martes, 28 de junio de 2011

Ricardo Ruiz y Aguilar (II)


RICARDO RUIZ Y AGUILAR: ESTANCIA EN TENERIFE (II)

CARTAS DIRIGIDAS A SU PADRE


           La Orotava, 27 de mayo de 1867

             Mi querido Papá: prometí a usted hace tiempo una extensa relación de mi viaje desde el punto en que, por arte de Dios o del Diablo, fui destinado a estas Islas, llamadas Afortunadas en la antigüedad, y que aún ignoro si me espera en ellas la fortuna o la desgracia.
            Como quiera que no soy escritor, ni tengo pretensiones de serlo tampoco, me cuesta sumo trabajo coordinar las ideas y los acontecimientos para formar un todo que pueda leerse; pero como no escribo para el público sino solo para proporcionar a usted algunos momentos de distracción me he decidido a comenzar hoy, desterrando la pereza, mi enemiga capital, y remitiéndole en cada correo los trozos que escriba, con objeto de no tener disculpa para dejar de hacerlo, pues el pensamiento de que usted espera la continuación me obligará a ser eficaz, cosa que no sucedería si, como pensaba, le remitiera dicha memoria después de concluida.
            Antes de comenzar, creo del caso darle ciertos antecedentes que no estarán de más y que no le serán del todo desconocidos, pues por mis cartas anteriores, y por narración de Ildefonso y Pepe [17], sabrá usted algunos pormenores.
            Al desembarcar en Barcelona, de regreso de las Baleares [18], fue mi batallón a acantonarse en un pueblecito de las afueras: la madrugada del siguiente día, era la destinada para emprender la marcha a Granollers y Cardona, como así se verificó, pero mi Coronel [19] había decidido residir en Manresa, donde estaba el otro batallón y, como el cargo de maestro de cadetes que yo ejercía me obligaba a no separarme de él, quedé, con mis discípulos, dispuesto a seguirle: hacía tiempo que no marchábamos acordes, particularmente desde que arribó a Palma: algunas cuestiones habían surgido entre nosotros, en las que hice cuanto me fue posible para no romper abiertamente, temiendo el abandono en que necesariamente había de quedar Pepe; y entre gente que me constaba había de hacerle todo el daño que pudieren, en cuanto desapareciera yo de la escena: no quiero recordar lo que me hizo sufrir ese hombre durante nuestra permanencia en Palma porque casi lo he olvidado y porque sus infamias posteriores borran, por su mayor importancia, aquel recuerdo.
            Como quiera que el Coronel era poco querido, vióse aislado durante la navegación, lo cual debía mortificar excesivamente su amor propio: no encontró medio de desahogar su mal humor, y el veneno que había tragado en aquellos días trató sin duda de descargarlo sobre mí, puesto que sin un motivo plausible, y en el momento que me vio, empezó a hacerme cargos sobre mi conducta con su hijo durante la navegación; al cual, es de advertir, que yo no había visto ni hablado desde la salida de Palma: esta cuestión ocurrió, en medio de la carretera de Barcelona; ínterin formaban las compañías para marchar: poco a poco fue pasando del terreno de las reconvenciones al de los insultos y entonces fue cuando me decidí a contestarle agriamente. Esto dio lugar a que él creyere debía despojarse de su carácter y autoridad de coronel, proponiéndome indirectamente ventilar aquella cuestión en el terreno particular; decidido como estaba a todo, acepté con alegría, impidiendo por entonces la llegada de otras personas, que pasase la cuestión más adelante: llegamos a Manresa, dejé que se instalase, y a los dos días de estancia allí fui a su casa encontrándolo, por fortuna, solo en su despacho; le iba con objeto de reanudar la cuestión interrumpida, que me había insultado y propuesto indirectamente un lance que yo aceptaba en la forma que quisiera; me oyó con mucha calma y cuando concluí me dijo que había sido víctima de un engaño, que le habían dicho que yo había insultado a su hijo y que él, al saberlo, se había dejado arrebatar por la cólera, que lo dispensara. Yo, viendo que no salía de este terreno por más que hice, y considerando que mi permanencia en el Regimiento, se había hecho imposible, le dije que aceptase mi dimisión del cargo que desempeñaba, y que, desde aquel momento, empezaba a negociar mi pase a otro cuerpo; trató de convencerme, me dio mil satisfacciones, y para demostrarme que me apreciaba, me vendió el favor de haberme quitado de tres relaciones de desterrados que le había mandado el director del Arma: a pesar de todo me mantuve firme y, por último, quedó en proponer al director mi dimisión, fundada en el mal estado de mi salud; accedí, pues, a ello, pero con la condición de que había de enseñarme el oficio en que lo hiciese, cerrándolo y mandándolo al correo en mi presencia pues, de lo contrario, yo lo haría por fuera de conducto y en calidad de queja: añadí que esto no era óbice para marcharme del Regimiento, pues después de lo ocurrido, yo no podía ni quería servir a sus órdenes, y que, en su consecuencia, iba a escribir aquel día con dicho objeto: ya comprendía yo que aquel hombre no había de perdonarme mi firmeza y que entre los dos se había declarado una guerra a muerte; pero ¡cual no sería mi sorpresa, al ver la amabilidad y cariño con que me trató los días posteriores! Casi llegó a engañarme, pues a pesar de mi carácter receloso y desconfiado, nunca pude creer se ocultase una infamia bajo aquel exterior apacible; no me dormí sin embargo y escribí a un amigo del Ministerio de Marina (que meses antes me había ofrecido trasladarme a Madrid, ofrecimiento que no acepté, por no variar en aquellas circunstancias críticas la suerte de mi sobrino), el cual empezó a dar los pasos con dicho objeto, pero llegó tarde, pues el infame de mi coronel, según supe después, ofició al propio tiempo al director, pidiendo mi separación, por considerarme peligroso en el distrito de Cataluña; todo esto que he referido, ocurría en los primeros días de septiembre; el 15 ó 16 de dicho mes, desapareció el coronel de Manresa sin despedirse y sin decir a dónde iba; supusimos habría marchado a Cardona o Granollers donde había fuerza del Regimiento y esto quedó en tal estado hasta el 18 que, al salir de clase, encontré un ordenanza, que me comunicó la orden de presentarme al teniente coronel: hícelo así, calculando o, mejor dicho, presintiendo algo desagradable, y, en efecto, me muestra un oficio del coronel, fechado en Granollers, en que se me mandaba presentarme inmediatamente al capitán general de Cataluña: eran las doce del día y se me mandó embarcar en el tren de la una: recogí a toda prisa parte de mi equipaje, dejé encargado mi sobrino a un compañero y emprendí mi marcha, cuyo término no podía entonces prever; con el pesar consiguiente a aquel injusto atropello y al abandono en que dejaba a mi pobre sobrino, niño sin experiencia, que me despidió con lágrimas en los ojos y que, harto, pronto empezaba a arrostrar las amarguras de la vida.
           Puede usted calcular el estado de mi ánimo durante el trayecto a Barcelona: meses antes había presenciado la separación de Ildefonso que se verificó en términos parecidos y no cabía lugar a duda sobre la suerte que me aguardaba: sin embargo, puedo asegurarle que mi mayor sentimiento era haberme dejado engañar tan villanamente por una persona que me debía muchos favores y, entre ellos, el porvenir de su hijo que solo a mí debe el ser militar puesto que, sin saber una palabra de las materias de que había de examinarse, le saqué adelante, le puse buenas notas, y evité fuere lanzado vergonzosamente de la carrera y del ejército, como indudablemente hubiera sucedido si, como era de justicia, le hubiese reprobado. Todas estas consideraciones y otras muchas, que sería prolijo enumerar, ocuparon mi pensamiento durante el camino: ni la deliciosa campiña en que se alberga el célebre monasterio de Montserrat, y cuyos agudos picos proyectaban su sombra sobre la vía, ni la animación de los viajeros, nada en fin, pudo hacer variar el curso de mis pensamientos, y en esta situación, sin poder darme cuenta de lo que a mi alrededor pasaba, llegué a la estación de Barcelona.
           Allí encontré otros dos oficiales de mi batallón, compañeros de infortunio, y al teniente coronel que también era separado. Nos presentamos al capitán general Gasset, el cual nos mostró la Real Orden por la cual nos destinaban de reemplazo a Canarias, viéndose obligado a oír muchas verdades que le dijimos, pues en la situación en que nos hallábamos nos importaba poco todo lo que pudiera ocurrir. Sin embargo, como la Providencia es muy sabia, y en los trances amargos de la vida da suficiente resignación para soportarlos, sobre todo en la edad en que nos encontrábamos nosotros, a los dos días de estancia en Barcelona, nos hallábamos tan conformes en ir a Canarias como si hubiera sido a Fernando Poo; pero otra circunstancia, hasta cierto punto inesperada, hizo que no pasase aquellos días con la tranquilidad que me prometía la causa una carta de Pepe, en que me refería los atropellos de que era víctima, desde mi salida de Manresa. Tan respetado como había sido mientras yo estuve al frente de los cadetes, tan perseguido se veía ahora que yo estaba en desgracia. El pobre chico me escribía afligido, pidiéndome lo sacase del Regimiento. Puse un telegrama a su padre y, acto continuo, me presenté al capitán general haciéndole presente lo que sucedía y manifestándole mi indignación por la bajeza y la pequeñez de alma de aquella gente, que se valían de mi desgracia para vengarse en una criatura inocente de los resentimientos que conmigo pudieran tener. Concluí pidiéndole le concediera un mes de licencia, mientras en el ínterin negociaba su pase a otro cuerpo. Me dijo no estaba en sus atribuciones hacerlo, pero me prometió, tanto él como el jefe de Estado Mayor, escribir particularmente, a fin de conseguir cuanto antes su traslado a uno de los cuerpos que guarnecía a Granada. Hice en su consecuencia la instancia pidiendo su pase al Regimiento de Aragón, y aquel mismo día fue despachada con carta confidencial al director para que lo activase; tranquilo por esta parte, aunque no del todo, pues mientras estuviese entre aquella canalla no podía estarlo, traté de disponerme para mi viaje, que ya estaba próximo.
            Basta por hoy, el correo venidero, continuaré esta desaliñada relación, que abunda en recuerdos poco agradables, pero que, como ya pasaron, los veo, al escribirlos, bajo un prisma distinto que entonces.

Mucho le quiere su hijo
Ricardo


 


            La Orotava, 5 de junio de 1867

            Mi querido Papá: vuelvo a reanudar mi interrumpida tarea desde el punto que la dejé, hoy que me encuentro con más ánimos para ello Que otros días. Creo dije a usted en mi anterior que me hallaba en Barcelona, después de haber arreglado el traslado de Pepe a otro cuerpo y recibido el resto de mi equipaje, disponiéndome a embarcar para mi destino. Pues bien, mi estancia en dicho puerto fue para mí una lección difícil de olvidar; lección que me enseñó más de lo que he aprendido en diez años de correr por el mundo y que, por consiguiente, dejó profundas huellas en mi corazón. ¿Quién había de decirme que amigos que me debían muchos favores, y con cuya amistad creía contar, habían de volverme la espalda antes de ponerla a prueba, y por el solo hecho de verme convertido en un miserable deportado? Nunca lo hubiera creído y, antes bien, me hubiera parecido exagerado un relato de esta especie. Sin embargo fue así y, al verme vinieron alegres a abrazarme y, al oír mi destino, mudaban de color, apresurándose a despedirse y alejarse, evitando después mi presencia, cual si fuese la de un apestado. ¡Miserias humanas! En cambio, puedo decir con satisfacción, casi con orgullo, que también hubo amigos que no me abandonaron en la desgracia; fueron los menos, es cierto, pero su conducta cariñosa y desinteresada, sus obsequios y ofrecimientos sinceros me demostraron que aun en la corrompida sociedad en que vivimos se conservan algunos corazones honrados.

           Pasé en Barcelona hasta el 27 de aquel mes de setiembre, que era el día señalado para darse a la vela la urca de guerra Pinta, en la que habíamos decidido embarcar mi amigo Vallabriga [20] y yo, en atención a no costamos dinero el pasaje. El otro compañero decidió marchar por su cuenta, con objeto de llegar a Cádiz antes Que nosotros, y poder pasar unos días con su familia, que reside en Sevilla. Embarcamos, pues, a las once de la noche, casi sin apercibirnos del sentimiento que debíamos tener, no sólo por lo que nos sucedía, sino también por las afecciones que en aquella población dejábamos, pues habíamos dado en aquellos días tanto tormento a la imaginación, que me inclino a creer se había embotado nuestra sensibilidad.

            Algunos días antes habíamos visitado el barco pues como yo soy, por fortuna o por desgracia, algo práctico en esa clase de viajes, quise dar disposiciones con tiempo, para poder disfrutar de alguna comodidad durante la travesía. La urca era un barco de vela de tres palos y aparejo de brik-barca; había servido de transporte en la guerra de Santo Domingo, y para la conducción de artillería y acémilas se había visto precisado a destruir la cámara que tenía destinada para oficiales de tierra, dejando únicamente, una pequeña en popa, con los camarotes precisos para la dotación del buque; en su consecuencia no quedaba sitio para nosotros y ni aún posible era colgar una hamaca (caso que la hubiera habido) del techo de la cámara; fue preciso buscar un rincón donde acomodarse en el sollado, y a este fin, mandé colocar una separación de lona en el que me pareció más a propósito, suficientemente espaciosa para que, acostados, cupiésemos los dos. Allí se tendieron unas cuantas colchonetas de marinero, que yo creo eran más duras que las tablas del suelo, y sobre ellas coloqué una de algodón que traje de Filipinas y que, por fortuna conservo, la que, en unión de dos almohadas, que también componen parte de mi equipaje, contribuyeron eficazmente a proporcionarnos alguna comodidad.

           El capitán y oficiales del buque, procedentes todos de la clase de pilotos, y con los cuales nos arranchamos para comer a razón de un duro diario, se esforzaron en atendernos y obsequiarnos. Ninguna queja tuvimos de ellos durante la travesía; antes al contrario, les conservo un grato recuerdo de amistad.

            Llevábamos con nosotros unos cuarenta o cincuenta paisanos, sacados de los infinitos que había presos en la ciudadela de Barcelona por causas políticas, y que iban deportados a Ceuta; estos desgraciados, fueron llevados a bordo a la una o las dos de aquella madrugada, custodiados por un oficial de la Guardia Civil y dieciséis hombres, que les acompañaron hasta Cádiz. Se arreglaron como pudieron en el sollado, tanto ellos como los guardias, y con esta disposición, todos en amor y compaña, nos dispusimos a la travesía.

           A la madrugada del 28 empezaron los preparativos y, como no teníamos viento que nos ayudara, fue preciso que el vapor remolcador se encargara de ponernos en franquía. Hacía un día magnífico y pudimos contemplar a nuestro sabor aquellas costas queridas, aquella población industriosa que nunca me había parecido tan bonita. El muelle, oculto por centenares de buques, cuyos palos se proyectaban sobre las casas de la muralla; las elevadísimas chimeneas de las fábricas indicando con el humo que despedían, que ya habían comenzado sus trabajos; el soberbio Montjuich que, cual avanzado centinela mostraba sus elevados e inaccesibles torreones; todo en fin formaba un contraste agradable, al que yo creo prestaba más poesía la situación de ánimo en que nos encontrábamos pues ¡cuántas veces había disfrutado de la misma perspectiva sin que ocupase mi atención!

            Una brisa suave, que poco a poco fue refrescando, nos alejó insensiblemente de aquellas playas, en términos, que cuando los últimos rayos del sol poniente proyectaban su luz sobre el pardo velamen del buque, apenas distinguíamos en lontananza la elevada montaña donde asienta su planta Montjuich; al despertar el siguiente día, nuestra vista no halló obstáculo alguno en la inmensa circunferencia cuyo centro ocupábamos; había desaparecido la risueña perspectiva del día anterior, dejando en cambio extenderse las miradas por aquel vasto horizonte, cuyos límites confundíanse con el cielo.

            A despecho del parecer de los marinos, que decían nos hallábamos en la estación de los SO., cuyos vientos retardarían indefinidamente nuestro arribo a Cádiz, empezó a soplar desde los primeros días un Levante flojo, con pequeñas variaciones a NE. y que no nos abandonó hasta la altura de Almería, donde pasamos dos días a la vista de tierra, sin poder remontar el cabo no sé cuantos; por fin volvió a entablarse el Levante un poco más fresquíto que la vez anterior, y el 7 de octubre por la noche dimos vista al Estrecho, con viento duro y rachas huracanadas que obligaron a amainar velas, quedando el buque sobre las gavias a las que se cogieron todos los rizos; a pesar de este aparejo tan escaso y de la pesadez del barco, andábamos ocho millas, no sin riesgo, pues la noche era sumamente oscura, y era preciso evitar un choque, tan expuesto en aquel angosto paso. Bien pronto dejamos atrás las farolas de Gibraltar y Ceuta, y el movimiento del buque, no tan desordenado como momentos antes, nos indicó hallarnos fuera del estrecho y en pleno mar Océano.

            Bajé pues, al sollado, donde mi compañero dormía como un bienaventurado, y me dejé caer en la cama, pensando en que aquella era la última noche que pasaba sobre unas tablas que tanto habían dado que hacer a mis huesos. Cuando desperté estábamos a la vista de Cádiz. En otro tiempo, cuando regresaba a mi patria después de un viaje árido y prolongado, su vista me llenó de entusiasmo y no pude menos de admirar aquel conjunto de edificios tan blancos, tan semejantes entre sí y cuyos cimientos parecían a lo lejos que descansaban sobre el mar; pero ahora, ni aun reparé en ello, el pensamiento de que mi estancia allí había de ser sobrado corta y que no tardaría en volverme a alejar de aquellas playas, ahogaron mí entusiasmo.

            Estuvimos bordeando algunas horas, antes de poder arrojar el ancla; por último, la voz del capitán que gritó: «fondo» nos indicó que debíamos disponernos para saltar a tierra; no era prudente, con el temporal tan deshecho que reinaba, arriesgarse en un bote y recorrer el trayecto tan considerable que mediaba hasta el desembarcadero, pero pudo más el deseo de pasar la noche en tierra que el temor de ahogarse, y mi compañero y yo fuimos los únicos que abandonamos el barco. Algunos sobresaltos y el ponernos calados hasta los huesos por los golpes de mar que barrían la cubierta del bote fue lo que sacamos de aquella especie de calaverada, haciendo nuestra entrada en Cádiz, en el estado deplorable que nos había puesto el agua de mar.

           Fuimos a parar a la calle de San José núm. 45, casa de una señora que yo conocía de la otra vez, y que afortunadamente continuaba ganándose la vida con lo que la dejaban tres o cuatro huéspedes, generalmente conocidos o recomendados, y a quienes daba un trato bastante regular por la módica cantidad (para una población tan cara como Cádiz) de 14 reales. Allí nos preparó una habitación con su amabilidad acostumbrada, dándonos al propio tiempo la noticia de que el día anterior había salido el vapor correo para Canarias; teníamos en consecuencia siete días de estancia allí, pues hasta el 15 no salía ningún otro vapor.

            Verificada nuestra presentación oficial, todas las ocupaciones se reducían a pasear por la población. Tengo la desgracia de ser poco curioso y de no llamarme la atención las bellezas y recuerdos de las poblaciones en que vivo; tanto es así, que recordará usted salí de Granada sin ver la posesión de Calderón y algunas otras curiosidades que encierra; he estado en Barcelona un año y ni una vez he subido a ver el castillo de Montjuich, ni he visitado la Ciudadela, entrando solo en ella algunas veces para asuntos; ni he visto las fábricas de tejidos, ni otras mil cosas, que bien merecen la pena de molestarse. Este defecto de mi carácter hace que no pueda dar razón detallada de las curiosidades de Cádiz. Invertí el tiempo en pasear sin objeto y en dormir no pocas horas, tratando de llevar a cabo durante aquellos días la máxima de que «el día se ha hecho para dormir, y la noche para descansar».

            Fue interrumpido este género de vida, a los pocos días, por el encuentro casual en el café de mi antiguo coronel Cebollino, cuya presencia me sorprendió, pues no esperaba verle allí, ni que fuese también deportado a Canarías como me dijo. Hablamos largamente y su carácter festivo contribuyó en gran manera a que se deslizaran aquellos días con más rapidez de la que hubiera deseado. Todas las noches nos reuníamos en el Café, y él tomaba la palabra empezando a contar sucedidos que nos hacían desternillar de risa, mientras apurábamos sendas copas de cognac, su bebida favorita, y con lo cual nos obsequiaba; después paseábamos por la plaza de San Antonio, o la de Mina, sihabía música, hasta que el sueño nos obligaba a separarnos.

           Llegó el día 19 y, con él, la pérdida de las esperanzas de que hubiera contraorden en nuestro destino. Embarcamos pues, resignados, en el vapor Isla de Cuba en compañía de quinientos pasajeros, en su mayor parte para Puerto Rico y La Habana. Dieron las dos de la tarde, sonó el cañonazo de leva y pocos momentos después nos hicimos a la mar (me había olvidado decir a usted que el día anterior se nos había incorporado el compañero que se separó de nosotros en Barcelona y que, después de ver a su familia en Sevilla, llegó a tiempo de embarcarse con nosotros).


George Graham-Toler. Tenerife desde el mar, c. 1890. Col. Part., Tenerife

           El viaje fue felicísimo: deslizábase el vapor por una superficie tersa, que no fue alterada durante la travesía por la más ligera brisa; esto fue causa de que pocos pasajeros pagaran su tributo al mareo, reuniéndose por las noches aquel pequeño pueblo sobre cubierta, a disfrutar de aquella temperatura tan deliciosa, y a respirar aquel aire tan puro.

            Con objeto de acabar de llenar este pliego de papel, y a falta de incidentes notables en aquellos tres días de navegación, hablaré a usted algo de mis compañeros de viaje. En la imposibilidad de citarlos todos, me ceñiré únicamente a aquellos que se hallaban más próximos a mí en la mesa y que, por esta razón, recuerdo más: sentábanse a mi derecha tres sacerdotes jóvenes que, según me dijeron, iban a La Habana, y de los cuales, uno sólo se mantenía firme hasta los postres; los otros infelices, no recuerdo que pudieran terminar ninguna comida; a los primeros platos les entraba el mareo, y tenían que abandonar su puesto a toda prisa refugiándose en cubierta, donde los encontrábamos después acurrucados en un rincón, sin atreverse a abrir los ojos. Seguían dos señoras, madre e hija, de aspecto sospechoso; decía la primera que iba a unirse a su marido, auditor de marina; después dijo que era magistrado, y al despedirme de ellas, cuando desembarcamos en Santa Cruz, me ofreció su casa en La Habana, diciéndome preguntase por el regente de la Audiencia. Había a mi izquierda un matrimonio, que seguramente no componían entre los dos treinta y cinco años; eran recién casados y marchaban a Puerto Rico con un destino civil. Ambos eran muy simpáticos y pasé muy buenos ratos jugando con él al ajedrez, mientras ella tocaba algunas piezas en el magnífico piano que había en la cámara; frente a mí se sentaba un individuo, que todo su empeño se reducía a parecer extranjero. Usaba una gorrita inglesa, guantes amarillos que no se quitaba ni aun para comer, y un latiguillo cuyo uso ignoro, pues allí no tenía otra aplicación que la de azotarse las botas. De una locuacidad extremada, nos habló de Suiza, de las riberas del Rhin, del Niágara, de las carreras de caballos y qué sé yo cuántas cosas más; cuando terminaba alguna de sus exageradas descripciones, volvíase a su vecino, como pidiéndole su aprobación. Éste, de patillas rubias y pobladas, casi sumergidas entre dos velas latinas, que tal parecían los foques del cuello de su camisa, trascendía a inglés a media legua, y si alguna duda se hubiera podido abrigar, desaparecía desde el momento en que con la más estoica indiferencia contestaba a las majaderías de su vecino, con un yes seco, que no dejaba lugar a réplica. Completaba el cuadro una señora, hermana al parecer del individuo en cuestión, a la que durante la comida le daban siempre dos o tres vahídos, dejándose caer lánguidamente sobre el hombro de su digno hermano: el olor del vino la trastornaba, pero en cambio se bebían en cada comida una botella de cerveza negra. Puede usted suponer que, con semejantes tipos, no faltaría distracción.


George Graham-Toler. Vista de Santa cruz de Tenerife, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            Al tercer día de viaje, empezó a dibujarse en el horizonte el contorno del pico de Teide que, envuelto por densas nubes, apenas se dejaba ver .Poco a poco fue acortándose la distancia que nos separaba y, a las dos de la tarde, es decir, a los tres días justos de nuestra salida de Cádiz, dimos fondo en la bahía de Santa Cruz [21].

            Termino por hoy. En el correo próximo le hablaré de mi llegada y estancia en dicho puerto: hasta entonces, pues, sabe le quiere su hijo




            La Orotava, 25 de junio de 1867

            Mi querido Papá: voy a dedicarle un rato continuando mi narración, con objeto de que el próximo correo no se vea privado de esa distracción.

           Voy a hablarle hoy de Santa Cruz, capital de la isla, sintiendo no poderle dar todas las noticias que desearía pues mi corta permanencia en dicha población hace imposible este deseo.

            El aspecto que presenta desde su mal abrigada bahía, y que no me era desconocido, es bastante triste: el muelle, exento de esa animación a que me había acostumbrado en otros puertos; la escasez de buenos edificios, cuyas cúpulas se destacaran sobre aquel fondo sombrío; la suciedad de las calles y el inmenso número de desarrapados, que se agolpaban continuamente desde el muelle hasta la fonda disputándose nuestros equipajes o bien pidiendo limosna, todo esto reunido, impedía que se ensanchase el corazón, oprimido hacía tiempo.

            Instalados en una mala fonda, perseguidos por una nube espesa de mosquitos que durante la noche ahuyentaban el sueño de nuestros párpados, y abrumados por un calor sofocante, pasamos tres días mortales, en los que disfrutamos de bien poca tranquilidad.

            En cuanto a la gente del país la encontré muy amable y complaciente. Como quiera que en estas islas la clase media es casi nula, no existiendo en general más que ricos y pobres, hay establecida una barrera insuperable entre ambas clases, que en otros países queda superada por la numerosa clase media; bajo este concepto, los forasteros (o peninsulares, como aquí los llaman) encuentran buena acogida entre los primeros y un servilismo hasta cierto punto desagradable en los segundos.


Joaquín Marti. Campesino y Campesina de Tenerife. C. 1890. Col. Part., Tenerife

           Es difícil formar juicio exacto de una población en la que sólo se ha permanecido tres días y en circunstancias tan poco a propósito como en las que me encontraba. Así pues, me limitaré exclusivamente a relatar lo que llamó más mi atención, absteniéndome de comentarios que adolecerían seguramente de grandes inexactitudes.

            Del mismo modo que en todos los países, hay en éste su traje especial que, aunque poco variado, no por esto deja de tener alguna diferencia: suelen llevar los hombres del pueblo unas capas blancas de la misma tela que las mantas o cobertores nuestros, largas hasta los píes, sin más vuelo que el suficiente para que cubran el cuerpo sin embozarse, y rizadas rústicamente sobre los hombros, con objeto de que se les pueda adaptar un cuello derecho de la misma tela forrado de badana; un sombrero de paja de maíz o de fieltro oscuro completa este sencillo traje; interiormente, suelen llevar un calzón corto de lienzo crudo, camisa de lo mismo, y sobre ella un chaleco o chaqueta, pero esto es demasiado lujo. Usan las mujeres una saya oscura y generalmente bien corta, y un corpiño de la misma tela; a la cabeza, un pañuelo y sobre él su sombrero de paja de alas anchas. Algunas suelen llevar un mantón por la cabeza colocando sobre él su sombrero, prenda indispensable y que sólo se quitan al entrar en misa. En cuanto al calzado, no medran mucho los zapateros con esta gente. La clase acomodada viste lo mismo que en España, y aún con cierto lujo, que sorprende en poblaciones tan pequeñas, pues no creo que Santa Cruz cuente arriba de diez o doce mil almas.

            Se valen para bestias de acarreo de algunos camellos que importaron de África y de los cuales hay millares en la isla de Fuerteventura y, ya que de camellos hablo, voy a extenderme algún tanto hablándole de su uso y propiedades.


Anónimo. Camelleros y camellos, c. 1890. Col. Part., Tenerife

           Los llamados aquí camellos son los conocidos por los naturales bajo el nombre de dromedarios, pues los primeros tienen en el lomo dos jorobas, por cuya razón son más apreciados, pues no necesitan silla, teniéndola natural; los que aquí se conocen por ese nombre sólo tienen una joroba en el lomo, unos siete pies de alzada, cuello largo y arqueado, a cuyo extremo aparece una cabeza pequeña de orejas cortas, con el labio superior partido como las liebres; dientes incisivos en la mandíbula superior y además tres caninos, y dos en la inferior, todos a gran distancia; en las rodillas y en el pecho tienen unas callosidades que ignoro si procederán de la costumbre que les hacen adquirir de arrodillarse; les he visto mil veces postrarse a la voz de su amo y sufrir pacientemente que termine la operación de cargarlo, indicando, como reconocimiento con un prolongado bramido, cuando cree que le ponen mucha carga.

            Para montarlo, se le coloca un albardón, construido a medida de su conformación, y del cual cuelgan dos silletas, en las que pueden acomodarse otras tantas personas, montando sobre la joroba el que lleva la dirección del animal; este grupo, formado a veces de personas de distintos sexos y de tipos extraños, provoca la hilaridad. El único inconveniente que tienen es la lentitud de su marcha y su completa inutilidad en terreno algo accidentado pero, aparte de esto es dócil, sufrido y equivale perfectamente a un carromato, pues carga de seis a ocho quintales de peso por término medio; es excesivamente sobrio pues se alimenta de arbustos; sufre la sed por espacio de semanas enteras, pero cuando encuentra agua, bebe una cantidad enorme, conservándola sin alteración en un depósito de donde la hace subir a la boca cuando tiene sed. Por esto sin duda he oído referir en tiempos anteriores que, cuando los viajeros atravesaban los grandes desiertos de África y se les concluía la provisión de agua, mataban algunos camellos con objeto de no perecer de sed, encontrándola tan fresca y tan natural, cual si la hubiesen extraído de una fuente.

            A pesar de ser un animal tan dócil, suele enfadarse algunas veces, y sus mordeduras son terribles. Por esto la autoridad ha mandado que todos lleven bozal. He oído decir que en Fuerteventura se crían en el campo sin pastor que los cuide y que en la época del celo están tan salvajes que hay que cazarlos como fieras. Se cuentan muchas particularidades suyas y, entre ellas, que en esa época va cada camello acompañado de las hembras que posee y cuando se encuentran dos, luchan hasta que uno queda vencido; las camellas de ambos, contemplan separadas y en silencio la cuestión y, terminada, pasan a poder del vencedor: debe ser cosa curiosa, por el papel que cada uno de los personajes representa, y por el desenlace, en que el serrallo del uno pasa a ser propiedad del otro, sin que ellas se opongan en lo más mínimo a esta expoliación.

           Basta de camellos. Hace pocos meses se ha prohibido otro elemento de locomoción que consistía en tres maderos unidos formando triángulo, cuyo aparato era arrastrado por una bestia. Hacía el efecto de un carro sin ruedas, colocando sobre él una pipa o unos haces de leña, y conduciéndolo a rastras, pero esto estropeaba las carreteras y se ha prohibido su uso.


George Graham-Toler. Campesino, c. 1890. Col. part., Tenerife
            Otra de las cosas que llamaron mi atención fue los nombres que dan a las monedas; sin ser distintas de las de por allá, reciben nombres especiales algunas: las pesetas columnarias, toman el nombre de tostón, el real de veinte y un cuarto, medio tostón, y el real sencillo columnario de diez cuartos y medio, fisca: además usan para sus cuentas las monedas antiguas imaginarias, como el peso sencillo de 15 reales de vellón y el real de diez y seis cuartos: hay mucha abundancia de moneda columnaria que yo creo sería conveniente la mandase recoger el gobierno y desaparecerían de ese modo muchas dificultades que hoy existen en las cuentas y en el cambio; pero tiempo habrá más adelante de extenderme en estas y otras particularidades, y voy a continuar la serie de mis peripecias.

            Estaba anunciada para el 22 de octubre una revista de inspección en la ciudad de La Laguna, para cuyo efecto habían sido convocados todos los oficiales que se hallaban distribuidos en distintos puntos. Fue preciso pues, abandonar a Santa Cruz el 21 y emprender la marcha en una especie de ómnibus que hace la travesía.

            Se halla situada dicha población a legua y media o dos leguas de Santa Cruz, siendo preciso, para llegar a ella, recorrer una pendiente áspera y continua en la que, a medida que se va adelantando, se experimenta una notable variación de temperatura. Emprendimos la marcha a las doce del día, con un calor insoportable; a medida que el carruaje avanzaba en aquella pendiente, empezamos a disfrutar de una atmósfera más pura; a media cuesta, divisábamos ya a nuestros pies la bahía y la población de Santa Cruz, que no dejaba de presentar un bonito aspecto a vista de pájaro: los continuos zig-zags que el camino hace con objeto de suavizar la pendiente contribuían en gran manera a variar la perspectiva; así fue que el camino nos pareció muy corto, a pesar de la lentitud con que marchábamos.

            Llegamos por último a La Laguna, población bonita, aunque pequeña, de calles rectas y medianamente anchas, y de un clima más a propósito para los que hemos nacido en tierras frías. Hallábanse ocupadas todas las fondas y casas de huéspedes y la excesiva aglomeración de oficiales lo había invadido todo y a duras penas pudimos colocarnos en una mala fonda, donde nos trasladaron el alojamiento los patrones. Sólo uno de mis compañeros (Arezpacochaga) tuvo la suerte de ser alojado en una casa de donde no le permitieron salir y cuya familia, con su amabilidad y buen trato, nos hicieron pasar momentos muy agradables.


Anónimo. Plaza del Adelantado. La fuente, c. 1880. Col. part., Tenerife

            Fui colocado en una habitación de dicha fonda, donde ya había otra cama en la que dormía uno que yo ignoraba quién fuese y que hubiera sido difícil averiguarlo pues tenía cubierta la cabeza con el embozo. Allí dejé mi equipaje, sin que el ruido pareciese molestar en lo más mínimo a mi compañero de cuarto, y como aún era temprano para acostarse marché en busca de mis compañeros. Cuando regresé a casa aún dormía aquel bienaventurado. Al día siguiente supe que era un teniente, también deportado, que hacía cuarenta horas dormía una mona que había cogido y a las que era muy aficionado; efectivamente, en lo poco que estuve con él, rara vez advertí que su cabeza no estuviera alterada por los vapores del vino.

            Verificóse aquel día la revista de inspección a la que asistimos unos cincuenta oficiales de infantería y caballería; ésta se redujo a leernos las notas de concepto estampadas en las hojas de servicio y a preguntarnos individualmente un par de artículos de ordenanza que el Capitán General [22], con el libro en la mano, elegía. Terminó el acto con un discurso que nos echó dicho señor y que era una ofensa a la gramática y a la oratoria. Parece mentira que hombres colocados en cierta posición no hayan aprendido ni aún a hablar.

            Creo haber dicho a usted ya que uno de mis compañeros de infortunio había tenido la suerte de ser alojado en una casa, cuya familia era el límite superior de la amabilidad; pues bien, aquella noche fui con él a dicha casa y quedé admirado de su finura y buen trato. Componían la familia de una señora de edad avanzada, que se había casado en segundas nupcias con don Lorenzo Montemayor [23], propietario acomodado de la isla, tres hijas del primer matrimonio. Se respiraba en esta familia una atmósfera de bienestar inexplicable. La mayor, llamada Teresa [24], tendrá unos 28 años. De estatura mediana, morena, de cabellos y ojos negros, patrimonio de esta familia; instruida cuanto puede serlo una mujer, y especialmente en materias de religión a la que es muy aficionada, su conversación no puede menos de ser amena, reuniendo a sus conocimientos mucha facilidad en concebir las ideas y expresarlas; solo tiene un defecto, que para mí era y es un nuevo atractivo: en sus conversaciones familiares, y cuando más entusiasmada está desarrollando una idea, suele padecer una pequeña detención que no puede calificarse de tartamudez sino más bien de vicio, y a la que suele acompañar con un mohín, que me hacía suma gracia. Con ella pasé muy buenos ratos de conversación pues era para mí la más simpática; y aún hoy, que me encuentro bien en La Orotava, echo de menos su buena amistad. No hace muchos días me mandó unos Estudios filosóficos sobre el Cristianismo escritos por Augusto Nicolás, en tres tomos de 500 páginas cada uno, con objeto de proporcionarme con su lectura algún entretenimiento.

            La segunda, cuyo nombre es Guillermina [15], es el tipo de mujer más hermosa que yo recuerde haber visto en mí vida: de estatura elevada sin exageración; blanca, con todos los atributos de las morenas, es decir, cabellos, ojos, cejas y pestañas negras; nariz de un perfil recto: boca diminuta, cuyos rojos labios ocultan una dentadura magnífica; esbelta, airosa, poco pagada de sí misma, y por consiguiente sin pretensiones de ningún género; hay ocasiones en que me parece que ignora su mérito, tan poco alarde hace de él. En cuanto a su parte moral es la suma bondad; con menos instrucción y menos mundo que su hermana, sin pecar de cándida, no tiene tanta malicia como es de suponer en una mujer que pasa de los 25 años. Se halla próxima a casarse con un propietario de este pueblo, bastante rico, pero que ni aún la iguala en dotes físicas ni morales; es pequeño de estatura (más que yo) y de entendimiento; poco cuidadoso de su persona, bastante avaro y de inteligencia roma. Parecerá a usted extraño que una joven como la que acabo de pintar acepte un matrimonio en el que seguramente no ha de encontrar la dicha; esto es un misterio y para mí es indudable que, al casarse, se sacrifica, pues he tenido sobradas ocasiones de comprender que ese hombre no llena sus aspiraciones; la única solución que doy a ese misterio es la siguiente: Guillermina es pobre, su padre al morir no las dejó sino un mediano pasar; afortunadamente, el segundo casamiento de su madre les proporcionó el rango a que estaban acostumbradas, pero no es lo mismo un padre verdadero que uno político y, en mi concepto, ella acepta este matrimonio que se le presenta, no sólo para cesar de ser gravosa, sino también para proporcionar mayor bienestar y más lustre a su familia; prescindo de su ambición personal que, aún cuando exista, no es en mi concepto el todo.

           La menor, llamada Lola [26], en nada se parece a sus hermanas a excepción del cabello y los ojos, distintivo de la familia: pequeña, morena y vivaracha es la alegría de la casa; de un carácter alegre y franca, oportuna y ligera en sus juicios, agraciada sin ser bonita, atrae sobre sí las miradas y simpatías de cuantos la tratan. Para ella no existen penas y su presencia contribuía en gran manera a hacer más agradables los momentos que pasaba en su casa.

            Educadas estas niñas en la abundancia y bajo un clima tan poco a propósito para la actividad como éste parece extraño hallarlas enteradas de todas las labores y trabajos de su sexo; y parecerá a usted más extraño aún, al saber que son muy raras las familias en la isla que, estando bien acomodadas, den a sus hijas esa educación que nosotros los peninsulares creemos tan necesaria para que lleguen a ser buenas madres de familia. Este mérito, debido en gran parte a su madre, señora de bellísimas prendas, contribuye a hacerlas más aprecíables: casi todos sus trajes son cortados por ellas; los sombreros, adornos, las mil pequeñeces que usa la mujer que ha de alternar en la buena sociedad, todo sale de sus manos, y lo que no es completamente original es cuando menos modificado por ellas.

            A esta familia debo tos momentos agradables que empecé a disfrutar en mi destierro; ella me hizo olvidar mi situación, y su buena amistad, sus atenciones y la atmósfera de simpatía y de cariño que a su lado disfrutaba servían de bálsamo consolador de mis disgustos. Pero ya es hora de pasar adelante y continuar mis narraciones; no faltará ocasión en el transcurso de ellas para volver a ocuparme de las personas que la componen y, en el ínterin, continuaré relatando este paréntesis de mi vida, que aún dura, y cuyo término no distingo.


Anónimo. La Catedral de los Remedios, c. 1890. Col. part., Tenerife
            Aún me queda no poco que decirle de mi estancia en La Laguna, por lo cual prefiero dejarlo para el próximo correo y, de ese modo, podré hacerlo más despacio y la carta no será tan abultada. Para ocupar, pues, el papel que queda le diré una cosa de la que me he olvidado.

           En tiempos anteriores fue La Laguna capital de la isla y aún se conservan documentos antiguos en que, al hablar de dicha población, se expresan en estos o parecidos términos: La Laguna, capital de Tenerife y su puerto dando este último nombre a la población de Santa Cruz, que entonces solo era un arrabal de la capital. Cuando en principios de este siglo se presentó a la vista del puerto la escuadra inglesa al mando del almirante Nelson e hicieron la heroica defensa que todos sabemos y que costó un brazo a dicho almirante; entonces parece que en recompensa de su valor, y en atención a su importancia marítima, la elevaron a la categoría de capital de la isla, separándola completamente de la jurisdicción de La Laguna, a la que siempre había pertenecido; pero quedó la Universidad, que hoy es tan sólo Instituto en este último punto, decayendo desde entonces su importancia, y creciendo en proporción la de Santa Cruz, que es hoy una población como le he dicho ya, de 10 ó 12 mil almas; mientras la antigua capital, reunirá escasamente de 7 a 8 mil.

           Entonces empezó una pugna que aún continúa, entre Santa Cruz y Las Palmas, capital de la Gran Canaria: en esta última población, que según he oído es más numerosa y de mejores condiciones que la primera, reside el obispo y la Audiencia. Ambas luchan para llevarse la primacía y el título de capital de las islas, que hoy posee Santa Cruz, dando esto lugar a cierta antipatía entre los canarios y tinerfeños. La causa de no haber conseguido los primeros su objeto parece ser lo poco abrigado de su puerto, que no ofrece seguridad alguna para los buques fondeados en él, y que en ciertos meses del año ondea la bandera negra, indicio de hallarse cerrado el puerto a causa del temporal reinante.

            En general, las siete islas adolecen de este grave defecto y únicamente en Lanzarote es donde creo existen dos fondeaderos algo más seguros. En cuanto a las otras seis, a saber: Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura, La Palma, Gomera e Hierro, no hay en ellas abrigo alguno seguro para tos buques, lo cual, como comprenderá usted, es un mal grave.

            Concluyo por hoy, hasta el correo próximo, sabe usted que le quiere mucho su hijo



NOTAS
[17] Sobrinos de Ruiz y Aguilar, cuyas circunstancias no hemos podido aún establecer.
[18] Don Ricardo Ruiz y Aguilar permaneció de guarnición en Mahón hasta el 6 de enero (al margen: 1865) que embarcó con el batallón en el vapor de Guerra Vigilante hacia Tarragona, desembarcando el 7 y pasando a Reus, saliendo el 14 en columna de operaciones a las órdenes del coronel D. Bernardo Foulet por el Priorato y otros puntos de la Provincia de Tarragona en persecución de los sublevados, batiendo y dispersando a estos que seguían al cabecilla Chaqueta el 22 de enero (al margen: 1866) en las inmediaciones del pueblo Janoja. continuando en operaciones hasta el 15 de febrero de 1866 que se acantonó el batallón en El Falset de donde salió el 9 de marzo embarcando el 11 en Tarragona para Palma en el vapor de Guerra Isabel II, desembarcando en este puerto el 12 donde continuó hasta el primero de septiembre que a bordo del vapor de Guerra San Quintín pasó a Barcelona llegando el día 2 y pasando a Manresa donde continuó hasta el fin de dicho mes que por R. O. de 12 del mismo fue destinado a situación de reemplazo en las Islas Canarias donde se presentó el 18 de octubre. Por R. O. de 11 de noviembre se le concedió la Cruz de primera clase del Mérito Militar por los servicios que prestó durante la sublevación militar sofocada en el mes de enero de este año continuando hasta terminar el mismo en Canarias y en el [sic] expresada situación de reemplazo. Vid. Nota 7.
[19] El coronel don Bernardo Foulet.
[20] Don Francisco Rodrigo de Vallabriga y Ferrer, coronel de Infantería, comendador de Isabel la Católica, Cruz de San Fernando y del Mérito Militar. Placa de San Hermenegildo, hijo del coronel de Caballería don Roque Rodrigo de Vallabriga, guardia de Corps, gentilhombre de Cámara y ayo del Infante don Francisco de Asís y de doña Mana Josefa Ferrer y Soriano. Casó en el Sagrario Catedral de La Laguna, el día 2 de febrero de 1868, con doña Adelaida Brito Cabrera. Don Francisco falleció en Barcelona el 26 de noviembre de 1898. F. Fernández de Bethencourt, et alt.: Nobiliario de Canarias. J. Régulo, Editor. Tomo II. Imprenta Gutemberg. La Laguna de Tenerife. 1959. pp. 238-239.
[21] Ricardo Ruiz y Aguilar: Medio siglo en Tenerife (Fragmentos de un libro inédito). Manuscrito sin fecha. Carpeta de legajos Ruiz y Aguilar, Archivo Ruiz-Benítez de Lugo. La Laguna de Tenerife:
Con este títuloMedio siglo en Tenerife. Fragmentos de un libro inédito”, me dediqué hace poco tiempo a escribir y guardar recuerdos de ese largo período de mi vida pasado en aquella isla donde nunca faltó mi presencia en espíritu durante ausencias que las circunstancias imponían.
Allá por el año de 1866. sólo existía en Santa Cruz un trozo de muelle que terminaba en la actual farola.
El escaso trafico marítimo se realizaba en barcos de vela y muy pocos vapores de escaso tonelaje: recuerdo el Barcino que invirtió ocho días en uno de sus viajes a Cádiz. Los pasajeros embarcaban en lanchas sucias para ir o venir a tierra.
Una turba de desarrapados los recibía, pregonando a gritos su miseria, y una costa inhabitada y unas montañas sin vegetación, y un grupo de blancas casas destacándose en el fondo, formaban el triste cuadro que aún ofrecen los vecinos puertos del continente africano.
Poco había variado este cuadro en los nueve años transcurridos (1859) desde mi primera escala en este puerto, de paso para Filipinas.
Un escritor francés cuyo nombre no recuerdo. escribió por aquel entonces un libro dedicado a estas islas en el cual decía: "El alcalde de Santa Cruz anda descalzo y pide limosna".
La exportación de papas y cebollas a Cuba estaba en su apogeo. La de los vinos languidecía. La de la cochinilla empezaba.
En cuanto a las vías de comunicación, sólo existía una carretera hasta La Orotava recorrida en seis horas largas (37 kilómetros) por un coche de hora con diez o doce asientos, tirado por dos juegos de caballos flacos unidos por correas podridas que no resistían los tirones del mayoral, siendo preciso detenerse con frecuencia y empalmarlas con hilo a carrete.
Esa carretera, trazada a gusto de los propietarios colindantes que se oponían a su paso por las fincas, tenía a la salida de Santa Cruz, una pendiente de 9% y unas curvas de gran radio en La Victoria que llamaban Las vueltas de la Matosa por las cuales se descendía al Barranco Hondo para volver a subir por otras curvas muy cerradas que permitían alcanzar el nivel de Santa Úrsula.
El puerto de Santa Cruz, cuyo tráfico venía disputando el de Las Palmas, atravesaba un período de lucha que fue exacerbándose después de la Revolución del 68, debido a la influencia de D. Fernando de León y Castillo, sin que la inteligencia y buen deseo del Sr. Pérez Zamora, diputado por Tenerife, consiguiese otra cosa que delatar lo que fatalmente había de suceder.
Una desgracia irreparable y un desacierto que después ha seguido repitiéndose, influyeron poderosamente entonces en los destinos de esta isla y su puerto. El joven marqués de La Florida cuya fácil palabra, extensa cultura y conocimientos en Hacienda lo llevaron a la presidencia de la Comisión de Presupuestos en unas Cortes donde figuraban hombres que no han tenido sucesores, falleció (1867) cuando a sus ojos se abría un porvenir risueño que le brindaba la dicha en el hogar y la noble satisfacción de ser útil a su patria chica.
Otro joven, que después llegó a viejo, y era entrañable amigo suyo. pudo reemplazarlo, pero cometieron los políticos de entonces la torpeza de rechazarlo después de apreciar lo que valía como gobernador civil de estas islas y como diputado a Cortes por Tenerife en una sola elección. Se llamaba Emilio Nieto y representó hasta su muerte el distrito electoral de Daimiel en la provincia de Valencia. Hace bastantes años, siendo director general de
Obras Públicas, me enseñaba cartas de sus electores pidiéndole servicios pequeños para completar o perfeccionar las grandes concesiones obtenidas por aquel distrito.
No les ocurría ninguna nueva y de alguna importancia. Todas las había satisfecho.
[22] Era capitán general de Canarias el mariscal de Campo don Pascual del Real y Reina, para cuyo cargo fue nombrado el día 9 de agosto de 1866, aportando a Tenerife la mañana del día 19 siguiente. Don Pascual del Real había nacido el 11 de julio de 1798 en Fuente la Peña, provincia de Zamora, hijo de don Manuel del Real, natural de Salamanca, y de doña María de Reina y Fías, nacida en el de la naturaleza de su hijo.
Sobre el general Del Real y su permanencia al frente de la capitanía general de Canarias, consúltese el trabajo de Remedios Contreras Miguel: «Situación política, económica y social de Canarias en la correspondencia de Pascual del Real y Reina. Capitán General de las islas (1866-1867) con el General Narváez», III Coloquio de Historia Canario-Americana. (1978). Cabildo Insular de Gran Canaria. Las Palmas de Gran Canaria, 1980, pp. 343-406.
[23] Don Lorenzo Montemayor y Key, hijo de don Lorenzo Montemayor y Roo y de doña Tomasa Key y Muñoz, nació en San Cristóbal de La Laguna el día 12 de diciembre de 1805. siendo bautizado dos días más tarde en la parroquia de Los Remedios. Teniente del regimiento Provincial de Güímar, alcalde de La Laguna, profesor de la Universidad de San Femando, diputado provincial, académico Honorario de la de Bellas Artes de Canarias y caballero de San Juan Evangelista, casó en el Sagrario Catedral de Los Remedios, el día primero de mayo de 1859, con doña María del Carmen Van den Heede y Mesa, viuda de don Manuel de Ossuna-Saviñón y Anchieta, nacida en la citada ciudad el 13 de marzo de 1810, hija de don Guillermo Van den Heede y Hoyo y de doña Manuela de Mesa y Mesa. Falleció don Lorenzo, sin dejar posteridad de su matrimonio en La Laguna, el 26 de abril de 1876. F. Fernández de Bethencourt, et alt.: Nobiliario de Canarias. J. Régulo. Editor. Tomo III. Imprenta Gutemberg. La Laguna de Tenerife. 1959, pp. 442-443. Véase, además. José de Olivera: Mi álbum. Volumen XXIV. Instituto de Estudios Canarios. La Laguna de Tenerife. 1969.
[24] María Teresa de Ossuna y Van den Heede, nacida en Güímar, falleció soltera en La Laguna a los 85 años de edad. el 13 de julio de 1919. F. Fernández de Betencourt, et alt.: Opus cit., pp. 442-443.
[25] Guillermina de Ossuna y Van den Heede. Nació en La Laguna el día 14 de agosto de 1838. Murió en la misma ciudad el 13 de marzo de 1869, viuda y sin posteridad de don Francisco Urtusáustegui y Benítez de Lugo. F. Fernández de Bethencourt, et. alt.: Opus cit., pp. 442-443.
[26] María de los Dolores de Ossuna y Van den Heede, nació en La Laguna el día primero de abril de 1841. Falleció soltera en la ciudad de su nacimiento el día 25 de febrero de 1923.
Doña Mana del Carmen Van den Heede y su primer marido don Manuel de Ossuna tuvieron, además de las tres hijas citadas en el texto, otros dos varones, llamados don Juan Nepomuceno y don Manuel de Ossuna y Van den Heede. F. Fernández de Béthencourt, et alt.: Opus cit. Tomo I. 1952. pp. 816-817.

lunes, 27 de junio de 2011

Ricardo Ruiz y Aguilar (I)


RICARDO RUIZ Y AGUILAR (I)


Estancia en Tenerife [1866-1867]

Antecedentes de la narración


La privilegiada -por coyuntural- situación de las islas Canarias y el añadido mítico que las adornaba desde los comienzos de la divulgación de sus particularidades y excelencias en el Renacimiento, fueron causa, entre otras, que justificó decenas de libros de viaje, bien como objetivo final o escala exótica, en empresas de descubrimiento, científicas, mercantiles y turísticas.
La mayoría, por no decir la totalidad de esta literatura, en cuanto a los siglos xviii y xix se refiere, es obra de viajeros europeos, principalmente anglosajones, y ha sido objeto de estudio por algunos de nuestros más rigurosos investigadores [1] labor que se ha venido complementando con la creación de varias colecciones que han dado a conocer la traducción total o parcial de aquellos textos que tratan  del archipiélago [2]. Pero son escasos, y constituyen una rareza, aquellos otros debidos a autores españoles, oriundos del territorio peninsular.
En el magnífico archivo de la Casa de Acialcázar [3] se conserva un tomo manuscrito en el que don Francisco María de León transcribió algunas de las noticias que sobre las islas corrían impresas en libros,  periódicos y revistas de la época. Allí se encuentra recogido un texto que, bajo el título de Un viaje a las islas Canarias, dio a la estampa, en Teruel, en 1845, en la Imprenta de Anselmo Zarzosa y Compañía, don Víctor Pruneda y Pruneda, quien estuvo afincado entre nosotros, en calidad de deportado, por un período de seis años, antes de aquella fecha.
Casi veinte años más tarde, en 1863, publicada por El Correo Navarro de Pamplona, apareció otra obra de título semejante, Un viaje a Canarias, de la que fue autor el médico militar don Nicasio Landa y Álvarez de Carvallo [1830-1891] que había sido destinado al archipiélago para combatir la epidemia de fiebre amarilla que diezmaba su población y que, al parecer, plagada de despropósitos, irritó a los lectores de las islas [4].
Ricardo Ruiz Benítez de Lugo, hijo del autor del texto que ahora publicamos, escribió en su Estudio Sociológico y Económico de las Islas Canarias: Las Canarias han sido poco estudiadas en la península ibérica. De su suelo y de su cielo; de sus habitantes y su instrucción nos llegan noticias por los empleados, los cómicos y los viajantes que van; por los telegramas cortos que recibe la prensa imposibilitada de grandes gastos a causa de la elevada tarifa de los despachos y por crisparse nuestros nervios cuando oímos hablar de que en un pedazo de provincia española hay quien se muere de sed y de hambre.
En el extranjero se conoce a Canarias por eminencias de Inglaterra, Alemania, Francia, Bélgica y otras naciones, que van a hacer estudios; por reyes, como el belga, que visitan las islas; por escritores de muchos Estados que en conferencias, libros y periódicos las describen [...]. En el extranjero, principalmente en Inglaterra, se suelen conocer, mejor que en Madrid, las necesidades de Canarias [5].
La narración de Ruiz y Aguilar a su padre comienza el día 27 de mayo de 1867, expresándole en esta primera carta las circunstancias que originaron su destierro debidas, no sólo a su simpatías políticas, como también a un desgraciado malentendido con el coronel don Bernardo Foulet, con quien estuvo a punto de batirse en duelo y que, aún insatisfecho con haber logrado la deportación del narrador, se cebó torturando a un sobrino suyo, a su cargo como cadete en el regimiento.
Prosigue Ruiz y Aguilar, relatando cómo, tras haber resuelto el futuro de su sobrino, se embarcó en Barcelona con destino a Cádiz y desde allí, en el vapor Isla de Cuba, a Canarias, divisando el pico del Teide a los tres días de navegación.
El aspecto de la capital del archipiélago le resultó, de nuevo, extremadamente desagradable. Los mendigos, el calor sofocante, los mosquitos y la suciedad, constituyen una serie de argumentos compartidos con la totalidad de los viajeros que visitaron Santa Cruz de Tenerife en las centurias pasadas.
 Por el contrario, los naturales le parecieron gentes amables y complacientes. No obstante, Ruiz Aguilar hace gala de un sentido estricto de la justicia cuando observa que es difícil formar juicio exacto de una población en la que sólo se ha permanecido tres días. 
Llama su  atención la vestimenta tradicional de los campesinos y las clases humildes en general y las bestias de acarreo por excelencia: los camellos. También sintió curiosidad por los nombres con que los canarios designaban a las diferentes monedas de curso legal.
Reanudó la serie epistolar con la descripción de La Laguna, su vega y los montes que la rodean. En su corto hospedaje en la vieja ciudad de San Cristóbal conoció y trata a varios miembros de una familia, los Ossuna, a quienes prodigará todo tipos de elogios ya que hicieron lo posible por mitigar los sufrimientos del destierro a nuestro autor y sus compañeros más allegados.
En cartas sucesivas, hasta un total de doce, da noticia a los suyos de su establecimiento en una casita de Las Mercedes, y de su posterior confinamiento en la villa de La Orotava, de cuyo valle y su clima quedó prendado, nos atrevemos a decir, que para siempre. La Botánica y la Agricultura en general, los jardines existentes y las variedades que en ellos se cultivaban, haciendo hincapié en el drago de Franchy y el castaño de la Candia;  el declive de la producción vinícola, el sorgo, la parasitación de los nopales con cochinilla, nada parece escapar a su curiosidad. Observaciones sobre la crudeza del pleito insular y el mal estado de los puertos -dos de las preocupaciones que luego serían constantes en su labor como periodista y político-; sobre el clima y la ausencia de infraestructura turística, se complementan con otras, más humanas, en las que critica la ociosidad, el juego y la escandalosa estadística que confirmaba que en Canarias, uno de cada cinco hijos habidos, era ilegítimo. Situación que atribuyó a los ínfimos jornales que obligaban a las mujeres del pueblo a acabar amancebadas con sus amos, en una isla en la que no existía clase media, tan sólo ricos y pobres.
El Puerto de la Cruz y su escaso tráfico marítimo, constituyen el objeto de otra de sus reflexiones. Los Realejos, Icod de los Vinos, son poblaciones que visita y describe con mayor o menor extensión, para concluir con una ascensión al pico de Tenerife. Todo ello salpicado de retazos de historia insular, que no excluye un corto informe sobre los vestigios de la raza guanche,
La correspondencia iniciada, como ya dijimos, el día veintisiete de mayo, concluye el nueve de diciembre de 1867. Cuando Ruiz Aguilar remite la primera carta a su padre, hace ya siete meses que padece destierro en Tenerife. Todo hace pensar que fuera tomando notas para emprender la labor, cuando las circunstancias lo permitieran. El cuadernillo, con las copias de las cartas, escritas con letra menuda y elegante, es actualmente propiedad de su bisnieto don Luis Ruiz-Benítez de Lugo y Zárate, a quien agradecemos que nos lo facilitara para su transcripción. Hemos actualizado la ortografía, para una mejor comprensión del texto. 

Su familia
Ricardo Ruiz de Aguilar nació en la ciudad de Granada y recibió el bautismo, el 2 de septiembre de 1839, en la iglesia parroquial de Las Angustias, como hijo de don Juan de Mata Ruiz Jiménez y de su esposa, doña Josefa de Aguilar y Sanz. Su padres, ambos granadinos, habían sido bautizados en las parroquias de San Andrés y San Ildefonso, respectivamente. El primero, el 9 de febrero de 1792, hijo de don Alfonso Ruiz-Calvo de Pineda y de doña María Francisca Jiménez de Santaella, casados en Santa Escolástica de Granada el 15 de agosto de 1786. La segunda, nacida del matrimonio que contrajeron en la citada parroquia de San Andrés, don José de Aguilar y Salazar, -hijo de don Pablo Fernández de Aguilar y doña María Manuela de Salazar y Castillero- y doña Josefa Sanz de Santaella.

Elena Bautista Benítez de Lugo y Urtusáustegui.
Señora de Fuerteventura y marquesa de la Florida.
Fotografía S. Pego. Santa Cruz de Tenerife
La familia tenía sus raíces, por ambas líneas, en la vega de Granada, con la excepción de un bisabuelo, don Manuel Sanz Gavín, natural de Alcolea, casado en Granada con doña Ana de Santaella y padres de la ya citada doña Josefa Sanz de Santaella.
El abuelo paterno, don Alfonso Ruiz-Calvo de Pineda, había nacido en el cortijo de Chauchina, señorío de la marquesa de Guadalcázar, a veinticinco kilómetros de la ciudad de Granada, hijo de don Pedro José Ruiz-Calvo y doña Paula de Pineda y Alderete, bautizada en Santa Escolástica de la repetida Granada el 7 de febrero de 1739 e hija de don José de Pineda y de doña Paula de Alderete.
         Don Pedro Ruiz-Calvo, bisabuelo paterno de Ruiz y Aguilar, nació en el cortijo de Chauchina el 13 de febrero de 1728, y fue bautizado en su parroquia como hijo de don Alonso Ruiz-Calvo y de su tercera mujer doña Catalina Muñoz, casados en el mismo pueblo el 15 de marzo de 1722. Don Alonso Ruiz-Calvo, segundo abuelo de Ricardo Ruiz de Aguilar, nació en el cortijo de Láchar, próximo al de Chauchina, y fue bautizado el día 2 de febrero de 1676 del matrimonio formado por don Pedro Ruiz-Calvo, viudo de doña Francisca Martín de Aguilera, y doña María Jiménez Cabello, que habían casado en Láchar el 10 de junio de 1675.
Los Ruiz, o Ruiz-Calvo, tenían casas y tierras en arriendo en los citados cortijos de Láchar, Chauchina, e Illora, y vivieron durante generaciones en la ciudad de Granada, en la calle de las Armonas viejas, tal y colmo se desprende del Catastro de Ensenada.
Ricardo Ruiz de Aguilar, teniente de Infantería, frecuentó con sus compañeros de destierro en La Orotava los salones de doña Elena Bautista Benítez de Lugo, última señora territorial de Fuerteventura y séptima marquesa de La Florida por su matrimonio con don Luis Benítez de Lugo y del Hoyo, propietario de la dignidad nobiliaria. De esta señora dijo don Antonio de los Ríos Rosas, presidente del senado de la nación, que era providencia de desterrados de todas clases y condición en la isla de Tenerife.
Entre los exiliados de renombre político que compartieron alojamiento con Ricardo Ruiz de Aguilar se encontraban, el general Serrano, duque de la Torre, y su sobrino, don José López Domínguez.

María Candelaria Benítez de Lugo y Benítez de Lugo y Aguilar.
Fotografía anónima, c. 1867. Col. Part., Tenerife
Ricardo Ruiz de Aguilar trabó una estrecha amistad con don Luis Francisco Benítez de Lugo, hijo de doña Elena, con quien compartía ideario político y amigo particular de López Domínguez. Así fue como conoció a la que más tarde sería su esposa, doña María Candelaria Benítez de Lugo, nacida en La Orotava el 14 de febrero de 1843, hija y hermana de los dueños de la casa.
El 4 de julio de 1870, doña Elena otorgó su consentimiento ante el notario Nicolás Afonso para que su hija casara con el ya capitán de Infantería y secretario del Gobierno Militar de Santa Cruz de Tenerife, don Ricardo Ruiz de Aguilar, matrimonio que tuvo lugar en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de La Orotava.
De los hijos que tuvo el matrimonio, cuatro sobrevivieron. Ricardo, el mayor, nació en Santa Cruz de Tenerife el 2 de febrero de 1872. Casó con doña María de los Ángeles Ruiz y Trillo-Figueroa, y alcanzó numerosa descendencia. Ricardo Ruiz Benítez de Lugo siguió los pasos de su padre y fue, como él, militar, escritor y político, además de prestigioso abogado.  Como su padre también, se distinguió por su amor a las islas, lo que le llevó a fundar y dirigir en Madrid el periódico Las Canarias, instrumento por medio del cual, atrajo la atención sobre la lejana provincia y desde el que defendió los intereses del archipiélago.




Luis Francisco Benítez de Lugo y su padre
            El segundo de los hijos, Alfonso, nació, como su hermano, en Santa Cruz de Tenerife, el 11 de junio de 1873, y falleció en La Orotava, soltero, el 16 de abril de 1915. Militar de profesión, participó en la guerra de Cuba.
Soltero también, murió, en Madrid el 10 de diciembre de 1910, Luis, tercero de los hijos de don Ricardo Ruiz y doña María Candelaria Benítez de Lugo. El más pequeño Juan, nacido en Santa Cruz de Tenerife el 26 de octubre de 1880, ingeniero técnico de Obras Públicas, casó con doña Elvira de Zárate y Méndez, y dejó amplia sucesión de su matrimonio, que perpetúa el apellido del ilustre militar en las islas, unido por Orden del Ministrio de Justicia de 14 de agosto de 1935, al de Benítez de Lugo [6].
Doña María Candelaria Benítez de Lugo murió el 7 de septiembre de 1916 en La Orotava. Don Ricardo Ruiz Aguilar falleció en La Laguna el 20 de febrero de 1922, dejando manuscritas unas disposiciones sobre su entierro que resumen a la perfección su carácter:
1ª Mi cadáver será envuelto en una sábana que le cubra desde el cuello hasta los pies, extendiendo sobre el rostro un pañuelo de seda. Prohibo que me vistan ni calcen como es uso y costumbre que yo respeto pero que me ha parecido siempre una repugnante profanación.
2ª Ruego a mi esposa e hijos que no repartan esquelas ni publiquen anuncio en los periódicos con la obligada súplica de asistencia y coche; deseo llevar al cementerio la menor comitiva posible y desde luego ninguna corona.
3ª En la lista que es costumbre poner a la puerta para que firmen los amigos se escribirá el siguiente encabezamiento "Por disposición testamentaria no se han circulado invitaciones" "El duelo se despide en la puerta de esta casa".
4ª Prohibo que se moleste a mi esposa con preguntas ni consultas, y mucho menos que lleguen hasta ella los agentes de ninguna funeraria u otros industriales que pretendan verla; mis hijos, o el primer amigo que tropiece  con ellos, les despedirá cortésmente.
5ª Mi entierro, cuya modestia no quiero exagerar por atención a mi esposa, deseo se limite a una carroza de cuatro caballos sin pajes de peluca empolvada; y una caja sencilla sin cristal que sirva de mirilla para satisfacer curiosidades estúpidas.
6ª Mi sepultura la dejo al cuidado de mi esposa con la única prohibición de que no gaste en ella sino la cantidad que suelen invertir personas de mediana fortuna y, ya sea en tierra ya en nicho, sólo se tallará o inscribirá en la lápida que la cierra, la siguiente inscripción precedida de una cruz: "Ricardo Ruiz Aguilar" " Tantos de tal mes y tal año".
7ª Ruego a mi esposa que no me haga ninguna clase de funerales, ni misas cantadas, ni responsos que no sean rezados, pudiendo encargar en compensación y a sacerdotes que sean verdaderamente pobres, las misas rezadas que tenga a bien, sin que éstas excedan de una docena que conceptúo bastantes para que Dios las escuche si en justicia lo merezco.
8ª Ruego asimismo a mi esposa que si desea imprimir recordatorios de esos que la moda ha introducido, encargue que no contengan indulgencias, ni versículos de la Biblia, que no entienden los que los eligen, bastando expresar en esos papelitos piadosos, mi nombre, la fecha del fallecimiento, la familia que da cuenta de éste y el lugar en que se celebren las misas. Respecto a estampitas, puede ponerse una cruz sencilla en una de sus caras y un sarcófago o ciprés en la otra, sin angelito que llore.
9ª Encargo a mis parientes que sólo se pongan luto por el tiempo preciso para cumplir con la sociedad, y en cuanto a mis amigos (sobre todo si tienen hijas) que no se priven ni las priven de ir a todas partes, pues mi familia tendrá en cuenta este deseo mío para no ofenderse por ello, y a mí en el otro mundo me tendrá sin cuidado.
10ª Encargo a mis hijos, y especialmente al mayor de ellos, que no tomen a su cargo el cumplimiento exacto de estas disposiciones si su madre manifestara deseo de alterarlas: son estas en su totalidad, ruegos y no mandatos que puedan disgustarla o afligirla.
Madrid, 9 de Noviembre de 1905.


La carrera militar
El 22 de julio de 1857 ingresó Ricardo Ruiz y Aguilar en calidad de cadete, por gracia especial, en el regimiento Infantería de Asturias núm. 31, de guarnición en Cartagena, donde comenzó a cursar sus estudios.
Pasados unos meses, el 29 de enero de 1858, embarcó con su regimiento con destino a Palma de Mallorca y permaneció en la isla el resto del año. Cursadas con aprovechamiento todas las materias que comprende el Reglamento, en los trimestres transcurridos, pasó al ejército de Filipinas con el empleo de alférez de Infantería. Tras un largo viaje que duró cerca de seis meses y que le trajo a Canarias por vez primera, llegó a Manila el 2 de agosto de 1859, y fue destinado al regimiento de la Princesa num. 7, de guarnición en la citada capital de las islas.
Permaneció en Filipinas por espacio de un año, gran parte de él, en los pueblos de Mariquina y Cavite, disfrutando la licencia que le fue concedida para reponerse de las heridas sufridas en un duelo a pistola a causa del cual estuvo a punto de perder la vida.
De vuelta a la península, llegó a Cádiz el 9 de agosto de 1861. Por regresar de ultramar antes de cumplir el período de tiempo obligatorio establecido fue destinado, de nuevo en clase de cadete, al regimiento de Toledo num. 35, pasando luego al de América num. 14, de guarnición en Granada.
            En Granada transcurrió el año 1862 y en noviembre, ya con el empleo de alférez de Infantería del regimiento de León núm. 38, fue enviado a Cataluña, de guarnición en el castillo de Figueras y en Barcelona.     Retornó a Baleares y, en 1865, se encontraba en Mahón, próximo a partir a Tarragona y Reus, desde donde salió en columna de operaciones en persecución de los sublevados a las órdenes del cabecilla Chaqueta, batiéndolos y dispersándolos.
De nuevo en Palma, Barcelona y Manresa durante el año 1866, cuando por Real Orden de 12 de febrero, fue destinado en situación de remplazo a las islas Canarias, presentándose en Santa Cruz de Tenerife, el 18 de octubre.


Grupo de deportados políticos. Sentado en primera línea, de civil, Ricardo Ruiz y Aguilar.
De pie, segundo por la izquierda, Ángel Gallifa y Larraz. La Orotava, 1867. Fotografía anónima. Col. Part,. Tenerife.

En noviembre, deportado en Tenerife, se le concedió la cruz de primera clase del Mérito Militar por los servicios prestados en Cataluña.
Entre los meses de septiembre de 1866 y  julio de 1867, fechas que abarcan su segunda estancia en las islas, emprendió la tarea de entretener a su padre describiéndole, en sucesivas cartas, los acontecimientos de su vida en el destierro.
En octubre de 1868 fue autorizado por la Junta Revolucionaria del Archipiélago a abandonarlo, trasladándose a la Península y fijando su residencia en Granada y fue, posteriormente, ascendido a capitán por Gracia General.

Ricardo Ruiz y Aguilar
           Antes de finalizar el año volvió a las islas destinado como secretario del Gobierno Militar de Santa Cruz de Tenerife, desempeñando su cargo hasta junio de 1874 en que se incorporó al batallón reserva de Segorbe núm. 79, saliendo de operaciones por el bajo Aragón y hallándose en la acción que tuvo lugar en Villafranca del Cid, lo que le significó, un año más tarde, ser ascendido a comandante como recompensa a los méritos contraídos.
Destinado de nuevo a Santa Cruz de Tenerife, le fue concedida la cruz de Carlos III y, en 1879, se le nombró ayudante de campo del capitán general de Canarias, don Valeriano Weyler y Nicolau, comisión que desempeñó hasta 1884, en que pasó al batallón reserva de La Orotava. En diciembre de 1881 fue designado caballero de la Orden Militar de San Hermenegildo por S. M. el Rey don Alfonso XII.
En 1886 fue nombrado ayudante de órdenes del director general  de Administración y Sanidad Militar, general Weyler,  y permaneció en Madrid hasta 1890 en que, de nuevo, y como ayudante de campo, fue destinado a Filipinas, reclamado por el mismo Weyler. Ejerció como jefe de la guardia civil veterana de Filipinas y retornó, enfermo, en 1891 a Canarias, donde desempeñó el empleo de comandante militar de La Orotava.
Se le concedió, por Real Orden de 26 de mayo de 1893, la placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo
Posteriormente fue ascendido a teniente coronel y, en 1896, elegido diputado a Cortes por Canarias. En 1899 pasó a la situación de reserva, con el grado de coronel de Infantería y se produjo su vuelta definitiva al archipiélago, estableciéndose en La Orotava [7].


La política
En las elecciones a Cortes de 1896, convocadas por Real Decreto de 28 de igual año y celebradas el 12 de abril, resultó elegido por la circunscripción de Santa Cruz de Tenerife, junto a Feliciano Pérez Zamora e Imeldo Serís, marqués de Villasegura. Don Feliciano obtuvo 15.262 votos, don Ricardo 13.837 y don Imeldo 12.913. Se presentó también a esta elección Juan García del Castillo, conde de Belascoaín, que obtuvo un voto. Permaneció en su cargo hasta el mes de marzo de 1898 [8].
 Había sido, tal y cómo confesó a Leoncio Rodríguez, un diputado del montón, encasillado por el gobierno. Lo habían elegido por no tener otro más a mano. Con su habitual modestia, Ruiz Aguilar apenas daba importancia a esta actuación suya como representante de la isla de Tenerife, lo cierto es que la correspondencia conservada, pendiente de un amplio estudio, indica una actividad importante encaminada a la defensa de los intereses que se le habían encomendado [9]. 
En 1905 fue nombrado gobernador civil de Baleares, donde permaneció al menos hasta 1907 [10].
En el perfil que Leoncio Rodríguez publicó de Ruiz Aguilar, se hace mención de este período de la vida política de nuestro autor y de las delicadas maniobras diplomáticas que tuvo que realizar entre los partidarios de Weyler y Maura. A este último tuvo ocasión de demostrar su caballerosidad en 1906, con ocasión de hallarse desterrado en Mallorca. Quizá por haber sufrido la misma situación, el 13 de agosto telegrafió al ministro de la Gobernación comunicándole: Ordeno retirada Guardia civil inmediación persona Sr. Maura de acuerdo con éste por considerar ridícula esta exagerada vigilancia. Dispongo servicio con agentes vestidos paisano que pagaré de mi bolsillo.
 En La Tarde, periódico de Palma, se publicó la siguiente nota de despedida: Don Ricardo Ruiz Aguilar. Hoy en el vapor "Isleño" salió con dirección a Valencia acompañado de su distinguida familia.
El Sr. Ruiz Aguilar que tantas simpatías ha sabido conquistarse en esta ciudad por su caballerosidad y afable trato obtuvo hoy una despedida cariñosísima.
Durante el tiempo que el Sr. Ruiz Aguilar permaneció al frente del gobierno de la provincia , con una constancia grande, y las dotes de su inteligencia y d su ilustración, supo vencer algunos espinosos asuntos que se le presentaron.
A su gestión, laboriosa y honrada se ha debido el que algunas veces desapareciesen conflictos que hubieran podido revestir consecuencias bien desagradables.
Recientemente, y a su iniciativa se debió la creación de la Junta permanente de salubridad y la importante campaña que actualmente se sigue contra la epidemia variolosa que sufre Palma.
Así, pues, D. Ricardo Ruiz Aguilar, puede estar satisfecho de su valiosa gestión, de la que tan reconocido le queda especialmente el pueblo palmesano.


Empresario

Ruiz Aguilar acometió empresas de diversa índole tanto en la Península, como en Canarias. Fue propietario y director de El Correo Militar en Madrid y gerente del puerto de Denia en Alicante.
         En las islas, su interés se centró en explotaciones mineras, en el afloramiento de aguas en Tenerife y Fuerteventura, en la pretensión  del cultivo de cereales y pastos en Las Cañadas, en el incipiente turismo y en la electrificación del alumbrado público [11]
Algunos de estos proyectos alcanzaron el fin deseado, otros, como las prospecciones de yacimientos minerales o la agricultura experimental, más cercanos a cierto tipo de utopías post-románticas, en boga en el siglo diecinueve, constituyeron estrepitosos fracasos.
         Ruiz Aguilar dejó multitud de notas, fragmentos de un proyecto de Memorias. En ellas hizo la pequeña historia del período en que fue propietario de El Correo Militar, en los siguientes términos:
         Este periódico, propiedad de un general que ya murió, se sostenía merced a enorme número de suscripciones de la Guardia Civil y de Carabineros que su influencia, como Subsecretario de Guerra, mantenía y la cuales cobraba sin molestia en las cajas de ambas Direcciones, mediante descuento voluntario que se hacía a las clases de tropa. Con esto que se acercaba a 2.000 pesetas mensuales, y con la obligada subvención que el Ministerio de la Guerra a semejanza de los otros, da siempre, salía a la calle este periódico vestido de conservador y lleno de artículos kilométricos que los pobres civiles y los desgraciados carabineros remitían para que nadie los leyera. Constituía pues una verdadera mina para su propietario, pues los gastos se deducían al sueldo que pagaba a su director, que lo era a la sazón don Javier Ugarte, a quien yo reemplacé. Pero como la tal mina podría agotarse y el que la explotaba no era tonto, optó por venderla después de muchos regateos y a sabiendas de que hacíamos el papel de primos.
         Héteme ya con un periódico y con dos mil duros en peligro.
         Tomé su dirección y todas sus responsabilidades, con un entusiasmo digno de mejor empleo y con una candidez impropia de mis años. Aumenté su tamaño mejorando el tipo de letra, acortando las enormes dsiquisiciones de los artículos y dándole un tono más liberal que yo creí más simpático a los oficiales, obteniendo en efecto un aumento de suscripciones que no debo atribuir a esto sólo, pues el general se prestó a escribir cartas a los jefes de cuerpo que también surtieron efecto.
         Pero, naturalmente, lo que en cultura e independencia de los lectores ganábamos, lo perdíamos en las forzadas suscripciones de tropa y, poco a poco, sin que pudiera evitarlo, nos quedábamos sin el saneado ingreso de la Guardia Civil y de los Carabineros. En vano acudí a los directores de ambos cuerpos, amigos míos a la sazón, de quienes poco, muy poco, pude conseguir. El general Weyler no andaba bien con ellos ni quiso interesarles, cosa que le acontece cuando más se necesita su intervención.
         Emprendí la campaña en condiciones de total desamparo en cuanto a ayuda moral y material, pues sólo algún tiempo después y obligado por la necesidad, acepté un pequeño auxilio del Ministerio de la Guerra, mucho más modesto que el que ha venido asignándose con posteridad a las publicaciones militares, y en cuanto a ayuda moral ¿quién había de prestarla si el general estaba indispuesto con todo el mundo?
         Es un hecho que vengo desde entonces observando, que durante los períodos que permanece sin destino, sólo habla de agravios y de venganzas que olvida en cuanto le colocan. Esto, y cierta leyenda de la primera guerra de Cuba que no consiguió destruir su paternal mando de sus años en Canarias, le dieron una reputación como muchas otras falsa, de hombre terrible y fiero; reputación que anda hoy por dos suelas arrastrada con frases sangrientas cual una que se atribuye al Sr. Romero Robledo en la que figura un león convertido en liebre.
Fue nombrado por aquel entonces Capitán General de Cataluña, mando que ambicionaba y al cual le enviaron en clase de cataclismo a raíz de los atentados anarquistas. Su fama, su suerte, o la calma que siempre sigue a ciertas convulsiones sociales, le elevaron a unas alturas desde las cuales
Pudo contemplar el gobierno general de hecho alcanzado después.
         Y no es esto quitar el mérito a su mando en Cataluña sino sentar un hecho confirmado por él mismo cuando decía que al llegar a Barcelona se marcharon, sin que nadie los obligara a ello, todos los anarquistas.
         Nada ganó el periódico con esta elevación de su co-propietario, salvo un par de docenas de suscriptores, y en cuanto a mí, no recobré mis antiguas relaciones de amistad con los generales Palanca e Hidalgo, ni con otros muchos que desde entonces me miran con recelo; como tampoco he vuelto a pisar la casa del general López Domínguez contra cuyas reformas cuando fue ministro hice una campaña rudísima a la cual me empujó don Valeriano, teniendo que prescindir para ello de lazos de cariño y de gratitud que hace algunos años pesa sobre mí conciencia haber olvidado. Sobre todo cuando vi y sigo viendo a ambos generales en la mejor armonía, siendo Weyler comensal obligado en la casa de López Domínguez
         Castigo merecido es la pérdida de esa amistad, más antigua y eficaz que la suya, lo que no creo merecer es el abandono en que me ha dejado con respecto a ese general después de reconciliarse con él. Verdad es que así ha procedido con respecto a otros hasta el punto de dejarme sin más amistad ni protección que la suya, cuya eficacia se irá viendo cuando me ocupe de sus últimos actos realizados.
         Comenzó el periódico a no cubrir gastos y comencé yo a suplir el déficit con el aditamento de los disgustos que me producía, entre los cuales recuerdo un duelo que por fortuna interrumpió la guardia civil en el terreno donde iba a verificarse.
         Cuatro años duró este Calvario en cuyas zarzas dejé amistades valiosas sin ganar ninguna nueva, salvo la del general Azcárraga, que procede de aquella época y a quien debo lo que más adelante expondré sin que haya recibido de mí, como Weyler, otra cosa que sentimientos inmensa gratitud.
         Al cabo de un tiempo y aprovechando la ida a Cuba de don Valeriano vendí el periódico poco menos que regalado, después de reintegrarnos todos del capital aportado y yo de mis antiguas y yo de mis anticipos, esas mensualidades mezquinas y de mala gana enviadas desde la gran Antilla.


Logotipo de la Empresa eléctrica del Puerto de la Cruz. Tenerife

Escritor


Ricardo Ruiz y Aguilar
         La obra literaria de Ricardo Ruiz Aguilar se halla dispersa, impresa en su mayoría en periódicos y revistas. Escritor metódico y apasionado, sus descendientes poseen parte de su archivo particular, en el que se conservan fragmentos de otros muchos proyectos, que atesora artículos periodísticos, ensayos,  poesías satíricas y narraciones de viajes, relacionadas, principalmente, con su estancia en las islas Filipinas. Lamentablemente, sólo ha llegado hasta nosotros una pequeña parte de un libro que habría de titularse Medio siglo en Tenerife, del que hemos entresacado algunos textos que ilustran esta semblanza.   
Gran parte de los artículos publicados se encuentran en periódicos como La Época, de Madrid, en el que aparecieron sabrosas crónicas filipinas por los años de 1888 y 1889. También en La Justicia, donde mantuvo largas polémicas con el redactor militar de El Resumen.
 Las Canarias , fundado y dirigido por Ricardo Ruiz Benítez de Lugo, hijo de nuestro autor, surgió como publicación semanal, editado en Madrid. Su primer número es de fecha 13 de junio de 1901 [12].
Las colaboraciones de Ruiz y Benítez de Lugo están relacionadas con la política local [13], la construcción el puerto de Santa Cruz de Tenerife [14], y el freno a la preeminencia de León y Castillo en la figura contrapuesta de Weyler. También queda patente su preocupación, compartida con el director del periódico, por la situación desastrosa que padecían, en todos los aspectos, las islas de Lanzarote y Fuerteventura.
Finalmente, y a partir de su definitivo traslado a Tenerife, se convirtió en asiduo colaborador de La Prensa en Santa Cruz de Tenerife, donde fue considerado como un viejo y querido maestro, decano de cuantos periodistas integraban su plantilla.

Las ilustraciones fotográficas

Hemos ilustrado el texto con algunas fotografías de paisajes de la isla y otras que reproducen la fisonomía de muchos  de los personajes que dan vida a la narración de Ruiz Aguilar.
Con respecto a las primeras hemos elegido dos artistas y un coleccionista, los tres, cercanos en el tiempo a la narración y, todos, personas que fueron conocidas o tratadas por nuestro autor.
Sobre el fotógrafo y altruista de nacionalidad británica George Graham-Toler, escribió Ruiz Aguilar: Todos en esta Villa conocemos al generoso extranjero cuyo nombre encabeza estas líneas y todos en los campos inmediatos hasta las faldas del Teide lo bendicen.
Ni mármoles, ni bronces, ni títulos de adopción, ni sencillos letreros que prodigarse suelen, perpetuarán su memoria; pero el bien derramado, el beneficio sin ostentación hecho, conservará en la memoria de los sencillos campesinos, pasando con el tiempo a la categoría de tradición que no muere, y recordándose durante las veladas como no se recordarán otros de relumbrón que en los pueblos se explotan y la adulación enaltece [15].
Marcos Baeza, en su dilatada carrera profesional, retrató varias veces a los miembros de la familia de Ricardo Ruiz Aguilar y sus vistas, circulaban profusamente entre los invalids, alojados temporalmente en el Puerto de la Cruz y en la Villa de La Orotava [16].
El coleccionista de fotografías lo fue don Plácido de la Cierva y Nuevo, conde de Ballovar, teniente coronel del ejército, destinado a Santa Cruz de Tenerife en 1893, como jefe de Estado Mayor. Parte de sus fondos documentales han retornado a la isla, y forman parte ahora de una colección con sede en Tenerife.



Notas
(1)Alfredo Herrera Piqué: Las Islas, escala científica en el Atlántico. Viajeros y naturalistas en el siglo XVIII. Editorial Rueda con la colaboración del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria y la Caja Insular de Ahorros de Canarias. Madrid, 1987.
(2)José Luis García Pérez: Viajeros ingleses en las Islas Canarias durante el siglo XIX. Caja General de Ahorros de Canarias, Santa Cruz de Tenerife, 1988.
(3)Nicolás González Lemus: Viajeros victorianos en Canarias. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998.
(4)Colección A través del tiempo, al cuidado de José A. Delgado Luis, y  Colección Viajes, del Calbildo Insular de Gran Canarika, al cuidado de Jesús Bombín Quintana y con la colaboración de Jonathan Allen.
Y otra de reciente aparición,  con similar título a la anterior, Viajes, publicada por Edén Ediciones, en el Puerto de la Cruz. Tenerife.
 (5)Santiago de Luxán Meléndez: La industria tipográfica en Canarias. 1750-1900. Balance de la producción impresa. Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria. 1994, pp. 135-146.
(6)Carmelo Vega de la Rosa: La Laguna. Paisajes de identidad. Ayuntamiento de La Laguna. 1996,
 p. 212.
 (7)Copia de las partidas sacramentales que justifican estas ascendencias, se encuentran en el Archivo Ruiz-Benítez de Lugo. Carpetas sin clasificar. La Laguna de Tenerife.
( 8)Para un mejor conocimiento de la actuación promotora de don Ricardo Ruiz y Aguilar en la electrificación del alumbrado público de La Orotava, véase Tomás Méndez Pérez: "Centenario del alumbrado eléctrico de la Villa de la Orotava". El Día, 25 de diciembre de 1994, pág. IX/51.
(9)Gregorio J. Cabrera Déniz y Carmen J. Hernández Hernández: "Las Canarias o veinticinco años de historia apasionada de Lanzarote y Fuerteventura (1901-1925). III Jornadas de Estudios sobre Fuerteventura y Lanzarote. Tomo I. Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura. Excmo. Cabildo Insular de Lanzarote. Puerto del Rosario 1989.
(10)Nicolás Reyes González y Carmen Sánchez Jiménez: La situación portuaria de 1902 como reflejo del pleito insular. Tebeto I. Anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteventura. Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura. 1988.
(11)Ricardo Ruiz Aguilar:" Política colonial y autonomía" Edición de Nicolás Reyes González. Revista del Oeste de África. 3-7, Agosto-Diciembre de 1985. pp. 214-231.
( 12) Carmelo Vega de la Rosa. George Graham-Toler. Catálogo de la Exposición Marcos Baeza-G. Graham-Toler-Carlos Schwartz. Círculo de Bellas Artes de Tenerife.
(13) Marquesa viuda del Sauzal. George Graham-Toler. Catálogo de la Exposición Marcos Baeza-G. Graham-Toler-Carlos Schwartz. Círculo de Bellas Artes de Tenerife.
(14) Carmelo Vega de la Rosa. Marco Baeza. Biblioteca de Artistas Canarios. Vicecosejería de Cultura y Deportes. Gobierno de Canarias. Santa Cruz de Tenerife. 1992.