con un pedazo de tea, se descolgaba por las dos sogas de los
mulos, cuyos extremos había sujetado primeramente de algún risco. Dentro ya de
la cueva, cortaba el hielo; hacía las cargas, y las sujetaba bien al extremo
libre de las dos sogas. Después subía él de nuevo por las sogas; y una vez
arriba, iba tirando primero por una y luego por otra hasta sacar las dos cargas
de hielo. Después la misma operación,
hasta sacar otras dos cargas para el segundo mulo, pues, según dice, solía
llevar casi siempre dos bestias. Les arreglaba las cargas sobre el lomo, y
¡ea!, con luna o sin ella, a bajar camino de La Orotava, que también estaba
mucho peor que ahora.
—¿Y cantaba usted también entonces folias, señor Martín...?
—Mucho más que ahora, que ya no valgo para nada.
—¿Y si al estar usted dentro de la cueva se le rompían las
sogas o se soltaban del risco en que usted las había atado? ¡Qué espanto!
—No, no se rompían...
Hay que advertir, que el arriero
señor Martín tiene sesenta y siete años, y está sano y fuerte y gatea por estos
riscos como un chiquillo. A las altas de la noche se le encontró durmiendo a la
intemperie, entre unas piedras, sin más abrigo que su pantalón, camisa y
chaqueta, todo de verano, y un pedazo de trapo por manta, menos que de verano.
Al despertarle para que entrase para dentro, y preguntarle si no tenía frío,
respondió; que "un poco de fresco nada más". Y el termómetro marcaba
cinco grados. Y entró de mala gana, pues se encontraba allí perfectamente bien,
y durmiendo como un bienaventurado.
Y ahora yo pregunto: ¿Hay poetas, en
prosa y en verso, en Tenerife? Y como sé ciertamente, que los hay, ahí les
brindo el tema, que es lírico y es épico... Si de veras aman —¡y conocen!— a
Tenerife, que canten la fibra y la poesía infinita de estos paisajes y de estos
hombres, en vez de ir al Extranjero a mendigar temas de literatura decadente; y
con ello y el numen, que Dios les dio, harán poesía recia y original, y...
contribuirán a hacer caracteres y a hacer patria.
Burla burlando hemos llegado también
nosotros a la famosa Cueva del Hielo, que efectivamente está muy honda. Pero no
es difícil actualmente la bajada, porque el Ayuntamiento de La Orotava ha
puesto una escala de hierro, que desciende al centro de la cueva. Gran parte de
ella está llena de agua; pero hacia los rincones más oscuros, el agua se convierte en hielo, el cual, según dicen los arrieros, por
mucho que se saque, nunca se acaba. Por las paredes de la cueva hay en muchos
sitios una sustancia blanquísima, que a la vista parece enteramente nieve.
Pero, cuando se la coge en las manos, se ve que no; es una especie de salitre
muy fino, con mezcla tal vez de sosa o de potasa. Dentro del cráter mismo del Teide volveremos a encontrar
también esta materia.
La Cueva del Hielo, con todos estos
elementos, resulta muy hermosa; y cuando en ella penetra por el boquete de
entrada el sol, forma dentro un contraste tan fuerte de luz y sombras, siempre durísimas, que resulta verdaderamente
fantástica y encantadora. Por eso la hemos visto al atardecer y hemos vuelto a
bajar de nuevo a ella al día siguiente por la mañana. Y con .más gusto aún
hubiéramos vuelto a ella, aún deslizándonos por una soga en plena noche a la
luz de la luna o a la de una antorcha de tea, acompañando al señor Martín, en
aquella aterradora soledad nocturna, para ayudarle a cortar, sacar de la cueva
y arreglar sobre los mulos sus famosas cargas de hielo.
Joaquín González Espinosa: Cueva del Hielo. Ca. 1920 |
Hay en estos contornos otras
hondonadas, que, sin ser tan profundas como la Cueva del Hielo, cierran, sin
embargo, todo en redondo y a cortísima distancia el horizonte, no viéndose en absoluto más que un poquito de cielo, allá en la
altura. Y los riscos de lava son tan ásperos, tan negros, tan picudos, tan
irregulares y de formas tan monstruosas, que hacen a uno pensar si aquello es
un mundo de caricatura, fabricado por el genio del mal, como remedo de los
valles y colinas y montañas del universo visible. Algunas de esas rocas. muy
empinadas y erizadas de púas y asperezas, adoptan formas extrañas; como de
seres vivientes, de dragones o vestiglos antediluvianos, a veces con figuras
fantásticamente completas, y a veces con apariencias de haber quedado a medio
hacer, como tentativas o ensayos de una imaginación infinita y locamente
desbordada, que se debatiese inútilmente en ,una invencible impotencia.
Y, desde luego, ni el asomo siquiera
de un soplo de vida, ni una brizna de yerba, ni una hoja, ni una flor, ni un
pájaro... ¡ni siquiera un hilito de agua, que corra! como en los Pirineos o en
los Alpes. Es una "grandeza" ciertamente, pues no me atrevo a decir
una indudable “hermosura"; pero "grandeza", sí, hosca y salvaje,
rayana por momentos en lo sublime y de una fuerza emotiva extraordinaria.
A veces nos entreteníamos en hacer
ejercicios de imaginación, con diálogos como el siguiente:
—¿Qué ve usted en esa roca de la derecha?
—Pues yo veo una especie de Centauro, con una oreja caída
del lado izquierdo, y un jinete sobre el lomo. al cual la espada del Cid
hubiese partido por la cintura...
¿Y en aquella pequeña de más abajo?
—Aquella es un águila
gigantesca y con una cabeza enorme,. que tiene la cola metida entre las llamas
de una hoguera.
—¿Águila, dice usted? ¡Eso ya es ver demasiado!
—Sí, sí, águila; bien clara está. ¿No ve el pico encorvado
allí perfectamente? Y el cuerpo... Y
un ala levantada, como para echar a volar... Y hasta las
garras sobre aquella peña... —Sí, sí; lo que es, a ese paso, pronto va usted a
distinguir hasta los huevos que va a poner en la próxima primavera...
IX
Fuimos subiendo, subiendo, y aun no
llegábamos a descubrir el Pico del Teide ni la Rambleta. Pero ya nos picaba
demasiado la curiosidad, y aunque es muy cerca de las seis, no queremos
descender sin llegar a ver siquiera el Pilón o Pan de Azúcar. Un compañero hubo
de quedarse en el camino, pero hubo otro valiente, y con él seguimos
ascendiendo. Todos los demás, así como también los arrieros y el guía, se
habían quedado en Alta Vista. Acelerando un poco la marcha, pronto llegamos a la Rambleta.
Realmente el Teide se compone de
tres partes, que pudiéramos muy bien llamar: pedestal, cuerpo y cabeza. El
pedestal lo forma la isla entera, elevándose poco a poco hasta la planicie o
meseta de Las Cañadas. Desde aquí arranca propiamente el cono del Teide, como
ya hemos dicho, el cual se eleva hasta la Rambleta, que es otra especie de
planicie circular, donde debió estar el cráter durante mucho tiempo, terminando
allí la erupción enorme, que le levantó desde Las Cañadas. Y por fin, una
última e incomparablemente más pequeña erupción, es la que sobre la superficie
circular de la Rambleta formó, con perfección bastante matemática, el último
cono, de unos cien metros de altura, todo él formado por piedras y tierra
movediza, y en cuyo vértice está actualmente el verdadero cráter. Este último
cono, que pudiéramos denominar "cabeza del Teide", es lo que
vulgarmente se llama el Pan de Azúcar.
Es sumamente pendiente y muy
trabajoso de subir, por lo movedizo del terreno, en que el pie se asienta. Sin
embargo, el ansia de llegar a lo más alto, para ver desde allí ponerse el sol,
espoleó nuestro afán, y...a las siete siete menos cuarto, dos excursionistas
estábamos efectivamente en lo más alto del Teide.
La dificultad vencida, el sueño
realizado, esquivado el peligro, demostrada palmariamente la resistencia… todos
estos son motivos psicológicos de goce y satisfacción inefable, que el
excursionista siente al sentarse fatigado sobre la cumbre apetecida ¿Qué
significan entonces las fatigas del camino?... Hay algo dentro de nosotros, que
nos embriaga de dulzura ante la sola idea de haber triunfado, Kalós gar o Kyndi.nos, decía ya Platón en uno de sus Diálogos más famosos:
"Hermoso es el riesgo".¿Qué conquista grande, qué noble empresa, en
el orden individual o en el social, se llegó a realizar jamás sin dificultades
ni peligros?... O como pregunta una gran escritora española, en el comienzo de
uno de sus libros: ¿Qué hay de noble y hermoso en la historia, que no tenga por
base el dolor?... el dolor vencido y superado?... El que no se atreva a
recorrer otros caminos que los que están exentos de fatiga y de dolor, es un
cobarde y un inútil...
Por eso se recomiendan tanto en
nuestros días los deportes, que imponen el esfuerzo y la fatiga; porque no sólo
ejercitan el músculo, sino también, y muy principalmente, la voluntad. De lo
material se pasa a lo espiritual por caminos y modos invisibles. Y no se
engendran jamás los fuertes caracteres entre muelles comodidades y dulzuras.
Los nidos de las águilas están hechos de palitroques y espinas. En los pétalos
de las flores sólo pueden criarse mariposas...
Cuando estalló la gran guerra, un
filósofo francés afirmaba que la humanidad moderna había prescindido demasiado
del ascetismo cristiano, como "medio de educación" y de formación
espiritual; y añadía, que el verdadero progreso no avanza jamás un solo paso
"sans bruler du vivant", "sin ir quemando carne viva". Hay
que educar así, superando el placer y el dolor y la fatiga, para buscar un goce
más subido. Hay que saber cascar la corteza amarga de la nuez para encontrar el
grano delicioso.
¡Perdón!, lector, por tantas
filosofías. En la más alta cúspide del Teide, mientras se ponía el sol, el día
16 de agosto, yo no pensé concretamente todas estas cosas; pero las sentí y las
viví y las gocé, que es mucho mejor todavía. Y creo, que quien tenga un poco de
sensibilidad y un poco de alma, no demasiado embotada por otras impresiones de
orden contrario, las podrá sentir y gozar también, si se decide igualmente a
conquistar la cumbre excelsa. Hay que inculcar estas ideas, sobre todo en los
jóvenes, que serán los "hombres" del mañana. Los "hombres",
que lo parezcan y "lo sean", como la Iglesia y la Patria chica y la
Patria grande los necesitan y los reclaman.
X
Pero estamos en lo más alto del
Teide en un momento solemnísimo, que embarga por completo nuestra atención y
nuestras sentidos. Tiempo hacía, que el colosal gigante iba marcando su sombra como una especie de dedo que señala; como
una especie de punzón, que cayó sobre Las Cañadas primero, que se prolongó
luego sobre el mar, alcanzando a Gran Canaria y como queriendo enhebrarla en un
hilo invisible gigantesco; siguiendo luego hacia el África, y dirigiendo, al
fin, hacia el mismo cielo su punta cada vez más afilada.
Es de advertir, de una vez para
siempre, que aquí, en estas alturas los contrastes de luz y sombra son
durísimos; fenómeno bien fácil de explicar por la misma pureza y diafanidad
extraordinaria del aire. En las partes bajas, hay siempre suspendidos en el
aire millones y millones de corpúsculos, como se ve al entrar un sol fuerte en
una habitación cualquiera: y esos corpúsculos reflejan la luz en todas
direcciones, haciendo que aún las partes en que no da el sol, queden perfectamente iluminadas.
Pero en las alturas, esos
corpúsculos, que, al fin, no hacen otra cosa que ensuciar el aire, disminuyen
muchísimo; y por eso la luz ilumina poderosísimamente las superficies en que
caen directos sus rayos, y deja en una casi obscuridad las partes de sombra,
por la gran escasez de reflejos luminosos.
En la Cueva del Hielo observamos
esto de una manera sorprendente; apenas podía concebirse tanto sol o tanta luz
y tanta obscuridad en un solo y único espacio y casi perfectamente
yuxtapuestos. Y en general, con el sol y con la luna se nota siempre aquí en la
cumbre ese durísimo contraste de luz, entre la parte directamente iluminada de
los objetos y la parte en sombra.
A la hora del crepúsculo en que nos
hallamos, si la intensidad de la luz, aún directa, disminuye
extraordinariamente, en cambio las sombras se hacen opacas casi del todo. Le da
a uno el sol por un lado y casi no se ve nada del otro.
Y es, que ese sol que desde el Pico
del Teide se ve ocultarse entre las brumas del mar, no es el gigante poderoso y
todavía espléndido de las tierras bajas; sino un sol tan perdido en la lejanía,
tan vencido por la bruma, tan oblicuo en sus ataques; tan despreciable, en fin,
allá en el fondo, muy en el fondo, del horizonte, muy abajo, muy abajo, que
apenas se distingue de la luna. Diríamos, que desde aquí llegamos a descubrir
al sol en sus secretas moradas, "el sol en la intimidad"; no en el
momento en que se retira, vestido aún con manto real, sino en el momento mismo
en que se acuesta... Y por esto, acostarse o ponerse el sol y ser de noche es
todo uno; porque aquí en los días claros, el crepúsculo, es brevísimo.
Brevísimo, sí, pero con matices y
delicadezas, que en ninguna otra parte tiene. Mientras el disco del sol se va
hundiendo, sobre todo, fórmanse unos morados tan delicados e intensos,
creciendo o disminuyendo de intensidad cada segundo, como en ninguna otra parte
los he visto. Sólo en los montes de Málaga recuerdo haber presenciado algo
parecido; pero en mucho menor escala. También suele haber nubes arreboladas con
rojos y amarillos de muy diversas tonalidades, todo cambiando de continuo en
valor e intensidad, y adoptando a cada minuto una sorprendente variación en el
decorado.
Debe haber en esto mucha variedad,
según los días y las distintas estaciones del año. Porque ¡son tantos los
elementos que concurren a la decoración del conjunto!... Una nubecilla más o
menos, en una posición o en otra; combinándose con otras compañeras en
situaciones diversísimas, omitiendo o recibiendo reflejos y cambiantes, que
pueden variar hasta lo infinito; el grado de diafanidad del aire o la
intensidad de la bruma; jirones de nieblas bajas, por ventura... En fin,
panorama verdaderamente estupendo, que no puede pintar nadie, sino Dios,
variándolo todos los días, sin agotar jamás sus infinitos recursos.
Entusiasmados, viendo así ponerse el
sol, no nos acordábamos siquiera de que el camino hasta Alta Vista es bastante
largo y nada a propósito para recorrerlo a obscuras. Cuando nos dimos cuenta, echamos a correr dejándonos ir en
línea recta hacia abajo por el Pilón de Azúcar y en siete minutos estábamos en
la Rambleta. A buen paso seguimos sendero abajo, pero nos anocheció en seguida.
Lo que ocurre es que no sólo la luna es aquí mucho más luminosa, sino que lo
son también hasta las mismas estrellas, que parecen más próximas y más
radiantes.
Cuando, al fin, después de media
hora de recorrido, cuesta abajo, y con cuidado de no perder el sendero, nos
hallábamos como a diez minutos de Alta Vista, nos salió al encuentro el guía
con un farol, pues, ya abajo iban temiendo que nos hubiéramos extraviado. Al
llegar a la casa de Alta Vista... las preguntas, la sorpresa, los
comentarios; pero el lector lo lleva ya todo por delante. Lo que, sí quiero
advertirle, antes de dejar este punto, es que si sube al Teide, no deje de
llegar hasta el Pico sin pararse mucho en Alta Vista, en la misma tarde de la
llegada.
XI
Sobre la colchoneta y única
almohada—con somier—del Refugio de Alta Vista, yo no pude pegar los ojos. Y
cuando uno va contando por sus propias pulsaciones los segundos de la noche, yo
no sé si es un gran consuelo el sentir que los otros compañeros duermen. Y no
es que por efecto de la altura fuesen mis pulsaciones ni más fuertes ni más
frecuentes que lo ordinario, pues no pasaban de setenta por minuto; aunque
algún compañero llego a ciento dieciséis.
Como fenómenos fisiológicos
producidos por la altura, yo no llegué a sentir más que un poco de
"ansia" de respirar y... de bostezar en las primeras horas, y un poco
también de opresión o tirantez en el tímpano del oído, que también fue
desapareciendo poco a poco. Este fenómeno del oído se siente exactamente lo
mismo en la altura que en la gran profundidad; pues y lo he sentido idéntico al
bajar en La Unión (Cartagena) a una mina a quinientos metros bajo el nivel del
mar. Lo cual se comprende, porque el tímpano es como un tabique flexible en el
conducto del oído, y la distensión o tirantez lo mismo se siente cuando la
presión viene de fuera (en la profundidad), que cuando viene de dentro, por
estar fuera el aire más enrarecido (como en la altura).
Contando, contando los segundos de
la noche, envuelto en mis dos mantas (todo excursionista al Teide debe
llevarlas consigo), pude esperar, con trabajo y para no perturbar desde bien
poco antes de la media noche hasta las tres y media de la madrugada. Pero a
esta hora me decidí a salir a tomar el frasco y a contemplar la noche; me
oyeron salir y... se revolvió el cotarro. Al fin y al cabo ya era casi la hora
convenida para levantarse.
La noche estaba espléndida, diáfana,
profundísima. La luna, luminosa como jamás la había visto, cantaba un himno
silencioso y lleno de majestad al Creador, coreado por millones de estrellas
refulgentes, de las cuales jamás la vi tampoco tan acompañada. Fuera del Refugio,
el termómetro seguía marcando cinco grados sobre cero; y de la manta más
fuerte, para arrebujarse en ella, no se podía en manera alguna prescindir. La
tarde anterior, cuando llegamos, no pasaba el termómetro, en pleno sol y al
aire libre, de dieciocho grados.
La noche en el Teide es también algo
que produce intensa emoción. Las estrellas parecen mucho más próximas, no
precisamente por su magnitud, sino por la intensidad de su brillo. Muchas de
ellas semejan por entero pequeñas llamas, sostenidas en la punta de un hilo
invisible desde la altura. Las otras, más apartadas, son verdaderas ascuas de
fuego, diversas en la intensidad de su esplendor y en la tonalidad, más o menos
plateada o rojiza, que las distingue. Y como ve ven por todas partes, hacia arriba y
hacia abajo; por delante y por detrás, y la tierra casi desaparece a nuestra
vista, tiene uno la sensación, como si viviera en otro mundo, en la luna, por ejemplo; o como si realmente
fuese navegando, en un globo invisible, a través de los espacios infinitos.
La primera vez que salí a Castilla;
niño aún, desde mi vallecito asturiano, sentí, al llegar la noche, una
impresión semejante, y tan honda, que jamás se me borrará. Pues lo que es
Castilla, con su llanura sin término, frente a un vallecito asturiano, eso es
el Teide gigante, con respecto al horizonte, en su emoción nocturna, aún para
los que estamos habituados a las inmensas llanuras de Andalucía o del mar.
Un cielo desmesurado, un cielo que
nos envuelve y nos anonada, haciendo que la tierra desaparezca de nuestra
vista, como uno de tantos astros sin importancia, como un puntito más, que por
los espacios inconmensurables rueda!...
Y luego, ¡qué silencio!, ¡qué
silencio tan grave!, ¡tan solemne! ¡Que nos penetra todo el ser, como un aroma
de meditaciones eternas!... ¡Que nos devuelve el sentido del vivir profundo!...
¡Que nos anega en mares invisibles de inefable sabiduría!... ¡Emoción nocturna
del Teide! ¡Cuan profundamente has conmovido las más secretas fibras de mi
alma!...
Y ¡ esos mundos! Esos mundos que
sobre nuestra cabeza circulan con magnitudes y distancias que exceden toda
cifra y todo cálculo... ¡Misterios inefables de la Sabiduría
y de la Hermosura y de la Omnipotencia de Dios!...
XII
Era ya muy cerca de las cuatro y
media, cuando, caballeros en nuestras sendas mulas, emprendíamos la marcha
hacia la cumbre. Por la parte del oriente alboreaba ya; y la zona de claridad
se iba extendiendo por momentos. Al llegar a la Rambleta. ya el sol marcaba
cada vez más poderosamente su disco entre las brumas: allá en la lejanía, muy
en la lejanía, allá en el fondo, muy en el fondo. El segmento de círculo
incandescente se fue agrandando; y al fin, velado y tenue, sin apenas luz
y sin calor, casi tiritando de frío,
como nosotros, a pesar de nuestras mantas, sobre las cabalgaduras tiritábamos,
dejóse ver el círculo completo. Pero sin majestad: se le podía mirar cara a
cara y dirigirse a él sin ceremonias... ni tratamientos.
Anónimo: El cráter viejo. Ca. 1920
|
Y el Teide comenzó a marcar su
sombra puntiaguda en las regiones desconocidas del cielo. Viósele después
extenderse mucho, mucho, sobre el mar, llegando seguramente hasta América, a
donde nuestra "pupila de fuera" no alcanzaba, para dar a las Hijas
del Nuevo Mundo el beso ardiente, que la víspera, al atardecer, había recogido
de labios de la Madre Patria, entre los pliegues de la bandera gualda y roja,
que en Cabo Juby, sobre las costas africanas, ondeaba. ¡ Mensaje misterioso de
inefable amor! ¡La sombra augusta del Teide—como si en él reposara el Ángel de
la vieja España, cobijando con sus alas la raza gloriosísima, extendida en
ambos lados del Atlántico—, marcando con un beso de amor cual sello de familia, a los hermanos de acá y a los de
allá, mientras ciñe en abrazo cotidiano, en el misterio de los dos crepúsculos,
los continentes del Viejo y del Nuevo Mundo!...
Las muías ya no pueden subir más; y
nos encontramos como a la mitad del Pilón de Azúcar. Para los que ayer hemos subido a pie, desde Alta
Vista, bien poco es ahora lo que falta. Y el frío intenso de la mañana convida
a ay hacer un poco de ejercicio ¡Puja, puja, y... en la cúspide!
Quise instalar el altar sobre la
mesa de cemento que en lo más alto construyeron, para colocar sus aparatos, los
ingenieros geógrafos, al hacer la triangulación de este archipiélago; pero el
viento era allí demasiado fuerte y demasiado frío, y tuvimos que refugiarnos en
el cráter.
¡Aquí, sobre esta peña; muy bien!
Esas dos fumarolas, una a cada lado del altar, servían como ingentes pebeteros
para enviar a las alturas, acompañando nuestras plegarias y oblaciones, el humo
litúrgico de los aromas.
Quise decir la misa a Cristo Rey;
mas como es nuevo, el misal que habíamos traído no la tenía. Al fin; Cristo
reina por su Amor... desde el Sagrario. Dije, pues, la misa, la primera que se
celebra en el Teide, al Corazón Eucarístico de Jesús. Y la ofrecí, en primer lugar, por mi Diócesis;
pero mis pensamientos y los latidos de mí corazón en aquellos inolvidables
instantes de los Mementos y de la Oblación sacrosanta, abarcaban mucho más...
¡la Madre Patria en su augusta plenitud, y en su augusta plenitud, la Raza
Madre!...
Y al extender mis brazos
suplicantes, después de la Oblación, parecióme que también con ellos abarcaba
los dos mundos, y que su sombra se pasaba, mediadora, para atraer gracias del
cielo, en representación de los brazos de la Cruz del Gólgota, lo mismo sobre
el Palacio Real de Madrid, que sobre la última choza perdida entre las
sinuosidades de los Ángeles o en las latitudes antárticas de la Tierra de
Fuego!...
XIII
Hacia las siete de la mañana,
acompañados del guía, nuestro buen José, nos dedicamos a registrar el cráter
con toda minuciosidad. Por todos sus agujeros y grietas, que no son pocas, sale
humo y vapor de agua en abundancia, y una temperatura muy elevada, pues en
algunos no se puede poner la mano ni un segundo sin quemarse. Aún en su suelo
hay sitios en que ni aún a través de la suela fuerte se resiste el pie mucho
tiempo.
Mezclados con el humo y vapor de
agua, vienen también otros gases y vapores de azufre y de muy distintas especies.
Por esto, si por uno de esos agujeros se arroja un fósforo encendido, siéntese
en seguida, en aquel y en todos los que están cerca, una especie de fogonazo,
producido al infamarse los sobredichos gases. Al rededor de la boca de estas
fumarolas, fórmase también una especie de barro de azufre y de otras sustancia»
blancas, como cal, salitre, potasa...
Durante la guerra se recogieron y
exportaron muchas toneladas de azufre, más o menos impuro, recogido aquí en el
cráter, viéndose todavía la tierra muy removida en ciertos puntos. Lo que si se ha exportado siempre y se sigue aún
exportando, es la piedra pómez de la Montaña Blanca, en la falda del Teide, de
la que antes hemos hablado.
Visto ya el cráter por dentro, nos
subimos al borde, que es muy irregular, y que fuimos, en compañía de nuestro
guía, recorriendo en su totalidad poco a poco, para registrar a su vez cuanto
desde allí se divisaba. La vista inmediata de Las Cañadas y Llanos de Ucanca,
con el soberbio semicírculo de montañas, que las limitan hacia el sur, es
verdaderamente grandiosa. Y es igualmente grandiosa la impresión que, mirando
hacia occidente, produce la vista del Pico Viejo, cráter perfecto y colosal, de
menos altura, pero de más amplitud que el Teide mismo, que allá en el fondo de la
planicie de Las Cañadas y no lejos del Pico Nuevo se levanta.
Después... la vista general de
Tenerife. La ladera Norte, sobre todo, se ve muy bien desde las rocas de Anaga
y Punta del Hidalgo, sin interrupción ninguna, hasta el Roque de Garachico, la
montañeta de Los Silos y Punta Teno, pasando por Tacoronte, Puerto de la Cruz,
Icod... La vista hacia la parte de Icod, desde aquí, desde el Pico, es de las
más emocionantes y de las más hermosas. La línea baja sin quiebra ni
interrupción ni estribaciones hasta el mar, muy abrupta y empinada primero, y
un poco más suave después. Hay una gran zona cubierta de pinares; y más hacia
el fondo, los huertos, con sus elevadísimos frutales, y las casitas blancas de
Icod, tan diseminadas por toda la ladera, que al acercarse al mar viste también
su falda de plataneras, con su precioso color esmeralda claro.
Hacia el sur se ve toda la costa;
desde Tamaimo hasta Santa Cruz; pero no muchos pueblos, que por estar situados
hacia la altura, quedan escondidos por la cordillera de montañas del primer
plano, cuyo pico más alto es Guajara. ¿Detalles? Si quisiera enumerarlos todos,
escribiría un tomo más que regular, con la geografía completa de Tenerife.
De las otras islas ninguna se veía
esta mañana. La tarde anterior se distinguieron muy bien La Gomera, El Hierro,
La Palma, Gran Canaria y Lanzarote. Fuerteventura, según dicen, es la más
difícil de ver, a pesar de ser la mayor; pues como es muy baja de perfil y no
tiene montañas, queda casi siempre sumida entre las brumas del mar. Las otras
islas, en cambio, parecen en ciertos momentos estar como suspendidas por encima
de las nubes; y hay que instarle mucho al espectador "que mire alto",
para que acierte a descubrirlas. Esto de descubrir las islas, sin embargo, es
más bien una curiosidad, pues de suyo no añade gran cosa a la magnificencia de
aquel siempre incomparable panorama.
Cuando nos volvimos hacia el Valle
de la Orotava vímosle ya cubierto por las nubes. Yo he visto muchas veces las
nubes bajo mis pies, desde distintas alturas: pero nunca como desde el Teide.
¡Las nubes quedan allá tan hondas, tan hondas, y en una extensión tan grande!,
porque entonces, por lo menos, parecían extenderse, como un nuevo mar del
espacio, hasta lo infinito. Y llegaban hasta el pie del monte, adaptándose a su
configuración, introduciéndose por sus grietas, y ascendiendo con una majestad
indescriptible. ¡No hay pluma ni pincel ni objetivo, que pueda retratar estas
grandezas! Y a lo lejos y hacia la izquierda, sobre esas nubes, como una región
de ensueño, dibujaba con absoluta claridad y precisión, sin brumas, su
característico perfil, la isla de La Palma.
Pasa ya de las nueve de la mañana y
sólo dos excursionistas, con nuestro guía, quedamos en el Pico. Para mí tienen
siempre estas alturas algo que encadena, como otras muchas veces lo he sentido.
"¡Bonúm ets nos hic esse!": ¡qué bien estamos aquí!... ¡Quién tuviera
ahora poderosas alas para soltar el vuelo hacia la altura, hacia los espacios
infinitos, hacia el altísimo firmamento, hacia el cielo empíreo, y no tener ya
que descender jamás!... Pero, ¡conduélate alma mía! que en la
"inmensidad" de tu esencia espiritual, como ahora presientes y
ambicionas, pueden flotar mil mundos; y tras del breve encierro de "esta
cárcel", Dios le ha hecho para volar hasta el infinito. Pues como, mirando
hacia la altura, canta un poeta:
Aun esos astros, cuya
luz desmaya
Ante el fulgor del
alma, hija del cíelo,
¡No son siquiera
arenas de la playa
Del mar que se abre a
su futuro vuelo!
XIV
A las diez era convenido estar en
Alta Vista para emprender el descenso. Y una vez más también ahora se cumplió
lo convenido. Hasta la Estación de los Alemanes seguimos bajando a pie: por sitios tan pendientes es muy molesto el
cabalgar cuesta abajo, para la bestia y para el jinete. Y aún desde allí, la
bajada a caballo se hace, como es natural, bastante más molesta que la subida.
Es más rápida, eso sí, y esto consuela.
Durante esta bajada vimos un águila
preciosa, blanca en su mayor parte, llamada, al parecer, guirre o
"guirrio" por aquí, que evolucionaba majestuosa frente a nosotros.
Daba vueltas en el espacio, a bastante altura alrededor del Teide, pero nunca a
la altura del Pico, sobre el cual no la hemos visto nunca remontarse. Vimos
también otro pajarito pequeño y negruzco junto a nosotros, en la Rambleta
precisamente; y nos admiró, porque no sé lo que iría buscando allí, ni de qué
se alimentaría, pues ni mosquitos hay ni una brizna de yerba crece. Como no
fuese acaso alguna araña... (aunque tampoco las vimos.) O de excursión artística,
como nosotros... Abajo en Las Cañadas vimos dos o tres abubillas, siempre con
su fúnebre gemido y su aspecto de curiosidad y sobresalto. Y luego, ya más
abajo, algún conejo y hasta un par de perdices "pardillas", como por
Castilla las llaman, es decir, un poco más pequeñas y menos pintadas, que la
perdiz ordinaria.
Desde Las Cañadas tomamos un camino
distinto del de la subida, a fin de bajar por Los Realejos. Bien poco después
de mediodía estamos al pie de La Fortaleza, de la que ya hemos hablado, Y como
hay cerca una fuente, allí se hace alto para almorzar y descansar. El agua, sin
embargo, es mejor la que de arriba traemos, casi helada. Son retamas también
las que nos dan sombra.
A eso de las dos otra vez en marcha,
por el monte de Icod el Alto o de Los Realejos abajo. Este monte, al principio
es todo de retamas, pero después poco a poco se va espesando más, y las retamas
se convierten en brezos: y entre estos comienzan a abundar mucho las
"hayas", como dicen por aquí, que no son hayas propiamente, sino una
especie de laurel de hoja más menuda. A ratos este monte se hace verdaderamente
encantador y pintoresco.
Joaquín González Espinosa:
El Valle de La Orotava. Ca. 1920 |
Pero lo bueno de aquí no es el
monte, sino la vista "estupenda", que se baja gozando del
"estupendo” Valle de La Orotava. Es éste, sin duda alguna, el mejor sitio
para contemplarle; y en verdad que todo cuanto se diga es poco. Voy recordando
los mejores panoramas que en mi vida he visto y a todos los iguala los supera.
La Vega de Valencia, desde el castillo de Sagunto; Barcelona, desde el Tibidabo;
Lión, desde La Founbiere; Lucerna, con el Lago de los Cuatro Cantones, desde el
Righi. La Vega de Colonia, desde las torres de la Catedral. La de Florencia,
desde las alturas de Fiésole o San Miníate, y ni siquiera la que tal vez es
superior a todas, la vista de Nápoles desde la abadía de San Martino o desde el
Vesubio... El que crea que exagero, que venga también y lo vea. Y no es el
Valle solo lo que desde aquí se ve, sino, empalmando con él, toda la ladera de
Santa Úrsula a Tacoronte, y hasta los Rodeos, Valle Guerra, Monte de las
Mercedes y Punta del Hidalgo...
Y una hora nada menos se baja por el
filo de aquel inmenso murallón, que en muchas partes tendrá bastante más de
quinientos metros de altura, cortado a pico sobre el Valle, contemplando, cada
vez más de cerca, cada vez con más minuciosidad y más detalle, aquel verdadero
paraíso. Y, al fin, la vista de Los Realejos al mismo pie del monte colosal, es tan ríente, tan extraordinariamente pintoresca, que no se
puede ser más.
Vamos atravesando el también
pintoresco pueblecillo de Icod el Alto, en que los campesinos andan en las eras
muy afanados con la trilla, que suspenden, sin embargo, para ver pasar nuestra
caravana. Ya no nos queda sino apearnos del pedestal: es decir, descender del
monte por una senda que, aunque ondulante, en aquella ladera casi
perpendicular, es todavía pendientísima. Un poquito más, y atravesamos Tigaiga,
en la falda ya, el primer "paguito" (pueblecillo) del Valle. Gracias
a Dios que aquí ya es terreno llano... relativamente.
Y allí adelante, a la entrada del
Realejo Bajo, nos esperan los automóviles. Son las cinco y media, y nuestros
músculos, doloridos por el esfuerzo persistente, y nuestros huesos, con un
zarandeo y un molimiento de dos días, bien merecido tienen el descanso.
¡ Qué bien vamos a caer en el
automóvil!... ¡Pero es tan placentero y dulce descansar, naturalmente, después
de haberse cansado!...
—¡Adiós, José! Adiós, señor Martín!
Adiós, adiós... Hasta otra, si Dios quiere.
- o -
El texto de
fray Albino fue publicado, antes de su edición en libro, como folletín de la Gaceta de Tenerife, en diez entregas,
que comenzaron el 6 y concluyeron el 21 de agosto de 1927. Debo esta
información a mi buen amigo don Carlos Benítez Izquierdo, a quien agradezco
también las fotografías que me ha facilitado para ilustrarlo.
Películas de alpinismo
Una ascensión al Teide
Pretendo, al menos, reflejar en el
reducido espacio de este artículo, una de las impresiones más profundas de mi
vida; la que he sentido al pisar, en unión de un respetable jerarca de la
Iglesia católica y de sus ilustres acompañantes, la cresta altiva del monte
antaño tenebroso e inexplorado de nuestros abuelos, los guanches; el temido
«Ayadirma» o «Echeyde», donde el paganismo situó geográficamente la mansión de
sus dioses infernales.
En la mañana del lunes, 16 del
actual, un auto hubo de conducirnos al señor Obispo, nuestro amantísimo padre Albino, al provisor de la
diócesis, el sabio doctor Nácar, al ilustrado padre Ibarreta y al cronista, al
bello lugar de “Aguamansa”, en el que el acaudalado propietario y distinguido
caballero don Fernando Salazar y Bethencourt, organizador de la expedición,
tenía preparadas las caballerías que habían de conducirnos al Pico. Durante el
trayecto, que fue una sucesión de lo pintoresco a lo grandioso, un tránsito de
la belleza salvaje de “Las Cañadas” a la solemnidad de las alturas, hicimos un
breve descanso en la cañada de “Los Guancheros”, donde almorzamos
espléndidamente. Baste saber que era nuestro amable anfitrión el señor Salazar,
que, a su habitual cortesanía, tan propia de su prestancia aristocrática, une
la obsequiosidad rumbosa del que se multiplica para atender a los convidados.
Eran las cuatro de la tarde, cuando
los de la comitiva estábamos frente al Teide, la imponente esfinge tinerfeña.
Parecía que el rey de las mansiones plutónicas dormía en aquellas alturas, casi
inaccesibles, como si estuviera seguro de que nadie pudiera arrancar de sus
pétreos hombros, el blanco armiño del níveo y regio manto que el Invierno le
prepara y la Primavera le viste, ciñendo perennemente sobre su calva milenaria la
diadema desportillada de su cráter, símbolo de pretéritas tragedias de un fuego
doloroso y purificador…¡Qué pequeño es el hombre y que grande es Dios! Si
alguien, insensato, dudara de la primera causa de todas las demás, en presencia
de esa magna obra de la Naturaleza, que tan elocuentemente pregona la Divina
existencia, reconocería y acataría ésta.
Eran las seis de la tarde cuando
llegamos al penúltimo balcón del Teide, a la “Estancia de los Neveros” o
reducida llanura de “Altavista”, en cuyo sitio, de descanso obligado, la
generosidad de un súbdito inglés, Mr. Graham Toler, construyó una casa para que
pudieran pernoctar en ella los viajeros. Desde aquel escalón, que está a más de
3.000 mil metros, pudimos contemplar, admirados, la extensión de “Las Cañadas”
y las montañas de rigidez hierática, que dan como guardia de honor al Pico: el
Guajara, la Fortaleza, Pico Viejo, etc., mientras que las tristezas y sombras
del crepúsculo vespertino daban fisonomía particular al contorno de sus costas.
Nuestro animoso prelado, deseoso de
admirar desde aquellas ingentes jocosidades, el ocaso grandioso del sol, no
tuvo paciencia para esperar a la mañana siguiente, y, sin descansar un momento,
escaló el llamado “Pan de Azúcar”, hasta llegar al cráter, desde el que contempló
un espectáculo tan bello, según nos dijo, que fuera en vano tratara yo de
describirlo.
A la
temperatura de cuatro grados centígrados pasamos la noche en la citada vivienda
de “Altavista”, no habiendo subido el termómetro durante el día más de quince
grados. De modo que falló afortunadamente en sus temores, y de ello me
congratulo, un queridísimo amigo y penitente mío, cuando, llevado de un buen
deseo, que no puedo menos de agradecerle sin embargo, me aconsejaba en la noche
anterior que desistiéramos del viaje, por el tiempo Sur a la sazón reinante,
nos haría arriba la estancia insoportable.
A1 amanecer del día 17, fecha que
será para todos memorable, hicimos la penosísima ascensión hacia el cráter, que
coronamos, por la permisión de Dios, felizmente. La visión esplendorosa que se
contempla desde la cúspide del Teide, alcanza la plenitud de su belleza
incomparable cuando el incendiado sol sube majestuosamente, allá en la lejanía
infinita del horizonte, al mismo tiempo que la policromía de sus rayos matinales
pone notas de luz y sombra en la tierra y da raros y singulares reflejos a la
superficie azul del Océano, ruta de las legendarias y gloriosas aventuras
españolas, de antaño y hogaño en el Nuevo Mundo. La isla toda, como de rodillas
a los pies del volcán, con su círculo de pueblecitos y caseríos blancos, las
crestas de las islas de Gomera y Hierro que hacia occidente alteran la tersa
superficie del zafiro del mar, volando, en suma, de acá para allá, nuestra
emoción por cima de la soberanía de aquel paisaje encantador, eran cosas nunca
vistas en mi vida, ni aún siquiera cuando estuve en el clásico golfo de
Nápoles, que reposa alegre y confiado en las faldas, del famoso Vesubio.
Pero otro suceso singular, propio de
la piedad episcopal, habría de alterar en breve nuestra atención y nuestro
místico recogimiento. En un altar portátil, junto a las paredes del cráter, en
medio de las fumarolas volcánicas, que recordaban las humaceras bíblicas
precursoras de los cruentos sacrificios, el padre Albino lleno de unción devota
y de exaltación mística que a todos nos comunicó celebró en aquella altitud de
3.707 metros otro sacrificio, pero incruento: el de la Santa Misa. Momento
solemne y conmovedor para el oficiante y sus orantes y genuflexos oyentes, en
que el pontífice de Nivaría, en aquella altísima y natural cátedra, elevó la
hostia sacrosanta, consagrada sobre aquella inmensa ara, que se diría
pertenecía a una catedral de quimera, que tenía por bóvedas las mismas del
firmamento, mientras que el propio Teide rendía pleitesía a Jesucristo
sacramentado, incensándole con las vaporosas exhalaciones de su cráter. Aquello
ponía en todos nosotros, allá en lo íntimo de nuestras almas creyentes, todas
las ternuras del amor místico y la reverencia a la Divinidad, patente en las
manos de aquel insigne dominico, investido con la perfección del Sacerdocio.
Renuncio, por la extensión que sin
poderlo evitar he dado a este artículo, a seguir refiriendo las peripecias de
un viaje tan agradable, el que por singular gesto del señor obispo, debe
anotarse con broche de oro en los anales de su pontificado. No dudo sea
interesante en el mundo científico el hecho notable de que Humboldt, Buch, el
marqués de Villa Antonia y otros geólogos de fama mundial, hayan hollado con su
planta la cúspide del Pico nivario; pero no lo es menos que un notable miembro
del episcopado español haya tenido la inspiración acertada de celebrar por vez
primera en aquella levadísima región, tan cercana al cielo, el santo sacrificio
de la Misa, para rogar en ella no sólo por sus hijos espirituales, sino por
todos los habitantes de Canarias.
Séame permitido, por último, cumplir
con la obligada cortesía de manifestar mi agradecimiento a su ilustrísima, por
haber tenido la bondadosa y paternal dignación de invitarme a tal excursión,
así como a su organizador, el señor Salazar, que demasiado sabe de cuánto le
soy deudor con motivo de tan cautivante y ameno viaje.
Domingo P. Cáceres.
Güímar, agosto de 1927
Fray Albino González
Menéndez-Reigada,
O. P. vii obispo de Tenerife. 1925-1946
A. Benítez: Fray Albino González Menéndez-Reigada
|
Nació en Corias de Pravia, Concejo
de Cangas del Narcea, Asturias, el día 18 y fue bautizado el 19 de enero de
1881, hijo legitimo de José González y González y de Dorotea Menéndez y
Fernández, labradores de profundas convicciones religiosas, al parecer cinco de
sus hijos tomaron el hábito de la orden de Santo Domingo en el convento de San
Juan Bautista de su pueblo natal. Entre estos destacó también el célebre
teólogo y profesor de la universidad de Salamanca, fray Ignacio González Menéndez-Reigada.
Ingresó en el citado convento a los
quince años, y realizó su profesión religiosa en 1897. Concluidos sus estudios
de Humanidades Clásicas y Filosofía y Letras en el repetido monasterio se
matriculó en la facultad de San Esteban, en Salamanca, donde cursó estudios de
Teología. Se licenció en Derecho Civil y en Filosofía y Letras en dicha
universidad con premio extraordinario y obtuvo luego el doctorado, en esas
disciplinas, en la universidad Central de Madrid, también con premio extraordinario,
al tiempo que comenzaba otros de Derecho. Fue ordenado sacerdote en 1906,
cuando contaba veinticinco años de edad, en Valladolid.
Según Alfonso Soriano y Benítez de
Lugo [1]:
Habiéndole otorgado su orden el grado de lector en Teología, fue
pensionado por la universidad de Salamanca para estudiar en Roma en 1911 y
Filología de las lenguas neolatinas en la universidad de Berlín en 1912.
Completó sus estudios en la universidad de Friburgo y en otras de Suiza. Su
facilidad para los idiomas le permitió expresarse en francés, inglés, italiano
y griego, además del castellano y el latín. Tras recorrer diversos países
europeos regresó a Madrid en septiembre de 1912, donde colaboró en la revista
científica Ciencia Tomista, de la cual, años después, sería director. En
1916-17 fue nombrado por su orden maestro en Sagrada Teología, predicador
general y superior del convento de Santo Domingo el Real de Madrid. También en
estas fechas sería nombrado, además de predicador de Su Majestad el rey Alfonso
xiii, predicador de honor de la
universidad de Salamanca. Al mismo tiempo es profesor de Ética, de Filosofía y
Derecho en la Academia Universitaria Católica. Por su fama como predicador fue
requerido para pronunciar conferencias por toda España, Europa e Hispanoamérica.
El 18 de diciembre de 1924 el Papa Pío xi
le nombró obispo de Tenerife y fue consagrado en la catedral de Madrid el 19 de
julio de 1925 […]. Hizo
su entrada solemne en San Cristóbal de La Laguna, sede de su obispado, el 12 de
agosto siguiente […].
El 18 de febrero de 1946, a los sesenta y cinco años de edad, fue
nombrado obispo de Córdoba, haciendo su entrada oficial en esta capital el 9 de
junio, domingo de Pentecostés, donde permaneció hasta su muerte. Durante los
doce años en que fue titular del obispado de Córdoba, destacó fray Albino por
la gran labor social que realizó. Falleció, a los setenta y siete años de edad,
el 13 de agosto de 1958, y el ayuntamiento de Córdoba le nombró su Hijo
Adoptivo en sesión celebrada el 9 de junio de 1950.
Domingo Pérez Cáceres,
viii obispo
de Tenerife. 1947-1961
José Aguiar: Don
Domingo Pérez Cáceres. 1950
|
Nació don Domingo Pérez Cáceres, en
la villa de Güímar, el día 10 y fue bautizado en la parroquia de San Pedro
Apóstol el 19 de noviembre de 1892, con los nombres de Andrés Avelino Domingo,
como hijo legítimo de don Domingo Pérez Fariña y de doña Juana Cáceres Romero
[2], naturales de dicha villa y de la ciudad de Caracas, Venezuela,
respectivamente.
A los once años de edad ingresó en
el Seminario Conciliar de La Laguna, donde cursó sus estudios. Recibió la tonsura
de manos del obispo don Nicolás Rey Redondo el 17 de mayo de 1914 quien le
confirió, luego, las Sagradas Órdenes del subdiaconado, diaconado y
presbiterado, el 18 de diciembre de 1915, 17 de junio de 1916 y 23 de
septiembre del mismo año.
Fue nombrado coadjutor de la
parroquia de San Pedro de Güímar el 23 de octubre de 1916 y ejerció el cargo
hasta el 20 de diciembre de 1919, fecha en que se le designó cura ecónomo de
dicha parroquia. Desde el 9 de junio de 1920 y hasta el 30 de septiembre de
1925 fue cura regente de la parroquia del Salvador de La Matanza de Acentejo y,
más tarde, pasó de coadjutor de la matriz de Nuestra Señora de la Concepción de
Santa Cruz de Tenerife hasta el 26 de junio de 1926 en que comenzó a ejercer el
cargo de cura ecónomo de la parroquia de su villa natal, siendo nombrado cura
párroco propio por Real Cédula de 16 de enero de 1928. Fray Albino González le
propuso para deán de la catedral nivariense y tomó posesión del cargo el 2 de
marzo de 1935. Fue durante doce años vicario general de la diócesis; arcipreste
del distrito de Güímar, examinador prosinodal y párroco consultor. El 28 de
abril de 1947, Pío xii le confirió
el obispado de San Cristóbal de La Laguna, vacante por traslado de fray Albino
al de Córdoba.
Por sus venas corría la sangre de
los guanche, figurando documentalmente, entre sus ascendientes, Don Diego, rey
de Adeje. A propósito del nombramiento de don Domingo Pérez Cáceres, escribió
en la prensa don Dacio Darias Padrón [3]:
Hijo predilecto de su villa nativa, Güímar, este sacerdote ejemplar, de
elegante gesto afable, cordial, cortés y comprensivo con todos, desde las
clases sociales más altas, hasta las más humildes del pueblo, siempre ha sido
su nota más destacada y sobresaliente, el noble ejercicio de la Caridad, aparte
la capacidad y aptitud, plena de prudencia, demostrada en cuantos elevados
cargos ha desempeñado en la diócesis, desde los recientes tiempos del
pontificado de su gran protector, el eminente padre Albino, auténtico prestigio
de su Orden y jerarquía, hasta estos momentos. Su piedad y misericordia con los
desvalidos de la fortuna, le han granjeado la consideración, el respeto y la
estima de Tenerife entero y de la provincia toda […].
Su compañero de estudios y amigo, el
presbítero don Sebastián Padrón Acosta, escribió varios artículos de prensa en
los que resaltó las muchas cualidades del prelado:
Todos los corazones isleños han recibido con júbilo inmenso la
designación del deán de nuestra Santa Iglesia Catedral para la sede episcopal
de Tenerife, porque don Domingo Pérez Cáceres, desde hace mucho tiempo, ha
venido ejerciendo los ministerios de Doctor, Médico y Pastor de los hijos de
Tenerife.
Don Domingo Pérez Cáceres nunca ha querido ser hombre de multitudes,
sino hombre de individualidades. Allí donde ha estado el dolor, la necesidad,
la angustia, allí ha ejercido siempre su acción bienhechora. En la cárcel, en
el Hospital, en el Asilo, en el confesionario. Encendido siempre dentro del
pecho el luminar de la caridad, tanto que puede repetir con el apóstol San
Pablo, en el capítulo xii de su
segunda carta a los Corintios: ¿Quis infirmatur et ego non infirmor? Quis
scandalizatur, et ergo non uror? [4]
Hijo Adoptivo de todos los
municipios de Tenerife y Predilecto de la provincia en 1948, fue asimismo condecorado
con la gran cruz de la Orden de Beneficencia.
Falleció en La Laguna, el día
primero de agosto de 1961 y yace sepultado en la basílica de Nuestra Señora de
Candelaria, de cuya nueva fábrica fue decidido impulsor.
Escudo Domingo Pérez Cáceres
|
Notas
[1] Soriano y Benítez
de Lugo, Alfonso: Corte y
Sociedad. Canarios al servicio de la Corona. [En prensa]
[2] Libro xxi
de Bautismos, f. 418. Parroquia de San Pedro Apóstol. Güímar. Fueron sus
abuelos paternos, don Pedro Pérez Elías y doña María del Pilar Fariña Cartaya,
naturales y vecinos de dicha villa. Maternos, don Timoteo Cáceres, oriundo de
Santa Cruz de La Palma, y doña Martina Romero, que lo era de Güímar.
[3] El Día. Santa
Cruz de Tenerife, 1 de mayo de 1947.
[4] Padrón Acosta,
Sebastián: “El Ilustrísimo Sr. Obispo de Tenerife Don Domingo Pérez Cáceres”. Criterio. Santa Cruz de Tenerife, 18 de
mayo de 1947. Véase también, del mismo autor: “El obispado, el palacio
episcopal y el nuevo obispo de Tenerife. Canarias”. Canarias. Santa Cruz de
Tenerife, 20 de septiembre de 1947 “El
doctor Pérez Cáceres, obispo de la Caridad”. La Tarde. Santa Cruz de Tenerife, 8 de febrero de 1952.
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