lunes, 15 de agosto de 2011

Joaquín González Espinosa


Joaquín González Espinosa:
La leyenda del progreso


Para Carlos Benítez Izquierdo y Manuel Martín Martínez-Ball,
entrañables amigos.


            Los enteros postales, una suerte de cartas sin sobre, impresos por el Estado, con bajo precio de circulación, fueron introducidos en el correo español en 1873 y constituyeron el origen de las tarjetas postales que hoy conocemos.


Postal de Künzli frères, Suiza, circulada en 1903

            Portadoras de mensajes cortos, carecían en un principio de otra ilustración que no fuera el timbre. En el periodo de tiempo comprendido entre 1898 y 1907 comenzaron a usarse  modelos que incluían una lámina en el anverso, mientras se reservaba la otra cara para el sello y los datos del destinatario. La ocurrencia, según algunos, parece que se debió a un hostelero suizo que ilustró sus tarjetas con vistas de los Alpes, mientras que otros afirman que tuvo su origen en Francia durante la guerra con Prusia.

            Pero en estas primeras tarjetas, conocidas como clásicas por los coleccionistas, era preciso manuscribir el texto sobre la estampa, de forma que se estropeaba la vista o el motivo y se hacía difícil su lectura por lo que, desde 1907, se impuso dividir el reverso en dos, compartiendo una misma cara del cartón la misiva y la dirección del receptor [1]. 

            Para la impresión de estas hermosas tarjetas postales, cuyas medidas rondaban siempre los 9 x 14 cm, se recurrió a las técnicas de reproducción artística punteras en aquel momento, y entre todas ellas resultó ser la que produjo resultados más eficaces la cromolitografía.


Postal circulada en 1908
            Las imágenes procedían de fotografías monocromas y eran litografiadas por un artesano que, en la mayoría de los casos, interpretaba la luz y su consecuencia, el color, a su antojo. Un taller de Leipzig, por mencionar una ciudad en la que los hubo muy afamados, producía millares de ellas todos lo días sin tener en cuenta la procedencia de las mismas, ya fueran de los cálidos y luminosos trópicos o de las heladas tundras nórdicas. Esto, no obstante, dotó a las tarjetas postales anteriores a los años 1910-1915, de una belleza casi individual que las convierte en pequeñas obras de arte.

            Y si el color no resultaba fiel a la realidad tampoco lo eran las localizaciones e incluso la integridad física de lo representado. Circuló una tarjeta, frecuente en las colecciones canarias, que supuestamente reproduce el aspecto de la torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife, a la que le fue añadida una cúpula que nunca tuvo y figura en su descripción como «Catedral de Tenerife». Otras muestran paisajes de las islas con rótulos equívocos, y aún algunas lo hacen incorporando vistas de las islas de Madeira y Azores, atribuidas a nuestro archipiélago.

            El fotógrafo al que debemos probablemente un mayor número de tarjetas postales pertenecientes al periodo clásico, realizadas con la técnica de la cromolitografía y firmadas con su nombre, fue el portugués Jordâo da Luz Perestrello [2]. Con estudios abiertos en Santa Cruz y Las Palmas, Perestrello alcanzó a formar un Álbum de Canarias que compilaba cincuenta y dos fotografías, en el que, según Carmelo Vega, se incluía una serie de fotografías muy interesantes sobre «industrias canarias» (secaderos de pescado, plataneras, plantaciones de caña) y sobre la vida cotidiana en los campos canarios (aguadoras, lavanderas, etc.). Buena parte de estas fotografías, si no todas, fueron transformadas en postales al cromo en los talleres germanos [3].

            Tras la primera gran guerra europea y la consiguiente paralización de los obradores en los que se estampaba la mayor parte de las postales cromolitografiadas relativas a nuestro archipiélago, esta técnica cayó en desuso.

            Cinco años antes, en 1909, don Ángel Custodio Romero había litografiado una composición a medio camino entre la realidad fotográfica y la manera pictórica impresionista que representaba la erupción del volcán Chinyero. Los tímidos intentos del taller que este artista había fundado en Santa Cruz de Tenerife -la Litografía Romero-  por prolongar la utilización de la cromolitografía aplicada a la realización de tarjetas postales no parecen haber dado resultados. La rareza de esta pieza en el mercado actual nos obliga a pensar que formó parte de una edición limitada, que produjo escasas secuelas.


Ángel Romero: Volcán Chinyero



 La tarjeta postal fotográfica

            En el transcurso de la segunda década del siglo xx se impuso la fotografía monocroma como vehículo para la edición seriada de tarjetas postales. En realidad, se trataba de un recurso que ya había sido usado con frecuencia anteriormente. Hacía mucho tiempo que los estudios fotográficos comerciaban con vistas, reproducciones de obras de arte, tipos curiosos y galerías de retratos que incluían los de la realeza, representantes eximios de la iglesia, las artes y las ciencias o la milicia, por citar sólo algunos, frecuentemente positivados en los formatos carte de visite y cabinet, sin excluir las grandes ampliaciones fijadas sobre cartón que ofrecían estampas de los principales monumentos de ciudades emblemáticas –París, Londres, Roma, Madrid o Venecia- o diversos aspectos de eventos de gran trascendencia como sucedió con las Exposiciones Universales celebradas en la segunda mitad de la décimo novena centuria. Pero carecían de una función postal y en caso de ser enviadas por correo tenían que circular en sus correspondientes sobres.


Joaquín González Espinosa: Plaza de San Francisco. Santa Cruz de Tenerife.
Camión de reparto de Postal Expres. 1925

            Tras la primera Guerra Mundial y el cierre de los citados talleres europeos especializados en la estampación de cromolitografías, a los que recurrían habitualmente los fotógrafos isleños para editar sus tarjetas, se vieron éstos en la necesidad de confeccionar por sí mismos las reproducciones en el archipiélago. Utilizaron para ello los últimos adelantos que les brindaba la técnica fotomecánica.

            La necesidad de proveer el mercado de tarjetas postales con colecciones de factura reciente estuvo en estrecha relación con el despertar de la incipiente industria turística canaria. Los vapores trasatlánticos –principalmente británicos y alemanes- aportaban un número cada vez mayor de viajeros a las islas que, después de un largo periodo de penosa incuria, comenzaban a disponer de modernos y cómodos alojamientos. No se trataba ya, pues, del turismo terapéutico exclusivamente vinculado a la prescripción facultativa, sino a un amplio colectivo de ociosos excursionistas deseosos de llevar consigo un recuerdo de los lugares visitados o de comunicar su novedosa experiencia a familiares y amigos.

            Las corporaciones de gobierno insular –muy especialmente los cabildos de Gran Canaria y Tenerife, constituidos en 1913- promovieron la publicación de guías turísticas, álbumes y portafolios con abundantes láminas, e incluso convocaron el primer concurso de guiones cinematográficos con la finalizad de producir una película que exaltara las bellezas del país [4].


Postal Exprés

            En 1922 inició su actividad profesional en Santa Cruz de Tenerife Postal Express, estudio fotográfico fundado y dirigido por su propietario, Joaquín González Espinosa, que constituye el paradigma de las empresas dedicadas a la edición de tarjetas postales fotográficas en Canarias en las décadas posteriores a dicha fecha, sin olvidar la labor de otras de indudable importancia como fueron F. Baena [Ernesto Fernando Baena], Fotografía Alemana [Friedrich Curt Herrmann] o Foto Central [Otto Auer], que compartieron su prestigio y rivalizaron de forma estimulante con el objetivo de alcanzar el beneplácito de la clientela del momento [5].

            Joaquín González Espinosa -conocido por sus contemporáneos con el diminutivo afectuoso de Quino-  poseedor de un excelente sentido comercial, amplió el habitual cometido de un gabinete fotográfico proporcionando a sus clientes, además de los servicios propios de una galería de su naturaleza, marcos diversos, molduras y portarretratos, espejos e incluso muebles, con la novedosa posibilidad de que las adquisiciones realizadas en su casa fueran pagadas a plazos [6].

            Quizás no haya habido en Canarias otra industria fotográfica con un fondo más amplio en tarjetas postales con vistas del país. Las series que lo componen, positivadas principalmente en dos formatos de 13 x 18 cm y 9 x 14 cm, desarrollan un recorrido visual por tres de las siete islas del archipiélago que proporciona instantáneas de todo cuanto era digno de ser observado, reproducido y vendido a los viajeros. Numeradas y firmadas con la marca de la empresa gran parte de estas secuencias ¾otras tan sólo con el anagrama de su nombre y primer apellido¾ las postales fotográficas de Quino son hoy un referente paisajístico de conjunto sin igual que muestra episodios, como es el caso de las doce vistas que hizo de Lanzarote, que se cuentan entre las primeras imágenes de calidad conservadas de aquella isla [7].


           Nació Joaquín González Espinosa en Santa Cruz de Tenerife, en el número 12 de la calle de Las Flores, a las cuatro de la mañana del día 26 de octubre de 1892 [8]. Fueron sus padres don Francisco González Currá, del comercio, representante en la isla de la Compañía Fabril Singer, de la que fue gerente y que popularizó, también por medio de la venta a plazos, las primeras máquinas domésticas de coser [9], y doña Dolores Espinosa Sánchez naturales, respectivamente, de Jerez de la Frontera y San Fernando en la provincia de Cádiz.

            Debió estudiar el bachillerato en su ciudad natal y quizá Comercio, como tantos otros muchachos de la clase media acomodada del Santa Cruz de su época, pero ya desde muy pronto lo encontramos inmerso en la edición de excelentes tarjetas postales fotográficas.


Joaquín González Espinosa:
Servando Hernández-Bueno y Hernández
            En 1921, un año antes de la fecha proporcionada por el mismo González Espinosa como fundacional del taller –a pesar que en algunos anuncios de prensa figure 1923 como data inicial- la guía Ténériffe et son port, publicada por lo señores Hardisson Hermanos incluye diecinueve reproducciones de tarjetas suyas firmadas, de las veintisiete que figuran en la publicación y albergamos la razonable duda de que las ocho restantes fueran también de su mano.

            En realidad habría que situar los inicios de su actividad fotográfica en torno a los años 1910-1912, de acuerdo con las evidencias con que actualmente contamos. Tenemos a la vista una imagen, quizás de las primeras que realizó, en la que un jovencísimo Joaquín González Espinosa posa ufano ante la vieja casona que albergaba el “Sanatorium” de Güímar. No aparenta haber cumplido la veintena de años. Forma parte de una serie constituida, probablemente, por una docena de postales relativas todas ellas a dicha villa, de las que hemos visto ejemplares que llevan aquella última fecha [9 bis]. Un retrato de don Servando Hernández-Bueno y Hernández, montado sobre un cartón en el que figura: J. González Espinosa. Tenerife, en seco, fue dedicado el 13 de agosto de 1913. Todo ello nos hace pensar que comenzó a trabajar como fotógrafo a comienzos de la segunda década del siglo pasado, sin descartar que lo fuera ambulante, con modestas incursiones en el negocio de la tarjeta postal, que culminó con la apertura del estudio de la calle del Doctor Allart número 18 en 1922 y, un año más tarde, la adquisición de la galería fotográfica de Rafael Vidal, situada en el 21 de la de Cruz Verde [10].




Joaquín González Espinosa: Sanatorium. Güimar

            En este primer estudio de Doctor Allart -vía que aún alternaba su antiguo nombre de calle del Sol con el nuevo que homenajeaba al anciano médico, cónsul de Bélgica, fallecido en Santa Cruz de Tenerife en 1906- el taller ofrecía a sus clientes: Ampliaciones. En la casa de Joaquín González Espinosa, calle del Sol, 18, se halla instalado un centro de insuperables ampliaciones fotográficas; existiendo además un gran surtido en marcos, porta-retratos, láminas, preciosas colecciones de postales con vistas del país, todo ello capaz de satisfacer cualquier gusto [11].



            Seis años más tarde, cuando la empresa disfrutaba de un merecido prestigio, sufrió un duro revés al perder la moderna maquinaria de que disponía y la totalidad del archivo de negativos en un incendio que redujo a cenizas sus instalaciones, cuya descripción hizo la prensa en estos términos:




El incendio de esta madrugada

            Hacia las 2 de esta madrugada algunas personas que transitaban por la calle Alfonso xiii vieron que la casa número 48 de dicha vía estaba ardiendo por su parte trasera. En esa casa don Joaquín González Espinosa tenía instalado un depósito de muebles de lujo, en parte de los cuartos bajos y su taller de fotografía “Postal Exprés”, en los altos, y los Pósitos se hallaban situados en la parte que da a la calle.

            Varios muchachos penetraron en el edificio y salvaron la documentación de los Pósitos, que fue amontonada en la acera del Cabildo Insular y luego depositada en este centro.

            El fuego adquirió tan enormes proporciones, que se temió se propagara a los edificios colindantes. La voracidad del fuego impidió que se salvaran los enseres del depósito de muebles y de la fotografía del señor González Espinosa. El hecho de faltar agua por haber sido cortado el servicio en las primeras horas de la noche impidió el funcionamiento de las bombas, las cuales entraron en movimiento porco antes de las tres, funcionando la bomba del servicio de incendios municipal que se colocó en la parte trasera de la Mancomunidad, por el callejón de Juan Padrón, y la del Parque de Artillería en el patio de las oficinas de Intendencia, sita en el número 44 de la misma calle, utilizándose el agua de los aljibes.

            A las 4 de la madrugada el siniestro había sido sofocado, quedando todo reducido a cenizas y escombros, pues la calidad y cantidad de los enseres contenidos contribuyeron a que el incendio tomara grandísimo incremento.

            En el lugar del suceso se personaron todas las autoridades y fuerzas de Artillería, Infantería, Ingenieros y Guardia Civil y agentes de Vigilancia, Seguridad y Guardia Municipal.

            La casa incendiada era propiedad de don Inocencio Fernández del Castillo y se hallaba asegurada en la Compañía London Assurance, que representa en esta plaza los señores Molowny.

            En la parte baja de la casa el señor González Espinosa tenía depositado gran numero de lotes de muebles hallándose todas las habitaciones abarrotadas. Era tal la cantidad de muebles que había recibido en estos últimos días que los estaba llevando a un “garage”.

            En el piso alto tenía el estudio fotográfico “Postal Exprés”, con varias máquinas y aparatos, algunos de los cuales había recibido últimamente del Extranjero.

Tenía asegurada la fotografía y todas las existencia de muebles en la Compañía de “Assurance Generale”, que representa en esta plaza don Hugo Davidson.

            El seguro, que comprendía varias pólizas, elévase a unas 80.000 pesetas.
            Los muebles que ardieron en el incendio eran en su mayoría de elaboración fina, entre ellos varios juegos de alcoba, mesas de comedor y escritorio, y gran cantidad de sillas, muchas de las cuales habían depositado ayer mismo en la casa incendiada.

            En el taller fotográfico tenía el señor González Espinosa seis máquinas, de bastante costo, además de las ampliadoras y todo el material para cuadro de ampliación.

            En una habitación guardaba todos los clichés y millares de álbumes y fotografías de propaganda del país, en las que venía trabajando durante los últimos días, para entregarlos al Cabildo Insular.

            Se ignora las causas del incendio, que fue descubierto cuando había adquirido gran fortaleza y prendido en las habitaciones altas del interior [12].

            Para esas fechas, el fotógrafo había ampliado notablemente su actividad mercantil y diversificado su negocio, y lo que en un principio fue comercio de marcos y molduras se transformó en tienda de muebles de lujo, de los que algunos eran importados y otros realizados en talleres propios de ebanistería.

            En 1930 y bajo los rótulos de Muebles Quino, Muebles Postal Exprés y, Postal Exprés, la floreciente industria contaba con varios establecimientos situados en la capital tinerfeña: El primitivo de doctor Allart 18, que suponemos fue reconstruido de nueva planta; oficinas en Teobaldo Power 19; almacenes en Santa Rosalía 75 y exposición en el número 46 de la calle Alfonso xiii, con sucursales en Puerto de la Cruz, Icod, Güímar y San Miguel. Para el reparto de las mercancías se contaba con un moderno camión que publicitaba en el techo el nombre de la empresa [13].

            Cuatro años más tarde, en 1934, los locales de Muebles Quino se encontraban en la calle Fermín Galán, 83 y Postal Exprés, en Santa Rosalía, 75 [14] que fueron, al parecer, sus últimas localizaciones.

            Tras la Guerra Civil, en 1944, en el periódico La Tarde se hacía referencia a Muebles Quino que es en Tenerife –lo fue siempre- signo de distinción y garantía. Muebles Quino es la casa que está acreditada, prestigiada, conocidísima en toda la provincia. Su sistema de ventas a plazos, que data ya de muchos años fue favorable a mucha parte de la clientela con que esta casa ha contado y sigue contando. Porque Muebles Quino, que garantiza todos sus trabajos, responde con seriedad y su solvencia a las ventas que realiza, teniendo siempre el lema de la economía. […] Fabricación del país e importada […]. Disponiendo, como dispone de coches dedicados a mudanzas en toda la isla. Muebles Quino lleva a cualquier sitio lo que el cliente haya escogido en una de sus exposiciones: Plaza de Weyler en esta capital y Sol y Ortega, 46, en La Laguna. Muebles Quino es hoy propiedad de don Ezequiel Santaella Cayol, al frente de cuyo negocio, como gerente apoderado se encuentra don Vicente Pérez Méndez.

Joaquín González Espinosa: Casa de Salud médico-quirúrgica del D. Rodríguez López: Bocio extirpado con anestesia local. Tenerife
Joaquín González Espinosa: Casa de Salud médico-quirúrgica del D. Rodríguez López: Habitación de 2ª clase. Tenerife


La colección de postales

            Las postales editadas por Joaquín González Espinosa captaron espléndidas vistas e instantáneas fotográficas de tres de las islas del archipiélago: Tenerife, Gran Canaria y Lanzarote.

            Un inventario provisional, realizado a partir de las piezas conservadas en algunas de las más completas colecciones privadas de Canarias e Inglaterra, nos proporcionaría las siguientes cifras:

Lanzarote:


Joaquín González Espinosa: Arrecifes. Lanzarote

            Doce postales en formato 9 x 13 cm.

           Algunas de ellas muestran un dentado en el lado derecho, lo que nos hace suponer que formaron parte de un cuadernillo que se comercializaría completo. Se encuentran tituladas y firmadas en el ángulo inferior izquierdo con las iniciales J G, entrelazadas, dentro de un círculo en el que figuran otras tres letras I. F. M., cuyo significado desconocemos.






Tenerife:


Joaquín González Espinosa: Santa Cruz
            Constituyen el grueso de la colección.

            En tamaño 9 x 14 cm, con el rótulo de Postal Exprés y numeradas, hemos localizado ciento catorce y otras ochenta y ocho que carecen de numeración.

            Firmadas J. G. ciento cuarenta y seis, numeradas del 1 al 112, pero con dígitos que se duplican y triplican, más sesenta y nueve sin numerar.

            Del tamaño 13 x 18 cm y sin numeración, ciento cincuenta postales.





Gran Canaria:


Joaquín González Espinosa: Cuevas de Tafira. Las Palmas de Gran Canaria
            Cincuenta vistas, que en realidad son cincuenta y una, porque una de ellas repite número, más otras siete sin numerar, en tamaño 9 x 14 cm.

            La mayor parte de la tarjetas editas en este último tamaño, cuentan con un banda en blanco en el lado izquierdo, si se trata de fotografías horizontales, y en el inferior, sin por el contrario tienen formato vertical. Es evidente que los clichés no respondían al tamaño estándar normalizado para correos.

            Algunas de las series firmadas como Postal Exprés no muestran una calidad comparable a las que suponemos anteriores en el tiempo, que lo están con sus iniciales. 
Como ya dijimos, muchas de estas postales fueron reproducidas en guías y álbumes fotográficos que informaban de las bellezas del país.



Joaquín González Espinosa: La Plazuela. Las Palmas de Gran Canaria
            El primero de ellos fue el ya citado Ténérife et son port. Hommage de MM. Hardisson Frères. 1921. 62 pp., en el que se insertó un estado pleglado con un mapa del puerto.

            La Guía de Tenerife, publicada por Excmo. Cabildo Insular de Tenerife y el Instituto Nacional de Expansión Económica. Barcelona 1927. El libro, de 231 páginas, cuenta con setenta y tres fotografías, de las que cuarenta y nueve son obra indudable de Joaquín González Espinosa. Al parecer se editó en cuatro idiomas.

            La Brown’s Madeira, Canary Islands and Azores. Fourteenth and revised Edition. London, Marsahll ltd., 1932, de A. Samler Brown, contiene cuatro fotografías suyas de las diecisiete que se refieren a Canarias. El resto son de Fotografía Alemana [4]; Lucio de Aguilar [1]; Sociedad de Turismo [1]; Jordâo Perestrello [4] y Charles Medrington [3].

            Y por último, un excelente portafolio editado por el Cabildo de Tenerife, en la década de 1930, en las Industrias Gráficas Seix y Barral Hnos., S. A. de Barcelona, que contiene cuarenta láminas y carece de todo tipo de referencias y textos, salvo el pie de imprenta en contracubierta. A pesar de que fueron cuidadosamente borradas las firmas de las fotografías, en tres de ellas aparece el nombre de J. González Espinosa y, en otra, el de F. Baena. En la cubierta figura el escudo del Cabildo y la palabra Tenerife, en relieve y pan de oro.



            La lista de colaboraciones fotográficas en revistas ilustradas y periódicos locales se haría interminable.



El hombre

Trino Garriga: Joaquín González Espinosa
            Joaquín González Espinosa fue uno de esos individuos en los que resulta difícil delimitar donde acaba el artista y comienza el industrial y hombre de negocios. Le tocó vivir una época en la que aún no se apreciaba a la fotografía como una actitud independiente y esencial, sino más bien como una derivación artesanal, mecánica, de la actividades artísticas cuya finalidad eran la representación de la naturaleza y su centro: el hombre.

            No conocemos ningún retrato suyo sobresaliente que pudiera compararse, siquiera, con alguno de entre los menos interesantes de los realizados por Adalberto Benítez, por citar tan sólo a uno de sus contemporáneos. Pero el conjunto de su obra como paisajista, en el que destacan una serie de episodios urbanos de innegable interés, resulta de una calidad más que estimable.

            A la hora de fotografiar la arquitectura insular dejó clara su predilección por las construcciones de nueva planta, edificios que constituían un motivo de satisfacción para los isleños en momentos en que el progreso era entendido como superación en comodidad e higiene de los viejos testimonios del legado monumental y doméstico de las islas.

            No parecen interesarle demasiado los estereotipos de lo que hasta entonces y luego se consideró típico;  iglesias y castillos, antiguas viviendas y patios canarios, aunque destacó algunos aspectos de las labores agrícolas, particularmente el cultivo, recolección y empaquetado de tomates y plátanos. Su objetivo enfocó con preferencia los hoteles de reciente factura, los muelles y su productiva faena diaria, las vías recientemente abiertas, el tráfico de modernos vehículos de motor, y en fin, todo aquello que significara, según su propio criterio y el de la mayoría de sus contemporáneos, progreso.


            Esta actitud se vio respaldada por la opinión de muchos de los integrantes de la generación de intelectuales inmediatamente posterior a la suya, que no dudaron en manifestar su falta de interés por las ancestrales casonas solariegas de La Orotava en la revista gaceta de arte. Es cierto, no obstante, que la arquitectura que González Espinosa destacó en sus producciones, debe situarse dentro de un eclecticismo anterior al racionalismo defendido por Westerdahl y sus amigos, y que éste también fue un estilo –particularmente algunas de las variantes tardías del modernismo que aquí lo integran- denostado por ellos, al considerarlo, en palabras de Salvador Dalí que hicieron suyas, arquitectura comestible, a causa del exceso de ornamentación superflua que recordaba a las tartas de merengue.

            Hijo de republicano, entusiasta de los deportes – particularmente el fútbol y el automovilismo- y la modernidad, mantuvo una posición conservadora en lo político, actitud que lo llevó a darse de alta como somatén armado en febrero de 1927 [15] y vestir el uniforme del cuerpo.




Joaquín González Espinosa: Rambla 11 de Febrero. Santa Cruz de Tenerife

Joaquín González Espinosa: Gran Hotel Quisisana. Santa Cruz de Tenerife

Familia y fallecimiento

            Joaquín González Espinosa casó, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción de La Laguna, el 17 de diciembre de 1931, con María Rosa Echevarría González [16], hija de don Gumersindo Echevarría Ruiz de Arriaga, escritor y reportero de guerra, fallecido en 1914, y de doña Carmen González [17].

           Durante un periodo de declive de su actividad profesional, que se había reducido prácticamente a retratar a millares de emigrantes necesitados de un pasaporte en su estudio de la plaza de Weyler, se produjo su fallecimiento en Santa Cruz de Tenerife, el día 15 de julio de 1955 [18].

            La prensa publicó la siguiente nota necrológica:

El fotógrafo Quino

            En la pasada semana dejó de existir en esta capital el reputado fotógrafo don Joaquín González Espinosa (Quino), que gozaba de gran popularidad y simpatía en nuestra isla.

            Su industria fotográfica fue hace varios años una de las más importante del Archipiélago, dedicando especial atención a los paisajes de la capital y de la isla, de lo que queda constancia en sus bellas estampas de los lugares más sugestivos y evocadores de Tenerife.

            Fue uno de los socios fundadores del Tenerife y un entusiasta de los deportes en nuestra ciudad.

            Persona laboriosa y de laudables iniciativas, la muerte le ha sorprendido cuando se proponía nuevamente dar el mayor impulso a sus actividades profesionales […].



Joaquín González Espinosa: El magnífico vapor de turistas ”Arcadian” atracado al dique sur. Santa Cruz de Tenerife






Notas
[1] Sobre la historia de la tarjeta postal ilustrada en España, vide: Carreras Candi, Francisco: Las tarjetas postales en España. Barcelona, 1903; Teixidor Cadenas, Carlos: La tarjeta postal en España. Espasa Calpe. Madrid, 1999 y Carrasco Marqués, Martín: Las tarjetas postales ilustradas de España circuladas en el siglo xix. Edifil S. A., 2004.
[2] Teixidor Cadenas, Carlos: op. cit.
[3] Vega de la Rosa, Carmelo: La isla mirada. Tenerife y la fotografía [1839-1939]. 2 tomos. Centro de Fotografía “Isla de Tenerife”. Santa Cruz de Tenerife, 1995 y 1997.
[4] Cioranescu: Alejandro: Historia del Cabildo Insular de Tenerife [1913-1988]. Aula de Cultura de Tenerife. Excmo. Cabildo Insular de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 1988; Ramírez Muñoz, Manuel: El Cabildo de Gran Canaria y sus presidentes. Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria. Madrid, 2003.
[5] El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 13 de mayo de 1930.
[6] Hoy. Santa Cruz de Tenerife, 7 de octubre de 1934.
[7] La Prensa. Santa Cruz de Tenerife, 25 de septiembre de 1923.
[8] Registro Civil de Santa Cruz de Tenerife. Sección Primera. Tomo xxxiv, f. 222, número 427. Fueron abuelos paternos de Joaquín González Espinosa, don Francisco González Clavijo y doña Gertrudis Currá Sánchez, oriundos de Ubrique y Jerez de la Frontera y, maternos, don Cristóbal Espinosa Coca y doña Catalina Sánchez Barea, naturales asimismo de Alcalá de los Gazules y Bencocás, todos en la citada provincia de Cádiz. Joaquín González Espinosa fue bautizado en la parroquia de San Francisco de Asís el 26 de octubre de 1892. Libro ix, f. 167.
[9] Don Francisco González Currá, ejerció como cajero de la sección Caja de Ahorros de la Sociedad de Socorros Mutuos y Enseñanza Gratuita La Benéfica, establecida en Santa Cruz de Tenerife [Vide: Diario de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 21 de enero de 1896] y fue presidente del Centro de Dependientes del Comercio y de la Industria [Unión Conservadora. Santa Cruz de Tenerife, 24 de diciembre de 1902].
Representante en Tenerife de la Compañía Fabril Singer [Cronista de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 2 de marzo de 1903] y directivo de “La Tinerfeña”, empresa propietaria de la plaza de Toros [El Tiempo. Santa Cruz de Tenerife, 31 de enero de 1904].
Candidato con el número 7 al Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife en la terna del partido republicano presidida por Andrés Orozco Batista [El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 8 de noviembre de 1917], en las elecciones celebradas el 11 de noviembre de dicho año [El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 12 de noviembre de 1917] resultó elegido concejal y, alcalde, don Esteban Mandillo y Tejera.
Concejal republicano y regidor de Abastos el 18 de enero del año siguiente. Vocal de la Junta Local de Primera Enseñanza. Inspector de los Mercados Públicos. Teniente de alcalde accidental en 1919 y de nuevo concejal en 1920, durante el mandato de don Antonio Van de Walle Pinto.
Falleció don Francisco González Currá en Santa Cruz de Tenerife, el día 25 de abril de 1944, dejando de su matrimonio con doña Dolores Espinosa cinco hijos llamados Francisco, Gertrudis, Joaquín, Julio y Emilio González Espinosa [El Día. Santa Cruz de Tenerife, primero de mayo de 1944.
[9 bis] Véase Hernández Mora, Arístides [1880-1974]: La verdad de mi locura. Voces sin eco e inútil camino. Llanoazur ediciones. Tenerife, 2007.
[10] El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 22 de marzo de 1922 y Gaceta de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 26 de octubre de 1923.
[11] La Mañana. Santa Cruz de Tenerife, 24 de mayo de 1922.
[12] El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 3 de abril de 1929.
[13] El Progreso. Santa Cruz de Tenerife, 13 de mayo de 1930 y Hoy. Santa Cruz de Tenerife, 30 de noviembre de 1932. El camión que figura en la fotografía que insertamos era un Ford, modelo T, matriculado el 4 de julio de 1925 con las placas TE- 2998 que pasó, en 1926, con el obligado cambio de siglas, a tener la TF-1522. Debo estos datos a mi buen amigo don Eduardo Cruz, incansable investigador de la historia del automovilismo en Tenerife.
[14] Hoy. Santa Cruz de Tenerife, 2 de octubre de 1934.
[15] El Somatén de Canarias. Santa Cruz de Tenerife, 1 de marzo de 1927.
[16] Libro XXVI de Matrimonios. Parroquia de Nuestra Señora de la Concepción. San Cristóbal de La Laguna.
[17] Gumersindo Echevarría se estableció en La Laguna en fecha cercana a 1901, cuando se encontraba alistado, en calidad de trompeta, en la primera batería de montaña de guarnición en dicha ciudad. Con otros jóvenes, entre los que se encontraban Porfirio Arroyo Barreto –más tarde abogado-, José y Tomás Capote, José de La Rosa, Guillermo Mac Kay, Rogelio Suárez y Guillermo Ibáñez estrenaron con éxito un cuadro dramático y un monólogo titulados El Obrero y La Taberna, obras del primero, en el Teatro Viana de la ciudad de los Adelantados, en febrero de dicho año, a beneficio de las familias pobres de Lanzarote y Fuerteventura.
Al parecer luego fue miembro de la Guardia Civil. Información oral de doña Dolores González Bermúdez.
Véase Siglo xx. San Cristóbal de La Laguna, 15 de febrero de 1901 y El Obrero. Santa Cruz de Tenerife, 23 de marzo del mismo año.
Con María Bermúdez del Pino, natural de Ingenio en Gran Canaria, tuvo Joaquón González Espinosa tres hijos llamados Dolores, Joaquín y Mercedes González Bermúdez quienes, tras el temprano fallecimiento de su madre, fueron criados por el matrimonio. Información oral de doña Dolores González Bermúdez, que heredó de su padre el apelativo por el que era conocido y es frecuentemente llamada Loly Quino, a quien agradezco los datos y el material gráfico proporcionados para la realización de este trabajo.
[18] Registro Civil de Santa Cruz de Tenerife. Tomo 124, pag. 255, sección 3ª

lunes, 1 de agosto de 2011

Ricardo Ruiz y Aguilar (y IV)


RICARDO RUIZ Y AGUILAR ( y IV)

CARTAS A SU PADRE


            La Orotava, 7 de agosto de 1867

            Mi querido Papá: emprendo hoy la tarea de distraerle un rato, y para ello voy a ocuparme de una de las cosas más notables que existían en esta villa y que destruyó un huracán en los primeros días del mes de marzo del corriente año.

            Existe un árbol en estas islas al que llaman Drago [30]. Ignoro la etimología de este nombre, aunque hay quien supone que proviene de haber observado en el corazón de su tronco una cosa parecida a la figura de un dragón; sea lo que quiera, es lo cierto que existen bastantes árboles de esta clase en las islas, los cuales, durante los meses de calor, destilan una sustancia roja que se denomina sangre de drago y que es muy buscada como medicinal, siendo también muy útil para las encías, por cuya razón entra generalmente en la composición de toda clase de polvos dentífricos.

            Pertenece dicho árbol a la familia de los espárragos y es sumamente lento en su crecimiento: su parte leñosa es muy floja y compuesta de fibras delgadas que forman un tejido en extremo poroso. Dicen que su madera servía en tiempo de los guanches (primitivos habitantes de las islas) para hacer rodelas y otras armas defensivas; su ramaje es escaso y desprovisto de esa frondosidad y belleza que admiramos en los demás arbustos, y su color pardusco y sus brazos tortuosos y descarnados le hacen asemejarse a un esqueleto.

            Tal como acabo de pintárselo, existe un árbol de esta clase en el jardín llamado de Franchy [31], que pertenece hoy al marqués del Sauzal [32]. Antes que el huracán citado lo arrojara por tierra, donde yace hoy, tenía de altura unos 20 metros; de circunferencia, en su parte media, 13, y en su base, 24; la altura del tronco sería de unos seis metros, siendo su figura la de un cono truncado, de cuya base superior partían doce ramas, entre las cuales podían sentarse cómodamente catorce personas. Este árbol gigante fue examinado hace cuatro siglos por un naturalista inglés quien dijo que hacía ya tiempo que había terminado su desarrollo, habiendo entrado ya en el período de decadencia. Posteriormente, Humboldt, el célebre naturalista, teniendo en cuenta el lento crecimiento de esta clase de árboles, le calculó de edad unos cuatro o cinco mil años, opinión que ha sido después corroborada por otros sabios que le han examinado. Cuenta también la tradición, en este país, que cuando los españoles conquistaron la isla se dijo la primera misa en su tronco, que se halla hueco; y es seguro que existen muchas ermitas en España que no tienen tanta capacidad como el tronco de este árbol. Muchos extranjeros lo han visitado, admirando su corpulencia y remota antigüedad. Las personas entendidas opinaban que aún podría vivir dos o trescientos años, y, con objeto de conservarlo el mayor tiempo posible, su dueño había mandado construir unos pilares de fábrica que lo sostuvieran por el lado hacía el cual se inclinaba. Pero nada bastó, y el día 8 de marzo de este año fue tronchado por un fuerte huracán que partió su tronco por el último tercio, causando el destrozo consiguiente en los árboles inmediatos, y arruinando completamente una tapia vecina.

            De este modo ha desaparecido el árbol quizás más antiguo del mundo, y una de las curiosidades que más llamaba la atención de los sabios naturalistas.

            Mi particular amigo don Ángel Gallifa [33], hombre entusiasta por las glorias nacionales, y sumamente versado en el estudio de la literatura, improvisó un soneto, alusivo a dicha catástrofe, y que no puedo resistir el deseo de transcribirlo a continuación con la seguridad de que le agradará.

            Al famoso Drago de La Orotava, en su caída ocurrida el día 8 de marzo de 1867.

            Árbol gigante, secular testigo
            De cien generaciones ya sin vida
            Ante las cuales con la frente erguida
            Burlaste siempre al ábrego enemigo;

            No veo yo, cuando asombrado sigo
            Los fastos de tu historia esclarecida,
            Poder humano en su fatal caída
            Que pueda el hombre comparar contigo.

            Siglos y siglos la espantosa saña
            Del Teide, y del Océano la fiereza
            Desafiaste con bravura extraña;

            Y al fin contemplo en tu infeliz cabeza
            Rota en pedazos, como frágil caña,
            La soberbia del mundo y su grandeza.

            Tal es el epitafio, digámoslo así, que mi amigo Gallífa le dedicó. Aún permanece tendido en el suelo, no habiéndose atrevido su dueño a hacer desaparecer ese objeto de curiosidad que, aún hoy, se contempla con admiración. Por fortuna, al romperse su tronco, ha dejado en descubierto un hijo, que crecía solitario en su hueco. Tenemos, pues, un árbol de la misma clase, que crecerá en el propio lugar, pudiendo de este modo perpetuar la memoria de aquel que con justicia llamó la atención de las gentes [34].


Marcos Baeza. El Castaño de La Candia, c. 1895. Col. part., Tenerife
            Y ya que de esta clase de rarezas hablo, no quiero dejar en el tintero un castaño que existe en el jardín del marqués de la Candia, de una corpulencia también notable: tiene el tronco en su parte inferior, 18 varas y 2 tercios de circunferencia. Las otras dimensiones son proporcionadas y no las sé con seguridad para podérselas decir con exactitud. Pero lo más raro de este castaño es lo siguiente:
Hace ya algún tiempo que en su tronco central cayó una castaña, la cual produjo un tronco vertical, o nuevo castaño, que extiende por la parte superior la verdura. En los cinco brazos principales que tiene el castaño se ha reproducido igual fenómeno y las raíces de estos nuevos arbustos penetran en el tronco, dando motivo para conjeturar que bajan hasta la tierra, y que el tronco viejo no es más que un canuto, que sirve de cuna y asiento a otros nuevos [35].

            Este castaño monstruo, después de surtir la casa, produce aproximadamente unas doce fanegas de castañas.

            No deduzca usted, por estos dos ejemplos que le he citado, que la vegetación aquí sea tan poderosa como en América: de ningún modo; salvo estas excepciones, y alguna que otra palmera, que asoma su cabeza por encima de los tejados de las casas, los demás no exceden en tamaño a los que estamos acostumbrados a ver en nuestro país; únicamente se observa, bajo este cielo, una lozanía y brillantez de colores que admira. En estos meses, que empieza a caer la hoja, antes de desprenderse la última, queda reemplazada por otra nueva, siendo muy raro encontrar un árbol desnudo de hojas, tal como los vemos en España durante los meses de invierno.

Marcos Baeza. El Cultivo de viñas en La Orotava, c. 1885. Col. part., Tenerife

            Esta es una de las razones de que se disfrute aquí de una perspectiva risueña en todas las estaciones. Además, el contraste formado por el mar y las elevadas montañas que lo dominan, el calor insoportable de la ribera y el frío glacial de los alrededores del Teíde, la gran diversidad de plantas, siempre verdes, siempre lozanas, todo esto hace recordar las risueñas perspectivas de Suiza, cuyas descripciones nos hacen los poetas.

            Antes que el oidium destruyese la cosecha de vinos, el aspecto del valle era mucho más lindo: las viñas, esparcidas con cierta simetría, y entrelazando sus robustos sarmientos, prestaban mucha más animación al cuadro que hoy, con el cultivo de la cochinilla, es más monótono. Los nopales extienden sus descarnados brazos, formados en batalla, y sujetos de trecho en trecho por paredes de piedra, que son necesarias para la nivelación del terreno, y que hacen asemejarse su conjunto a las ruinas de una gran ciudad.

            Otro día le hablaré de la cochinilla, aunque ya creo le dije algo en mis cartas anteriores, pero como no me quedo con copia de lo que le escribo, no sería extraño hubiese alguna repetición que procuraré evitar.

            Hasta otro día pues, le quiere su hijo




            La Orotava, 13 de septiembre de 1867
 


George Graham-Toler.
Casa y torre de la iglesia en San Juan de la Rambla,
c. 1890. Col. Part., Tenerife
            Pasó el anterior correo, mi querido papá, sin que, como de costumbre, emborronase un poco de papel con algunas tonterías que le distrajesen. La falta de humor para nada fue la única causa de dejar entonces de hacerlo y la de haber esperado hoy hasta última hora en que, desterrando pereza y mal humor, me decido pluma en ristre a llenar unas cuantas páginas.


            En efecto, las contradictorias noticias de los anteriores correos, las esperanzas recobradas y perdidas de salir de cualquier modo de esta situación anómala, y la incertidumbre de lo que pasaba en el Continente tenían el ánimo inquieto y la cabeza poco dispuesta a concebir ideas ajenas a lo que la preocupaba. Hoy, que, según parece, por fortuna o por desgracia, ha terminado todo, cesando el estado de inquietud y de alarma en que estaba, voy a coordinar unos cuantos párrafos que, si no son muchos ni van bien escritos, culpe usted a la premura con que lo hago.

            Si yo fuese muy curioso no me faltaría materia de que ocuparme pues bastaría referirle lo que cada día observase en mis distintas excursiones; pero desgraciadamente no es así y puede usted creer, que en los diez meses y medio que llevo en esta población, no habrá llegado a media docena de veces las que he salido del casco de ella. Mis observaciones, pues, han sido por demás escasas y, únicamente a grandes rasgos es como podré describírselas.

            Antes de comenzar, le daré las noticias que he podido recoger sobre el descubrimiento de una nueva cueva en Tegueste (partido de La Laguna) sobre lo cual me preguntaba usted en una de sus anteriores. Parece ser que en las inmediaciones de dicho pueblo hallaron unos trabajadores indicios de existir algún subterráneo, hacia la parte medía de una montaña poco elevada y menos frecuentada aún; no tardaron en hallar la entrada, que era una boca pequeña por la cual penetraron, y que, ensanchándose poco a poco, les mostró algunos objetos extraños de cuyo descubrimiento se apresuraron a dar parte. Examinada dicha cueva, hallaron algunas momias de guanches perfectamente conservadas, con armas de aquellos tiempos y otros objetos curiosos, que se apresuraron a transportar a Tacoronte, donde existe un gabinete de antigüedades guanchinesas; aún no he visto este gabinete, que debe contener cosas curiosas, pero hay aquí, en la Villa, una familia que posee algunos objetos de aquellos tiempos y que he tenido ocasión de ver; entre ellos figura la gigantesca momia de un guanche, en perfecto estado de conservación, ignorándose aún el medio de que se valían aquellos salvajes para embalsamar los cadáveres. Algunos brazos y piernas de los mismos se hallan esparcidos por el suelo, y sus dimensiones dan a conocer estaturas diversas, pero siempre mayores de seis pies. Existen, además, algunas hachas de las que usaban y que consisten en un mango corto de madera, a cuyo extremo encaja un trozo de piedra volcánica muy pesada y que abunda mucho en la isla, con un corte bastante fino. Algunos escudos o adargas de madera de drago, petos de cuero y otros mil objetos llenos de polvo y muy descuidados completan la colección susodicha y que es una lástima la tengan tan abandonada y en estado deplorable.

            Muchas otras cuevas se han descubierto desde la conquista, conteniendo objetos semejantes a los ya expuestos, pero cada día van siendo más raros esta clase de hallazgos, por cuya razón es tan sonado su nuevo descubrimiento.

            El tiempo apura y por este correo habrá usted de dispensarme que me detenga aquí; el próximo procuraré ser más largo, para lo cual empezaré con más tiempo la tarea.

            Hasta entonces, pues, le quiere su hijo




            La Orotava, 26 de septiembre de 1867

            Mi querido papá: el anterior correo creo hablé a usted de las cuevas que existen en esta isla y de las curiosidades que en ellas se han encontrado; añadiré por vía de apéndice a lo expuesto que en las demás islas existen también muchísimas, sin contar las que el tiempo y la mano del hombre han destruido. La causa de encontrarse con tanta profusión hemos de buscarla en la historia de los tiempos anteriores a la conquista; ella nos dice que los guanches no conocían la arquitectura ni la edificación, habitando, como es consiguiente, en las infinitas cavidades que las erupciones volcánicas habían hecho en el terreno. Hay algunas tan profundas, que no se les ha encontrado el fin, midiendo otras algunas millas de extensión. Tal vez parezca a usted exagerado, pero sólo le diré que cuantas cosas le escribo, y que mis ojos no han visto, son tomadas de los escritos más dignos de fe que han llegado a mis manos.

            Terminado esto, sobre lo que no me extiendo más por falta de datos, le hablaré de algunas expediciones que, bien por gusto, bien por necesidad, he hecho fuera de esta población.



Marcos Baeza. Jardín de aclimatación de La Orotava,
c. 1895. Col. part., Tenerife
           Saliendo de esta Villa, en dirección del Puerto, se encuentra a mitad de camino un pequeño llano, en el cual está situada una propiedad llamada El Durazno [36], perteneciente a uno de los hijos segundos del difunto marqués de la Florida [37]. En este sitio delicioso, donde reina una primavera perpetua y donde el termómetro oscila entre los 17° y 21°, es donde se halla situado el Jardín Botánico [38], debido al interés que por su construcción se tomó el marqués de Villanueva del Prado [39], quien, en fuerza de mil gestiones, obtuvo autorización del gobierno para plantarlo. Este señor, cuyo nombre se pronuncia aún con respeto, concibió el proyecto de establecer un jardín de aclimatación, conociendo las ventajas de este clima para dicho objeto; hombre estudioso y de conocimientos vastos, una vez obtenido el permiso, se dedicó a estudiar el mejor sitio para su establecimiento; no encontró otro más a propósito que el valle de La Orotava, y en su afán por la ciencia, sacrificó gustoso la comodidad de tenerlo en las inmediaciones de La Laguna, donde él residía, en obsequio a las ventajas que este clima había de reportar al desarrollo de su idea. Hecha la elección, prestóse gustoso a secundarla el difunto marqués de la Florida, a quien pertenecía aquel terreno, cediendo generosamente la parte de él que le pidieron, sin exigir absolutamente nada en recompensa; esto sucedió a fines del siglo pasado. Trazóse el cuadrilongo, dividióse el terreno en cuarteles, dispuestos a recibir las plantas que, subdivididas en familias, habían de ocupar sus respectivos puestos, y trajéronse en efecto algunas semillas que, bajo la dirección del marqués de Villanueva y de un jardinero francés bastante ignorante en botánica, empezaron a dar sus frutos, pero en esto falleció el referido marqués, y sus sucesores dejaron aquello encomendado al jardinero, que se cuidó muy poco de la ciencia, y mucho de su interés particular. Al propio tiempo, el gobierno, abrumado con la invasión francesa, dejó de pagar los sueldos a los empleados del jardín, no ocupándose tampoco de adquirir semillas ni de pagar gastos de reparación. Marchóse, pues, el jardinero, dejando aquello abandonado; desde entonces se convirtió el jardín en un plantel de coles y patatas, cuya cosecha aprovechaban los que en él habían quedado. Pasó mucho tiempo así y, en virtud de enérgicas reclamaciones, se nombró un jardinero suizo, que es el que hoy existe, señalándosele seis mil reales de sueldo, dos ayudantes con tres mil, y unos diez y seis o diez y ocho mil reales para adquisición de plantas y reparaciones necesarias.

            Aunque muy ligera, esta es la historia del Jardín Botánico; emprendí, pues, el camino, con objeto de visitarlo por mera curiosidad, pues mis conocimientos
en botánica son nulos, y después de bajar gran trecho, llegamos al llano de que le he hablado y donde mi compañero de viaje, el actual marqués de la Florida [40], me hizo notar que allí debió edificarse la población.

            Una de las cosas que durante el camino llamaron mi atención, y que me había olvidado referirle, fue un montecito distante del pueblo, cosa de un cuarto de hora, y cuyo aspecto negruzco indicaba su procedencia volcánica; podrá tener unos treinta o cuarenta metros de elevación por tres o cuatrocientos de circunferencia en su base. Aseguran fue un volcán que en tiempo de los guanches, estaba en erupción. Hoy carece de cráter y por todas partes presenta igual aspecto; de él extraen una arena negra que aquí llaman picón y que se paga muy cara por ser un buen abono para los nopales, a los cuales conserva la frescura en los años
de escasez de lluvias. Llámase La Montañeta y pertenece a nueve propietarios, poseyendo cada uno una faja de terreno, desde el suelo hasta la cumbre. Subimos a ella, disfrutando de un punto de vista nuevo y delicioso como todos los del valle, y cuya pintura dejo a otro que sea mejor poeta que yo.

            Paso por alto una pequeña detención que hicimos en San Bartolomé, posesión de la marquesa viuda de Villafuerte [41], porque más adelante pienso hablar a usted de esta señora, a la que debo infinitas atenciones. Penetremos, pues, en el Jardín Botánico, y aunque muy a la ligera, allá va lo que vi.

            Encuéntrase a la entrada la casa del jardinero, bastante bonita y arreglada; desde ella se domina perfectamente la avenida principal del jardín, que lo atraviesa todo, sin haberse barrido ni arreglado en mucho tiempo; todo en fin, respira la incuria y abandono en que yace, no siendo responsable de esto más que el gobierno, que hace algunos años no paga sueldo al jardinero, viéndose éste precisado para vivir a vender semillas de flores y otras plantas, que le pagan bastante bien; además, tiene utilizado un trozo para cochinilla, y de este modo va pasando, esperando a ver si algún día le pagan sus atrasos.

            Según he oído, trata el gobierno de sacar dicho jardín a pública subasta. Ignoro si la noticia será cierta, pero puedo asegurar a usted que ha causado profunda indignación esa especie, no sólo porque se dispone así de un regalo hecho por una persona respetable, sino también porque será probable, si esto sucede, que se remate a favor de algún extranjero inteligente (pues hay muchos que lo desean) siendo una mengua para España que otro que no sea español posea un jardín de aclimatación tan útil por todos conceptos.

            Hasta otro día, le quiere su hijo




            La Orotava, 10 de octubre de 1867


George Graham-Toler. Playa de Los Roques. Los Realejos,
c. 1890. Col. Part., Tenerife
           Mi querido papá: empiezo con anticipación a emborronar papel, con objeto de que no me sorprenda como siempre la marcha del correo sin haber escrito y teniéndolo que hacer deprisa y corriendo.

            En mi última carta hablé a usted del Jardín de Aclimatación, y por falta de tiempo no continué refiriéndole mí excursión de aquel día, que se extendió hasta la orilla del mar, en el punto donde se halla edificada la población llamada Puerto de la Cruz y vulgarmente Puerto de la Orotava.

            Nada notable ofrece el camino, desde la salida del Botánico; únicamente se observa que conforme se va descendiendo van escaseando las huertas de tuneras, dando lugar al trigo, maíz, patatas y otros productos, que no necesitan un clima tan privilegiado para producirse. De trecho en trecho hállanse alegres casitas de campo que sirven a sus dueños de solaz y abrigo durante el invierno; están generalmente habitadas por los medianeros y es raro no hallar en ellos una cordial acogida.

            Ya desde el Botánico, se descubre hasta en sus menores detalles el pueblo del Puerto, antes oculto en parte por los accidentes del terreno, y mostrando ahora sus blancos edificios y rectas calles bañadas por las espumosas olas del mar. Penetramos por una de ellas, bastante limpia y espaciosa, quedando admirado del silencio que reinaba en torno nuestro y que no fue interrumpido mientras permanecimos en la población. ¡Cosa extraña! En otros tiempos, cuando aún no había aparecido la enfermedad de la vid, era este puerto el más concurrido de la isla; hoy yace olvidado y silencioso, no despertando de este letargo más que para despachar algunas partidas de papas para La Habana, que vienen a recoger barcos de poco porte, marchándose en seguida. En cuanto a los habitantes, parece que participan de la misma maldición: el tránsito es casi nulo, la yerba crece libremente en las calles, y las ventanas, siempre cerradas, respiran una tristeza inmensa, haciendo recordar al viajero que transita por vez primera la soledad de un cementerio. Una impresión semejante a esta me produjo la Villa, cuando entré en ella, y no recuerdo sí se lo dije a usted; pero entonces no era extraño porque venía de visitar poblaciones populosas, al lado de las cuales es esto un desierto, pero hoy, acostumbrado a vivir aquí, encuentro una diferencia grandísima en la Villa de La Orotava y el Puerto; puede usted calcular cómo será este último y así podrá aplicársele con justicia el dictado de cementerio de vivos.


Marcos Baeza. San Telmo. Puerto de la Cruz, c. 1895. Col. part., Tenerife

            Por otra parte, sólo le falta animación para ser infinitamente mejor que ninguna de las otras poblaciones de la isla que he visto: buenos edificios, calles anchas y rectas en su mayor parte, sin pendiente alguna, una espaciosa plaza con árboles, que en los días de gran fiesta sirve de paseo, una campiña deliciosa y el mar a sus puertas, que en las grandes mareas introduce sus aguas hasta la plaza principal, inundando los bajos de las casas inmediatas.

            Visité también el muelle, pequeño y abierto a todos vientos como son en general los demás de las islas; sin abrigo alguno para las embarcaciones y por apéndice una porción de pedruscos a flor de agua, que impiden su aproximación, siendo una amenaza constante a su seguridad. Solo hay un pedazo de playa de arena gruesa, que es donde únicamente pueden recrearse los bañistas, pero no ha habido aún una persona que se le ocurra construir una barraca donde vestirse y desnudarse con comodidad y decencia. Son tan apáticos los isleños que prefieren esto a la molestia y pequeño gasto que podría ocasionarles una casita de madera; así es, que ha sido preciso fijar las primeras horas de la noche para el baño de señoras y destinar unos cuantos polizontes para que vigilen que nadie se acerque, pero aún así, dicen que en las noches de luna se las ve perfectamente desde las azoteas de las casas inmediatas.

Marcos Baeza. Puerto de la Cruz, c. 1900. Col. part., Tenerife
            Ninguna otra cosa relativa a la población me ocurre que decirle: allí descansé un par de horas en la casa de un rico hacendado que me obligó a probar los vinos viejos de su bodega, entre los cuales hallé la tan nombrada malvasía de Canarias, que hoy apenas se coge, y que la poca que queda es tan apreciada que no la venden ni aun pagándola a peso de oro.

            En estas islas, más que en parte alguna, se ha cumplido al píe de la letra aquel adagio vulgar que dice «no hay mal que por bien no venga». Perdiéronse las viñas, principal elemento de riqueza, dejando arruinadas multitud de familias. Hizo entonces la necesidad que se ingeniasen, descubriéndose el cultivo de la cochinilla, que tan sorprendentes resultados está dando. Pero no fue esto solo: cuando los vinos, estaba encargado el cultivo a los medianeros, los cuales corrían con todos los gastos y trabajo, no teniendo que hacer otra cosa el propietario que embolsarse la mitad de los productos cuando se verificaba la recolección. Esta ociosidad había creado un poco de vicio en cada población, la cual, no teniendo en que ocuparse, se dedicaban al juego; no pensando en otra cosa que en arriesgar su capital sobre el tapete. Hoy, precisados a arreglar los terrenos para la cochinilla, y no teniendo fondos los medianeros para hacerlo por sí, cada propietario tiene que montar a caballo y marchar en persona a dirigir y vigilar los trabajos que le dan unos resultados tan ventajosos y que, por lo mismo, le animan a continuar; en su consecuencia, ha desaparecido la ociosidad, madre de todos los vicios, y únicamente en la temporada de riñas de gallos, que es por los meses de abril y mayo, ha quedado la costumbre de establecer la banca, atravesándose en ella algunos miles de pesos.


Marcos Baeza. Playa de Martiánez. Puerto de la Cruz, c. 1895. Col. part., Tenerife

            No por esto crea usted que los habitantes de las islas son hoy modelo de virtudes; de ningún modo: esta provincia, en unión de la de Galicia, figura a la cabeza de las demás, en cuanto a inmoralidad, y todas las estadísticas que he podido haber a las manos le conceden un solo hijo legítimo de cada cuatro o cinco nacidos. Ninguna otra provincia obtiene un resultado tan desfavorable y esto se comprende perfectamente: en medio de la riqueza de este país hay mucha miseria. Los jornaleros sólo ganan cinco reales con los cuales han de mantenerse y
atender a sus demás necesidades, las mujeres sólo ganan la mitad, en la temporada de la recolección de la cochinilla y semillada de ella, y los propietarios son una especie de caciques, que forman su serrallo del sinnúmero de cochinilleras que ocupan en sus campos. Esta costumbre o vicio, muy tolerada y bien vista de todos, hace que se deslice aquí la vida sin experimentar la necesidad del matrimonio y, aun cuando algunas lo lleven a cabo, tarde o temprano les arrastra el fatal ejemplo, concluyendo por estar como todos, públicamente amancebados.
            Es una cosa muy común, y que a mí como forastero me ha pasado mil veces, el preguntar quién es una mujer del pueblo, cuyo aire me ha llamado la atención, siendo la contestación inmediata que es querida de don Fulano, el cual se halla casado y con hijos en edad de saberlo y comprenderlo.

            No sucede lo mismo, por fortuna, con las señoras de cierta clase; por regla general son muy buenas esposas y madres sufridas y tolerantes con los vicios de sus maridos; permanecen en casa mientras ellos se juegan o malgastan el caudal, sin que la más mínima reconvención salga de sus labios, y no pocos ejemplos he visto, en el año que aquí llevo, de casas arruinadas por haber permitido y dado su autorización la mujer para que vendiesen los bienes que constituyeron su dote o su legítima, dejando en la miseria a sus hijos, víctimas de la excesiva bondad y tolerancia de su madre.

            En otro correo le hablaré del cultivo y aprovechamiento del sorgo, por el cual me preguntaba usted en una de sus anteriores.

            Le quiere mucho su hijo





            La Orotava, 23 de octubre de 1867

            Mi querido papá: prometí a usted el correo pasado que en este le hablaría del cultivo y aprovechamiento del sorgo, por el cual me pregunta en una de sus anteriores. Voy, pues, a satisfacer su curiosidad refiriéndole las noticias que sobre el particular he podido recoger.

            Es el sorgo una planta semejante a la del maíz; crece más que éste y en mayor abundancia, desarrollándose también en menor espacio de tiempo, lo que permite obtener dos cosechas al año; el grano es pequeño y negro, puede servir de alimento a las bestias y, convertido en harina, puede también fabricarse un pan semejante al de maíz o centeno, de buen sabor, sustancioso, con cualidades alimenticias, y más barato que los demás.

            De la caña en cuyo extremo se produce este grano, extráese también azúcar y aguardiente cuyas producciones son las que dan más importancia a este género de cultivo. El azúcar, según he oído, es bastante bueno, y se obtiene en regular cantidad; el aguardiente no lo es tanto, aunque hay que tener en cuenta que la falta de buenos alambiques y de operarios inteligentes influye mucho en los malos resultados de un cultivo nuevo. Todos estos detalles los he obtenido de un propietario que es el que más se ha dedicado a ese género de plantación, no dándole los resultados que creyó en un principio, así es que lo abandonó y hoy nadie apenas se ocupa de él; sin embargo, yo deduzco, por lo que he oído, que el sorgo está llamado a reemplazar a la cochinilla cuando esta no tenga cuenta, bien porque se descubra una composición química que la reemplace o bien porque se extienda demasiado su cultivo, disminuyendo su precio; de cualquier modo, el día en que tuvieren necesidad de ensayar un nuevo cultivo y trajesen operarios inteligentes y máquinas a propósito, podrían obtener el grano del sorgo, que sustituyese con ventaja al del maíz, y obtendrían también el azúcar, que, perfeccionado, no creo tuviese que envidiar nada al de América y, por último, el aguardiente, con buenos alambiques para destilarlo, lo que si bien en poca cantidad, no dejaría también de dar resultados.


Marcos Baeza. La Orotava. Parasitación de nopales con cochinilla, c. 1895. Col. part., Tenerife

            Estas son las noticias que puedo darle sobre esta planta, que debe contar muy pocos años de existencia, o cuando menos de ser conocida, pues no la he hallado en los diccionarios de Agricultura, donde recurrí en busca de datos, ni en la Enciclopedia, ni por último, en el Diccionario de la Lengua, lo que me ha hecho suponer que debe haber sido descubierta hace poco tiempo.

            Ya que de cultivos hablo, le diré alguna cosa de la cochinilla, principal elemento de riqueza de las islas y cuyo aprovechamiento es casi desconocido en esa: no recuerdo si en alguna otra ocasión le he hablado algo de este particular, pues como escribo cada correo lo primero que me ocurre, y no llevo cuenta con ello. no sería extraño se encontrase usted con algunas repeticiones hijas de mi falta de memoria y de método.

            La cochinilla es un insecto que en su mayor desarrollo adquiere el tamaño de una chinche grande, o bien de un guisante o chícharo pequeño. Este animalito fue importado de América el año 1820 ó 21, pero se hizo poco caso de él, ha ta que la pérdida de los vinos obligó a los propietarios a buscar en otro cultivo una compensación. Entonces se empezaron a notar sus ventajosos resultados, propagándose el cultivo con una rapidez maravillosa por todas las islas, en términos de exportarse anualmente muchos miles de quintales.

            Consiste el alimento de este insecto en la sustancia del nopal o higuera chumba, a cuyas palas se adhiere fuertemente chupándola sin cesar hasta que, habiendo adquirido todo su desarrollo, la mano del hombre se encarga de desprenderla y guardarla. Las llamadas madres, que son las que sirven para semillar, se distribuyen proporcionalmente en las pencas, cubriéndolas y sujetándolas con un trapo para que no se caigan ínterin consiguen agarrarse. Esta operación se hace comúnmente en los meses de junio, julio y agosto. Estas madres llamadas así, porque llevan en su seno el germen de reproducción, paren generalmente, a los 30 días de estar en la penca, muriendo en seguida, extendiéndose por ella las nuevas crías, que al cabo de otros 30 días, se encuentran en aptitud de ser fecundadas a su vez por los machos. Estos, más pequeños que las hembras y provistos de unas alas imperceptibles de las que aquellas carecen, no están dotados de los órganos de alimentación y permanecen inmóviles adheridos
a la penca durante los citados 30 días, al cabo de los cuales, y haciendo uso por vez primera de sus alas, revolotean alrededor de las hembras, las fecundan y mueren en seguida. Pasados otros 30 ó 40 días, según el mayor o menor grado de calor de la atmósfera, es llegada la época de la recolección, la cual se verifica raspando cuidadosamente con un cuchillo sin filo las pencas, que va haciendo desprenderse a los insectos, siendo estos recibidos en una caja sin tapa o bien en un trapo a modo de delantal; después se van depositando en unas cajas de muy poco fondo, bien extendidas para que no mueran antes de tiempo, y en esta disposición se les conduce a casa, donde les esperan los últimos procedimientos que después le explicaré.

            Como habrá usted observado, es sumamente sencillo este cultivo. Pueden emplearse en él mujeres, niños y ancianos, lo que es una ventaja para el propietario porque los jornales que paga son exiguos; además, en tres o cuatro meses termina la siembra y recolección, no teniendo que ocuparse en el resto del año más que en cuidar los nopales, cortar las pencas enfermas, limpiar el terreno de mala yerba, y no permitir que crezca el higo chumbo, porque robaría a la planta mucha sustancia.

            Terminada la recolección, en la forma expresada, solo resta hacer la última operación para poderla vender en los mercados. Consiste esta en secar la cochinilla, para lo cual se valen de distintos métodos, siendo el universalmente reconocido como mejor, colocar los cajones en una habitación cerrada, que se llama estufa, sin duda porque en su interior hay una con combustible suficiente para mantenerla en una temperatura calculada que sin quemar el insecto, lo ahoga; conseguido este objeto, se pasa por varias cribas para obtener la más gruesa, que se cotiza como de primera calidad, vendiéndose la restante a menos precio. Es
incalculable la riqueza que encierra en sí este insecto: su uso, no ignorará usted que es para tintes; ella, por sí sola, da ese color de carmín tan delicado y apreciado, y además entra en combinación con todos los demás colores, no tan solo para darles brillo, animación y belleza, sino también para darles consistencia y duración. En efecto, es cosa fuera de duda que una tela, en cuyo color haya entrado como parte componente la cochinilla, jamás pierde su aspecto primitivo por más que se lave.

            Mucho se ha trabajado con objeto de inventar una composición química que sustituya a la cochinilla; muchos experimentos se han hecho, y entre ellos el de mejor resultado fue, según creo, el que dio a luz esos colores de magenta y solferino, únicos que pudieron obtener y que valían mucho más caros que ella. No por esto desesperan, y en particular los ingleses siguen trabajando en ello, pero con poco éxito; y creo difícil, no que consigan inventar una sustancia que la sustituya; sino que esta tenga más cuenta, por sus condiciones de baratura, que la
cochinilla, cuyo cultivo, como habrá visto, es poco costoso.

            Por los años 30 ó 40, hasta el 53, que fue cuando se tomó como empeño este cultivo, vendíase la libra, después de seca, a ocho y nueve duros, precio enorme, que si hubiera subsistido, podrían ser hoy de oro macizo las islas. Extendióse después el cultivo, y necesariamente bajó el precio, cotizándose hoy a 19 reales de vellón la libra, o sea 1.500 reales el quintal.

            Para comprender la importancia de este precio, es preciso tener en cuenta que una fanegada de tierra para cochinilla consta aquí de 40 brazas en cuadro, o sea 80 varas, o lo que es lo mismo, 6.400 varas cuadradas; que a cada fanegada de tierra se le calcula que puede dar por término medio, en un año regular y en una sola cosecha, seis quintales de cochinilla seca, que a 1.500 reales ascienden a 9.000 reales; rebajando una tercera parte de gastos, y es mucho, quedan aún 6.000 reales de renta en una sola fanegada, cantidad que no he oído nunca la dé
líquida ningún otro terreno por privilegiado que sea, con otros cultivos.

            Hay terrenos en cambio que no producen tanto; hay también años en que la cosecha es más escasa; pero en cambio, este año, que ha sido abundantísima, ha dado en algunos sitios quintal por almud de terreno, o sea, doce quintales porfanegada. Calcule usted sí ningún otro cultivo podría dar nunca resultados tan ventajosos.

            El único inconveniente con que han luchado y aún luchan los propietarios, es con el arreglo de los terrenos para ese cultivo: viéronse precisados a nivelarlo, haciendo que desapareciera la excesiva pendiente que tienen, y que en nada embarazaba el cultivo de las viñas. Tuvieron también que buscar tierra vegetal donde no la había, y esto dio lugar al acto de sorribar los terrenos, palabra del país, cuya significación creo será, volver lo de abajo, arriba; en efecto, cubierto este terreno de grandes pedruscos volcánicos, fue preciso hacerlos desaparecer, profundizar hasta encontrar tierra vegetal, trazar cuadros de dimensiones variadas, nivelarlos, darles cuando menos un metro de altura, a la capa de tierra, y sujetarlos por medio de grandes paredes de las mismas piedras, que impidiesen a los cuadros superiores desmoronarse e invadir los inferiores. Este trabajo, que ha convertido en una huerta este campo de sarmientos, ha costado y cuesta aún mucho dinero, pero en cambio tienen la ventaja, no sólo de la inmensidad de los productos, sino también de que pagan la contribución como sí fueran terrenos de tercera clase, lo cual les proporciona un ahorro considerable.

            Esto es cuanto puedo decirle sobre este género de cultivo, que ha compensado con creces la pérdida de los vinos, que constituía en otros tiempos la riqueza de las islas; hoy no se oye hablar a los propietarios de otra cosa que de cochinilla, y puedo asegurarle que ya estoy aburrido de no hallar variación en la conversación de esta gente.

            No se quejará usted de mí, este correo, pues he sido más largo de lo que pensaba. Veremos el próximo si se me ocurre alguna otra cosa que contribuya a proporcionarle un rato de distracción, que es mi único objeto.

            Hasta entonces, pues, sabe usted le quiere su hijo




            La Orotava, 10 de noviembre de 1867


Marcos Baeza. Drago. Realejo, c. 1895. Col. part., Tenerife
            Mi querido papá: ya se me van acabando los materiales, y no sé de qué hablar a usted pues como no tengo dotes de novelista me cuesta mucho trabajo inventar, único medio de prolongar indefinidamente mis narraciones. Añada usted a esto, mi permanencia forzosa en este pueblo, de cuyo distrito municipal me está prohibido salir, y comprenderá usted la imposibilidad en que estoy de hablarle y referirle cosas que no he visto; así es que, a excepción de algunas pequeñas expediciones clandestinas, como la que hice al Puerto, y de la que ya le hablé; otra a Icod, hace ya tiempo, de la que pienso hablarle hoy, y la ascensión al Teide, que dejo para la última, no he visto otra cosa que los alrededores de esta Villa, de los cuales me ocupé ya, tal vez con demasiada insistencia.

            Para que pueda usted comprender los motivos que me impulsaron a esa expedición a Icod, de que voy a hablarle, y que de todo tuvo, menos de recreativa, necesito antes ponerle al corriente de algunos antecedentes.

            En los pocos días que pasé en La Laguna, antes de ser destinado a esta, vivieron conmigo en la fonda en que paraba, dos capitanes, deportados también, y a quienes debí algunas atenciones. Hombres ya de más de cuarenta años, emparentados con gente iniciada toda en el Partido Progresista, y perseguidos desde el año 48, eran, tal vez, los que con más justicia se hallaban en las islas. Juntos salimos de La Laguna, ellos con destino a Icod, y yo a esta Villa; pasó algún tiempo, y con motivo de una alocución al ejército del duque de Valencia [42] en la que le exhortaba a cumplir sus deberes, etc., empezaron todos los cuerpos a firmar protestas de adhesión a dicho documento, no tardando este capitán general en hacernos la misma proposición. Firmamos, pues, a excepción de esos dos capitanes, que se negaron rotundamente a hacerlo; como era una cosa de las que entre nosotros se llama voluntaria, nadie les molestó por su negativa, pero todos esperábamos que andando el tiempo les sucediese algo, y, efectivamente, a los dos meses, me escribieron desde Santa Cruz diciéndome que el general tenía orden de embarcarlos en el primer buque que pasara para Fernando Póo. No me sorprendía la noticia, porque ya la esperaba, pero formé el proyecto de avisarles, con objeto de que se pusiesen en salvo, si, como era probable, les convenía evitar un viaje en el que arriesgaban su vida, pues nadie ignora lo mortífero de aquel clima, que es un verdadero cementerio de europeos.


Marcos Baeza. Los Realejos: Tenerife, c. 1895. Col. part., Tenerife

            Decidido a ello y no teniendo confianza en nadie sino en mí mismo, hablé al conde del Palmar [43], quien me prestó su caballo y un guía, y a las siete de aquella misma noche, sin que nadie me viese ni se enterase, emprendí el camino de Icod. Sin luz y sin moscas, o lo que es lo mismo, sin luna y sin estrellas, empecé a caminar, guiado tan solo por el instinto del animal y por la manta blanca de mi guía, que me servía de farol en aquella oscuridad.

            Hace algunos años, no existía otro camino que el formado por los cascos de las bestias al través de profundos barrancos y multiplicados precipicios que abundan mucho en este accidentado país. Hoy, gracias al general Ortega [44], que cuando estuvo en las islas de capitán general inició un camino de herradura, que se perfeccionó algo después, puede marcharse por él, sin temor de sufrir extravío, aunque muy expuestos a despeñarse por alguna de las innumerables simas que se hallan a cada paso.


George Graham-Toler. Retablos y Virgen del Rosario (desaparecidos).
Parroquia de La Concepción. Realejo Bajo, c. 1890. Col. Part., Tenerife
            El camino atraviesa Los Realejos, pueblecitos situados en este valle, y al oeste de la Villa, que recuerdan las últimas conferencias habidas entre los españoles y los guanches, y cuyo resultado fue la pérdida total de la independencia de estos últimos. Cuenta la historia que el mencey de Taoro (Orotava) Bencomo se hallaba acampado en El Realejo de Arriba, con el grueso de sus fuerzas, mientras el capitán Alonso Fernández de Lugo estaba en El Realejo Bajo con las suyas. Habían mediado ya algunas escaramuzas, en las que los guanches habían llevado la peor parte, pues a pesar de su indomable valor, la superioridad de armas de los españoles, y sobre todo las de fuego, cuyas detonaciones les llenaban de pavor, triunfaban siempre a pesar suyo. Convencido, pues, de la inutilidad de sus esfuerzos para conservar una independencia imposible, conferenciaron con el jefe español, deponiendo las armas, y jurándose recíproca amistad, poco y mal observada, como lo ha sido siempre, por parte de los españoles en todas sus colonias. De este modo quedaron dueños de la isla, última del grupo, que quedaba por conquistar, y que, desde aquellos tiempos, es decir, desde el primer tercio del siglo dieciséis, quedó agregada a la corona de España.

            Hecha esta pequeña digresión, continúo mi relato: el camino hasta Los Realejos no es muy malo; solo hay que atravesar dos o tres barrancos profundos, a cuyo fondo es preciso descender, para volver a subir, pero no se corre peligro alguno de consideración, pues las bestias están muy acostumbradas a esos pasos. Cuando comienza el verdadero peligro es a una legua escasa del Realejo Bajo: allí da principio la parte que llaman El Callao, del que conservare siempre memoria, y el cual atravesé por amor propio, pues, a no ser así, me hubiese vuelto cien veces con la creencia de que renunciando al viaje, salvaba la piel. Ese pundonor me contuvo y en muchos casos cerré los ojos, abandonándome al instinto del caballo que, por fin, me sacó sano y salvo. Es difícil hacer una exacta pintura de este camino, pues hay cosas que es preciso verlas para conocer su importancia; procuraré sin embargo hacer algunas indicaciones, por las cuales pueda usted venir en conocimiento de su situación.


Marcos Baeza. Rambla de Castro, c. 1895. Col. part., Tenerife

            Se halla abierta la vereda (pues no es otra cosa) en la roca viva, y marcha serpenteando por la costa, siguiendo el contorno de la isla; esta, por ese lado, es sumamente escarpada, así es que por varios sitios está el camino a quinientos pies de elevación sobre el mar, teniendo a un lado la roca viva y al otro un precipicio vertical de la mencionada elevación: nada de pretil ni paredón para evitar cuando menos un mareo; algunas chumberas silvestres por algunos sitios son la única valla que se opone a aquel salto mortal, y el que ha llegado a darlo no ha podido dejar, como reliquia, ni un pedazo de hueso de su cuerpo pues, estrellado en las rocas puntiagudas, el mar, casi siempre embravecido allí, se ha encargado de absorber, esparcir y triturar sus restos.
 

Marcos Baeza. Costa norte de Tenerife, c. 1895. Col. part., Tenerife
          Al entrar en El Callao hace el camino un recodo, presentándose a la vista un espectáculo, que en fuerza de ser sublime, es al propio tiempo aterrador: desde una elevación inmensa aparece a los pies el mar, estrellándose rugiente y amenazador contra un sinnúmero de fragmentos de roca, que lo descomponen en grandes oleadas de blanca espuma, salpicados de infinitas lucecitas fosfóricas, que el continuo roce hace surgir a millares. Un estremecimiento involuntario recorre el cuerpo de los animales cada vez que atraviesan este sitio y es preciso
dejarlos abandonados a su instinto, porque la menor imprudencia precipitaría a caballo y jinete en el abismo. Así me lo previno mi guía, y yo, obediente como no podía menos de serlo, dejé las riendas sobre el cuello del animal, y, cerrando los ojos, me abandoné por completo a él.

            De este modo descendimos hasta una pequeña playa, después de doblar una porción de ángulos entrantes y salientes, siendo el camino tan estrecho por algunos puntos, que al llegar el caballo al vértice de uno de estos ángulos tenía la cabeza y el cuello enteramente suspendidos sobre el abismo, viéndose obligado para tomar la vuelta a girar sobre sus patas traseras.

            Llegados a la playa respiramos un poco, emprendiendo momentos después la subida, menos peligrosa, porque no era tan fácil que un resbalón del animal diese al traste con nuestros cuerpos. Varias veces traté en el descenso de echar pie a tierra y confiar mi salvación a mí mismo, pero en una de ellas se negó el caballo a marchar del diestro, y otra di un tropezón cayendo sobre el brazo izquierdo, y lastimándome la mano que tuve toda la noche envuelta en el pañuelo. En vista de esto y de la profunda oscuridad que reinaba, que me impedía distinguir dónde fijaba los pies, aturdido por el continuo bramar del mar, y convencido por las razones de mi guía, volví a montar, y desde entonces, fié mi salvación a aquel noble animal, que se portó como un héroe, y que, a pesar de estar herrado (cosa rara en este país) no dio resbalón alguno de consideración.


George Graham-Toler. Icod y el Teide desde las Cañas, c. 1890. Col. Part., Tenerife
            Unas tres horas se invierten en este paso; después se abandona la vista del mar, llegando a un sitio en que hay un pino de colosales dimensiones y que llaman el pino de Buen-Paso, indicando con esto que se acabaron los peligros y los sustos.

            Serían próximamente las doce, cuando empezamos a distinguir las luces del Calvario. Es de advertir que en este país hay a la entrada de todas las poblaciones, aun las más pequeñas, una especie de ermita con el signo de nuestra redención, alumbrada perennemente por varias luces, y de trecho en trecho hasta la iglesia mayor, una serie de cruces marcando los distintos pasos; además, en todos los caminos no dejan de hallarse cruces de madera que, en vez de ser, como por nuestro país, indicio de haber ocurrido una muerte violenta, son, por el contrario, señales de la piedad de los fieles, que nunca pasan por ellas sin depositar un beso y una flor o rama cualquiera, que atestigüe su respeto y su piedad.

            A la altura, pues, del Calvario me detuve y, como no me convenía ser visto, mandé a la población al guía, con una tarjeta, para que condujere allí a las personas que buscaba. Tardaron poco, en efecto, hablamos largo rato, dándoles cuenta de lo que sabía y unas dos horas después volví a montar a caballo, con los huesos aún un tanto molidos, emprendiendo de nuevo el camino de regreso.

            Nada de particular ocurrió, a excepción de un pequeño aguacero en El Callao, que puso el terreno algo resbaladizo, haciéndome temer que las herraduras del caballo se deslizaran por allí con más rapidez de la que yo quisiera.


George Graham-Toler. Icod de los Vinos, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            Serían las ocho de la mañana, cuando a una distancia prudente de la Villa desmonté, despidiendo a mi guía y penetrando sólo y a pie por las calles con objeto de no llamar la atención. Excuso referir a usted la brillante perspectiva que se había ofrecido a mis ojos durante el camino desde que amaneció; el hacerlo sería repetir lo que otras veces le he dicho. Baste a usted saber, que amaneció un día claro y despejado y que, cuando empezábamos a distinguir con alguna claridad el camino, ya iluminaba el sol con sus rayos de fuego la nevada cima del Teide. El efecto de los rayos solares sobre la blanca nieve me hizo recordar con placer aquellos tiempos de mi infancia en que, desde la torre de casa, miraba a semejante hora el mismo efecto sobre el pico de Mulhacén.

            Concluiré diciendo que nadie se apercibió de mi experiencia nocturna, pues llegada la hora de almorzar me presenté como de costumbre en la mesa de la fonda, y si algo de cansancio o las huellas del insomnio notaron en mí, debieron atribuirlo a muy distinta causa.

            Basta por hoy, en el próximo correo le hablaré de mi expedición al Teide. Hasta entonces pues, sabe usted le quiere mucho su hijo




            La Orotava, 9 de diciembre de 1867

            Mi querido papá: solo me resta hablar a usted de mi ascensión al elevado pico de Teíde, y como le supongo con cierta curiosidad por haber dejado de hacerlo el correo pasado, emprendo hoy la tarea con alguna anticipación para que no me suceda lo que entonces.
           
            Antes de comenzar creo necesario ponerle al corriente de algunos antecedentes, que podrán muy bien servir de introducción a lo que voy a referirle.

            El descubrimiento de estas Islas, llamadas Afortunadas, es muy antiguo; ya en tiempo de los romanos se citaba esta isla con el nombre de Nivaria, sin duda por haber visto cubiertas de nieve sus elevadas cumbres; posteriormente, Cristóbal Colón, a su paso en demanda del Nuevo Mundo, recaló en La Gomera, y vio, según dicen las memorias de aquel tiempo, una gran montaña que se perdía en la región de las nubes, y que arrojaba gran cantidad de llamas con espantosas detonaciones, que sembraron el terror en sus tripulantes, considerando este incidente como un mal presagio para el éxito de su viaje. A estas erupciones se atribuye, con harto fundamento, el que las islas hayan permanecido tanto tiempo, después de descubiertas, sin que los fenicios, cartagineses y romanos las convirtieran en colonias suyas, pues era tal el terror que les infundía esta montaña de fuego, que no osaban acercarse.


George Graham-Toler. El Teide, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            En cuanto al nombre de Teíde que lleva el pico, parece que los primitivos guanches lo llamaban Echeyde, que quiere decir infierno (sin duda a causa del fuego que despedía) convirtiéndose después por corrupción, en el de Teide, que es el que hoy lleva. Y note usted una particularidad que se me ocurre: los guanches, sin idea alguna de la religión cristiana, debían tener ciertas nociones de la inmortalidad del alma y de existir otra vida en la cual hubiese un lugar de condenación para los réprobos, que llamaban, como nosotros, infierno, o lo que es lo mismo, Echeyde, pues de otro modo no se comprende que llamasen así a ese monte, tan solo porque arrojaba torrentes de llamas y materias inflamadas. Dejo la investigación de esto a personas más competentes que yo en la materia, pues a mí sólo me es dado hacer notar aquellas cosas que, con razón o sin ella, llaman mi atención.

            Sentado lo que llevo expuesto, le diré algo de su figura, visto a cierta distancia: ocupa el pico, con corta diferencia, el centro de la isla. Siendo ésta tan poco extensa y teniendo en medio tan elevado gigante, puede decirse con propiedad, que toda ella le sirve de base; y en efecto, las demás montañas, tan solo son estribos de la principal, cuyas vertientes, formando amenos valles, barrancos profundos y gargantas estrechas e inaccesibles, marchan en rápido descenso unas, y más suave otras, a perderse en el mar. Así, pues, visto desde esta Villa, o más atrás, desde el camino de La Laguna, tan sólo se descubren unos dos tercios del cono total, que se halla limitado por la cordillera de montañas que forma su base por esta parte. Trasladándonos ahora a la parte de Icod, Garachico o Güímar, se descubre en toda su majestad, formando desde su cima hasta la orilla del mar una línea no interrumpida, cuya inclinación podrá ser de unos 45°. Para Que pueda usted formarse mejor idea de su figura, le remito una lámina que he podido proporcionarme, la cual representa el llamado propiamente cono, visto desde Las Cañadas, es decir, a una altura de 2.800 píes sobre el nivel del mar. En muchas ocasiones se halla despejado y tal como representa la lámina adjunta; pero en otras, forma vistas caprichosas, por efecto de las nubes que se posan en su cima y en sus flancos. Visto desde esta Villa, a la salida del sol, en invierno, aparece de un color rojo subido, en el momento que le empiezan a herir los rayos solares; poco a poco va dulcificándose este matiz, presentando distintos aspectos conforme va adelantando el sol en su carrera, hasta que, completamente iluminado, brilla la nieve por todas partes, haciéndole asemejarse a una gran pirámide de plata. Durante el día suelen posarse en él algunas nubes que, o bien sobre su cúspide toman generalmente la forma triangular, o más bajas que ella lo envuelven dejando tan solo descubierta su aguda punta. En el primer caso, es indicio seguro de próximas lluvias, y así lo indican aquí, al decir que el pico tiene sombrero o turbante: en el segundo caso, dicen que lleva corbata o tapa-bocas. y en efecto, así lo parece. Otras veces ciertas nubecillas ligeras se mantienen inmóviles sobre su cúspide, habiendo ocasiones en que, propiamente, parece que son torrentes de humo despedidos por el volcán. Sin embargo, y sin que esto sea ilusión, hemos observado, no tan sólo desde aquí, sino también desde Icod, una columníta de humo que en ciertos días se dejaba ver, sin que hubiere lugar a duda, y que indica existir en su seno el fuego que antiguamente le hacía arrojar torrentes de lava. Esta opinión la verá usted corroborada en el transcurso de mi narración, no tan sólo por mis observaciones, que fueron bien pocas y nada científicas, sino también por las referencias que procuraré hacerle de dichos de célebres viajeros que lo han estudiado, y que merecen entero crédito.


George Graham-Toler. El Teide, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            Sentado esto, y con objeto de facilitar más la narración, evitando repeticiones, y teniendo que citar la elevación que se alcanza, a cada paso, le daré una nota de los puntos principales por que se pasa en dicha ascensión, y los pies castellanos que alcanzan la elevación sobre el nivel del mar, a partir de esta Villa.

PUNTOS 0 ESTACIONES      PIES
Villa de La Orotava   1.141
Pino del Domajito     3.731
El Portillo, entrada a Las Cañadas 9.800
Estancia de los Ingleses       10.864
Alta-Vista o Estancia de los Neveros         11.620
Cueva del Hielo         12.124
Narices del Pico        12.775
Cima del Teide          13.342

            Anotadas ya las alturas principales, con todo lo demás que he oído, necesario para la mejor inteligencia de lo que sigue, voy a comenzar el relato de mi ascensión, según lo vaya recordando, pues como ya hace tiempo, y mi memoria es sumamente frágil, he olvidado muchos incidentes que tal vez hubieran contribuido algo a amenizar este desabrido relato.

            Salimos, pues, de La Orotava, a las tres de la tarde de un hermoso día. Limpio el horizonte de nubes, parecía prometernos para la mañana siguiente una hermosa perspectiva desde la altura en cuya demanda caminábamos. Componíase la caravana del indispensable guía, armado de un largo palo con punta de hierro, a guisa de lanza, y que marchaba delante de nosotros a buen paso. Detrás seguíamos el grueso de las fuerzas, compuesto de dos alemanes gruesos y colorados, un prusiano, ya viejo, catedrático y miembro de la Academia de Ciencias de Berlín; un holandés o belga, naturalista muy instruido según decían, y un inglés, naturalista también, que aún ignoro cómo es el timbre de su voz, pues no desplegó sus labios en todo el camino sino para hacer exclamaciones en distintos tonos; además, venía también un suizo, que se halla establecido aquí, de jardinero del Botánico, y que, en calidad de intérprete, hacía el viaje. Un compañero y yo completábamos el grupo, cerrando la marcha dos acémilas cargadas de provisiones y de abrigos, y otra con instrumentos científicos, consistentes en dos barómetros, dos termómetros, un telescopio, una brújula y varios otros que no conocía. En este orden y montados en buenas cabalgaduras, emprendimos a buen paso la agria cuesta que conduce a la inmediata cumbre.


George Graham-Toler. El Pinar, c. 1890. Col. Part., Tenerife
            A la media hora de marcha por un verdadero camino de cabras penetramos en el bosque de los castaños, que ocupa una extensión inmensa. La mal llamada senda va serpenteando entre ellos, habiendo algunos de excesiva corpulencia, en cuyas espesas ramas anidaban millares de pajarillos que nos acompañaban alegremente con sus trinos; de este modo llegamos a la estancia llamada Pino del Dornajito, desde donde se descubre toda la parte septentrional de la isla, coronada por montañas elevadísimas, cubiertas de hermosos árboles, cuya corpulencia solo es comparable a su remota antigüedad. Profundas cavernas y horribles derrumbaderos completaban el cuadro, en cuyo fondo se destacaban los desnudos brazos de algunos dragos, que semejaban gigantescos esqueletos convertidos en tales por la mano del tiempo. Varias veces mis compañeros de viaje detuvieron la marcha para examinar ora una flor, ora un insecto desconocido, guardando muchos de estos objetos en sus inconmensurables bolsillos, después de haberlos contemplado largo rato con ayuda de su microscopio.

            Pasada la región del monte verde, llamado así por su vegetación siempre lozana, se entra en la de los helechos, compuesta de infinidad de plantas de esta familia, sobre las cuales hicieron no pocas observaciones mis compañeros de viaje, alternadas por ciertos ¡oh! ¡oh!, de mi amigo el inglés, con cuyas interjecciones expresaba su admiración. Yo, que soy profano en ciencias naturales, noté tan sólo que por allí abundaban más los pedruscos volcánicos, viéndose en ellos, perfectamente, la acción del fuego que los había calcinado; entre estos los había sumamente pesados, tanto que me parecieron piedras minerales, y otros, por el contrario, eran tan ligeros, que yo supuse debían ser la llamada piedra pómez.

George Graham-Toler. El Teide en invierno, c. 1890. Col. Part., Tenerife
            Llegamos por último a El Portillo que no es otra cosa sino un paso estrecho entre dos columnas basálticas por donde se entra a Las Cañadas. Desde allí se descubre ya todo el Pico, cuyo aspecto es, más que nunca, majestuoso; completamente despejado de nubes, e iluminado por los últimos rayos del sol poniente, formaba un contraste admirable y singular la claridad que se observaba en su base y en su cima, con la casi profunda oscuridad del medio. Largo rato permanecimos absortos ante aquel espectáculo y únicamente el temor de que la noche se nos echara encima fue lo que nos obligó a continuar el camino; las exclamaciones del inglés adquirieron un tono más enérgico y aún me parece que en alguna de ellas usó otra vocal distinta de la o, que era la única que hasta entonces le había oído pronunciar.

            Las Cañadas, o sea el llano de las retamas, es una superficie cubierta de un polvo amarillento, que dijeron era pómez de ese color. La reverberación de los rayos solares y el polvillo que levanta el viento sofocan en gran manera al caminante; nosotros lo pasamos bien porque era una hora algo avanzada y ya no alcanzaba a molestar el sol. Este llano, que tendrá unas cinco leguas de diámetro, alberga en su centro al pico del Teide sirviéndole de base. En casi toda la llanura se elevan grandes sotos de retamas hasta una altura de ocho o diez pies, pero lo más particular es que esta retama presenta un hermoso color blanco y despide una fragancia en extremo agradable; yo no había visto nunca retamas de ese color y he oído después que sólo aquí se crían de esa clase; ignoro la parte de verdad que tenga esto. Alternando con ellas encontrábamos enormes piedras volcánicas, arrojadas sin duda en remotos tiempos por el Teíde, y algunas de las cuales, que llamaban obsidianas, he oído servían a los guanches para hacer sus instrumentos de corte y filo.


George Graham-Toler. El Teide visto desde Las Cañadas, c. 1890. Col. Part., Tenerife
            Llegamos por último al pie del Pico, que llaman El Montón de Trigo, sin duda en alusión a su finura que es un verdadero montón de piedra pómez menudísima. Emprendimos la subida sin vacilar, pues la noche se echaba encima y, aunque con trabajo, porque las bestias resbalaban a cada paso en aquel suelo movedizo, llegamos a poco al término de nuestra jornada, es decir, a la Estancia de los Ingleses, que se reduce a una especie de caverna espaciosa, resguardada de los vientos, y que ofrece un abrigo seguro a los viajeros para pasar la noche, y que puedan conseguir su objeto, cual es el hallarse en la cima del Teide al salir el sol. El nombre que lleva debe tener su origen en la costumbre de detenerse allí los viajeros, y como el pueblo bajo llama ingleses a todos los que no hablan su idioma, de ahí el nombre que conserva y con el cual se conoce.

            Ya había cerrado la noche y el frío se dejaba sentir más de lo que nosotros quisiéramos; se encendió una gran fogata con trozos de retama y, al amor de la lumbre, dimos un furioso asalto a nuestras provisiones; llevábamos un vino muy añejo y de gran fortaleza más algunas botellas de coñac, y observé que ambas bebidas habían perdido mucha fuerza, pues la cantidad que bebimos hubiera sido bastante para hacernos perder la cabeza en la Villa. Esta observación fue corroborada por el guía, que nos dijo era un fenómeno que sucedía siempre en aquellas alturas, no habiendo licor, por fuerte que fuere, que no perdiera gran parte de su fortaleza en aquella ascensión. Mis compañeros de viaje prepararon sus instrumentos, colocando los termómetros a la entrada de la cueva y examinando de vez en cuando sus variaciones que anotaban con sumo cuidado en el libro de memorias. Se había levantado un vientecillo Norte que mantenía heladas nuestras espaldas, mientras la hoguera nos abrasaba por delante; traté de conciliar el sueño pero fue imposible, teniendo que resignarme a permanecer sentado en una piedra, oyendo recitar cuentos a nuestro anciano guía que, al parecer, tenía buen repertorio de ellos. Así pasó una gran parte de la noche hasta que dieron la señal de partir. Reinaba una oscuridad profunda y el frío era intensísimo; aún faltaban más de tres horas para amanecer, que eran las que se necesitaban para llegar a la cima, y fue preciso abandonar aquella consoladora fogata y lanzarse resueltamente a la subida, sin distinguir apenas el terreno que se pisaba, no otro horizonte delante de nosotros que aquella inmensa mole destacándose sobre un cielo recamado de estrellas.

            Más de dos horas tardamos en llegar a la estancia de Los Neveros, que no es otra cosa sino una pequeña llanura, denominada también Alta Vista y en la cual comienza el Malpaís, que es un conjunto de fragmentos de lavas y piedras volcánicas, sin señal alguna de vegetación. Después de mil incomodidades y peligros, salvados a costa de infinitas precauciones, y con ayuda de las primeras tintas del alba, llegamos a la Cueva del Hielo. Aún faltaría una hora para la salida del sol y, por consiguiente, se decidió visitarla antes de lanzarnos a escalar el Pan de Azúcar.

            La Cueva del Hielo se halla al pie de la subida del llamado Pan de Azúcar, en atención a su figura y al color que le imprime la nieve de que se halla cubierto. Está formado de diversos peñascos tostados y su entrada la tiene a la inmedíación del techo, siendo preciso para bajar a ella, valerse de una escalerilla colgada de unos quince tramos; el largo de la cueva es de unas 45 varas por 7 ú 8 de ancho. El techo es una bóveda casi perfecta compuesta de piedras enlazadas, de las cuales se desprenden innumerables carámbanos de hielo, en forma de estalactitas, formando figuras caprichosas; el suelo es también de hielo muy duro, y en el centro se levanta una pirámide de la misma materia, que dicen no se ha visto deshecha jamás. Sobre el fondo suele haber como una vara de agua extremadamente fría, y si se rompe el hielo, como hizo el inglés que venía con nosotros, salta el agua a borbotones.

            Los dos alemanes que venían con nosotros, y que sin duda tenían noticia de esta cueva, se habían provisto de una sonda de algunas libras de peso, con una cuerda de bastantes brazas; la arrojaron, pues, por distintos sitios, añadiendo los ronzales de las bestias y todo lo que pudieron haber a las manos sin conseguir hallar fondo, y, según nos dijo el jardinero del Botánico, jamás se ha podido hallar. A mí me parecía aquello sumamente extraño, pero en lo que después he leído sobre el particular no me ha sido posible encontrar ninguna relación de viajeros que digan con seguridad haberle hallado fondo, por muy profunda que esta sea.

            El guía nos daba prisa, pues habíamos perdido mucho tiempo en esas observaciones, y no hubo otro remedio (a despecho del viejo prusiano que se hallaba examinando con el microscopio un insecto pequeño que encontró en el agua) que lanzarnos fuera y prepararnos a escalar a pie el dichoso Pan de Azúcar.

            A los pocos minutos de haber salido de la cueva, llegamos a un sitio que llaman La Rambleta, donde observamos varios respiraderos del volcán en los que se percibía cierto olor a azufre, y a los cuales llaman las narices del Pico. Desde este punto empezamos a divisar las cimas de Lanzarote, Fuerteventura y La Palma, cargadas de vapores que iban disipándose conforme avanzaba el sol en su carrera. A estos respiraderos aplicaron el termómetro mis compañeros de viaje, observando una notable elevación de la temperatura. Aquí también fue donde el viejo prusiano empezó a sentir mareos y a vomitar, siendo preciso dejarle allí, pues le fue imposible pasar adelante.


George Graham-Toler. La ascensión al pico, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            Sólo nos restaba subir el último trozo, que sólo es accesible por la parte sur, donde serpentea una especie de senda, trazada por ciertas piedras o lavas antiguas mezcladas con cenizas movibles y fragmentos de piedra pómez. La altura perpendicular de este último picacho es de unos 560 pies, su inclinación es considerable y si no fuese por el zig-zag que hace la senda trazada y por algunas piedras que se mantienen algo firmes en aquel suelo movedizo, sería totalmente imposible la subida; aún así, tuvimos que lamentar la caída del holandés, que se lastimó una pierna y le fue imposible continuar. Los demás, aunque resbalamos y caímos diferentes veces, pudimos continuar. Sin embargo, el cansancio de la subida, las emanaciones sulfurosas de aquel terreno y la acción del sol que se empezaba a sentir hicieron su efecto sobre mi compañero de deportación, que no pudo seguir adelante, y sobre los dos alemanes, de los cuales uno se quedó también. Yo, aunque sentía la cabeza pesada y todos los síntomas precursores del mareo, apretaba el paso sin cuidarme de nadie y, unas veces a gatas y otras arrastrándome con ayuda de algunos tragos de coñac que llevaba en una pequeña cantimplora, pude llegar sano y salvo a la cima, donde ya se hallaban el guía y el jardinero. Momentos después llegó el inglés, sofocado y sudando, haciendo ufff..., y arreglándose el cuello de la camisa.

            Hay cosas que es preciso verlas para comprender su grandeza; por mucho que yo me esfuerce en pintar a usted la grandiosidad del espectáculo que se ofrecía a mi vista, siempre aparecerá pálido, comparado con aquella sublime realidad: el sol se hallaba ya sobre el horizonte, y la gigantesca sombra del Teide se proyectaba en el mar, extendiéndose hasta la isla de La Gomera; más allá El Hierro, casi perdido en la bruma, semejaba un punto en aquel océano sin límites; las elevadas crestas de La Palma, Lanzarote y Gran Canaria se divisaban con toda claridad, percibiéndose también la extensa y llana isla de Fuerteventura que parecía una mancha oscura en aquel horizonte brillante. A nuestros pies, todo el contorno de Tenerife, con sus profundos barrancos, sus amenos valles y el sinnúmero de pueblecitos esparcidos por doquiera; la parte de la Isla que mira a levante, completamente iluminada por los primeros rayos del sol, mientras la parte opuesta, sumida en profunda oscuridad, formaba un contraste admirable. Largo rato permanecieron inmóviles contemplando aquel incomparable panorama que nuestro mismo silencio hacía más y más majestuoso; sólo se percibían nuestras agitadas respiraciones y el roce de la brisa matinal haciendo flotar nuestras capas; este silencio elocuente sólo fue interrumpido por una serie de exclamaciones del inglés, cuya admiración había llegado a su colmo, regalándonos en prueba de ello todas las vocales de su idioma, expresadas en todos los tonos de la escala musical. Recorrimos el borde del cráter para disfrutar distintos golpes de vista y, como a cada momento variaba la perspectiva en razón a la mayor altura del astro del día, no podíamos decidirnos a abandonar aquel sitio. Por último, el calor iba siendo insoportable y fue preciso dar tregua a nuestra admiración para poder examinar el volcán antes que la temperatura se hiciera irresistible.

            Descendimos, pues, al fondo del cráter, que llaman La Caldera, aludiendo a su figura, y, aunque con trabajo, pudimos llegar al fondo, apoyando los pies en algunas lavas cortadas y salientes que facilitaban la bajada. La figura de este cráter es elíptica: la parte más ancha tiene unos 300 pies de diámetro y la más estrecha 200, por unos 100 de profundidad. Su fondo está cubierto de una sustancia roja y caliente y, por algunas aberturas exhala vapores que hacen un ruido extraño. No observé otra particularidad que la de dejarnos en el terreno las suelas de los zapatos, a pesar de haber andado con muchas precauciones, no permaneciendo parados en un sitio; pero es tal la acción corrosiva de aquella tierra calcinada, que, a despecho de nuestro cuidado, nos quedamos descalzos. El inglés aplicó largo rato su termómetro a aquellas aberturas o respiraderos observando una elevación de temperatura considerable, que corroboró la opinión de muchos viajeros, los cuales están conformes en que de algunos años acá van aumentando de una manera sensible los grados de calor del volcán: esto hace temer que algún día despierte de su letargo, convirtiendo esta hermosa isla en un montón de escombros, surcados por torrentes de lava que todo lo destruyen. Triste espectáculo, cuyo sólo pensamiento hace estremecer. Aún existen ancianos que recuerdan la última erupción acaecida en 1798, y cuyos relatos horrorizan, pues cuentan que fue precedida de una serie de terremotos, que sembraron la alarma entre los habitantes, refugiándose en el campo y en los jardines, para no quedar sepultados en las ruinas de sus casas; al propio tiempo el Teide comenzó a arrojar humo por intervalos, hasta que por último lanzó de su seno a una altura inmensa materias inflamadas, acompañadas de horribles detonaciones. Desde entonces permanece en reposo y únicamente causan alguna inquietud los frecuentes temblores de tierra que se experimentan durante la estación de verano.

George Graham-Toler. El Refugio, c. 1890. Col. Part., Tenerife

            Pronto nos vimos precisados a dar por terminada la visita, pues el calor era cada vez más sofocante; escalamos, pues, La Caldera, volviéndonos a hallar otra vez en el borde del cráter, desde donde arrojamos la última mirada al horizonte. Aunque la perspectiva continuaba siendo grandiosa, había perdido ya mucho de su brillo y originalidad; a la sazón no se divisaba ya la isla de El Hierro, perdida en las brumas; y a las de Lanzarote y Fuerteventura costaba trabajo distinguirlas medio veladas por blancas nubes. Lanzamos nuestro postrer adiós a aquel horizonte infinito y con una brevedad, sólo comparable al trabajo que nos había costado subir hasta la cima, llegamos al pie del Pan de Azúcar; allí buscamos un trozo de sombra donde tomar un refrigerio cuya necesidad se dejaba sentir y, después de una frugal comida, montamos a caballo, entregándose cada cual a sus reflexiones.

            Ninguna cosa digna de referirse ocurrió al regreso; todos teníamos ganas de llegar a casa y descansar de las molestias de la expedición. Así fue que a las dos o las tres de la tarde, llegamos a La Orotava.

            Me he extendido más de lo que pensaba en esta narración, pero no lo siento, porque creo contribuirá algo a distraerle algunos ratos. Sí yo tuviese dotes de escritor amenizaría mis cartas con cuentos y anécdotas que las harían menos áridas pero, como no lo soy, hay que contentarse con buenos deseos y sana intención.

            Le quiere mucho su hijo




NOTAS

[30] José de Viera y Clavijo: Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias. Edición dirigida y prologada por Manuel Alvar. Excma. Mancomunidad de Cabildos de Las Palmas. Las Palmas de Gran Canaria, 1982. pp. 160-161: "(Dracaena draco, Lin.; Draco palma canariensis. Toum). Entre los dragos más insignes por su corpulencia, siempre tendrá el primer lugar el del Jardín de Franchy en la villa de la Orotava, cuya circunferencia es de 25 palmos, y entre los gajos de cuya copa hay una mesa con asientos para doce personas. Los ingleses abrieron en Londres una lámina de este árbol".
[31] Berthelot, S.: Primera estancia en Tenerife (1820-1830). Aula de Cultura del Excmo. Cabildo Insular-Instituto de Estudios Canarios, Santa Cruz de Tenerife, 1980, pp. 71-72: Para vivir tomé una casa bien situada: se trataba de una vivienda señorial sobre la que pesaba un ruinoso litigio desde hacía varios años. El administrador de la Casa de Franchy había permitido que me instalara en una de las partes mejor conservadas del edificio. Trataré de describirlo: El escudo de armas del Marquesado campeaba en lo alto de la puerta cochera por la que se accedía al patio de honor de la noble mansión, que se elevaba al fondo de este recinto como si se tratara de una hostería abandonada: la inspiración simétrica del arquitecto se hacía patente en la distribución interior. En la planta baja y en el piso superior, dos vestíbulos, dos grandes salas, que se correspondían unas con otras en uno y otro lado, el mismo número de salones, de dormitorios, de puertas, de ventanas y de ventanillos: en total, veinte grandes piezas bien alineadas.
Esta estrecha galería por donde sólo se puede marchar en fila, tiene una longitud de unos ochenta pasos de un extremo al otro. Me gustaba recorrerla cada mañana para gozar de la contemplación del valle y de todos los detalles que componen esta admirable perspectiva. Otro desmesurado balcón, de veinte pies de ancho, sostenido por pilastras de madera, se destacaba en la fachada opuesta, incluso se prolongaba sobre la misma alineación: un regimiento podría maniobrar allí a sus anchas […].
Los jardines de la señorial mansión, en otros tiempos cuidados con mimo, y a los que todavía no me he referido, están totalmente abandonados. Desde hace mucho tiempo la naturaleza ha hecho su trabajo. Los setos de arrayanes, no recortados, forman paseos cubiertos donde vienen a refugiarse todos los mirlos de los contornos: los naranjos y los limoneros, descuidados: los rosales crecen formando matorrales. Rodeados de ortigas y zarzas. Al borde de un estanque, tres viejos cipreses y una palmera, que se divisan desde todo el valle, acaban por darle un aspecto romántico a este rincón medio silvestre. Sin embargo. y a pesar de los estragos del tiempo, estos jardines habían conservado una impresionante maravilla: un drago se erguía frente a mi alojamiento. Árbol de extraña estructura, de porte gigantesco, que la tormenta había herido sin poderlo abatir. Diez hombres abarcaban con dificultad el tronco. Este prodigioso fuste presenta en el interior una profunda oquedad excavada por los siglos. Una puerta rústica da paso a esta gruta cuya bóveda, medio arruinada, soporta todavía una enorme rama. Largas hojas afiladas como espadas erizan su copa. y blancos panículos, que florecen en otoño, extienden un manto de blancura sobre este verde monumento.
Un día, el violento huracán sacudió esta selva aérea, y un espantoso crujido se dejó oír: a continuación, y de golpe, un tercio de la frondosa masa se abatió con tal estrépito que resonó en todo el valle. El temporal arrancó de cuajo un espléndido laurel y todos los arbustos de los alrededores quedaron sepultados bajo montones de escombros. La fecha de este suceso ha quedado grabada en una plataforma de mampostería que se ha construido en lo alto del tronco para cubrir las resquebrajaduras y evitar las filtraciones de agua.
Voy a menudo a sentarme al pie del árbol secular cuyo nacimiento se pierde en la noche de los tiempos. ¡Cuántas generaciones habrán discurrido bajo su sombra! Los guanches de Araotava lo veneraban como a un genio protector, pero ese pueblo valeroso ha sufrido su destino... Cuatrocientos años han pasado desde su aniquilamiento y el viejo drago, siempre en pie, siempre erguido a pesar de las tormentas.
Después de la rendición de Tenerife (1496) sirvió de mojón a los soldados del Adelantado para fijar los límites de repartición de las tierras conquistadas. Ha sido reproducido y grabado en todos sus detalles y descrito en todas las lenguas: el patriarca del valle ha sido motivo de admiración de todos los viajeros que me ha precedido.
[32] Don Bernardo Cólogan-Franchy y Heredia nació en el Puerto de la Cruz el día 2 de octubre de 1825. Hijo de don Juan Antonio Cólogan-Franchy y Ponte y doña María Eustaquia de Heredia y Aspiroz, octavos marqueses del Sauzal. Gentilhombre de Cámara de S. M. la Reina doña Isabel II, diputado provincial y presidente de la Diputación de Canarias. Noveno marqués del Sauzal. Casó en La Orotava el día 18 de agosto de 1865 con doña Elisa de Ponte y Hoyo. F. Fernández de Bethencourt et alt.: Opus cit. Tomo I, 1952, p 323.
[33] Don Ángel Gallifa y Larraz, natural de Zaragoza, abogado y compañero de destierro de don Ricardo Ruiz y Aguilar, magistrado del Tribunal Supremo, casó en La Orotava, viudo de doña Teodora Lamberto y Polo, el 13 de julio de 1868, con doña Juana de Zárate y Machado. F. Fernández de Bethencourt et alt.: Opus cit. Tomo IV, 1967, p. 206. Debemos esta información a la amabilidad de don Melchor de Zarate y Cólogan
[34] Humboldt, A. de: Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Traducción de Lisandro Alvarado. Tomo I. Monte Ávila Editores. Caracas. Venezuela. Segunda edición. 1991. h. XX: Aunque conociésemos, mediante el relato de tantos viajeros. el Drago del huerto del Sr. Franqui, no por eso nos impresionó menos su enorme grosor. Asegúrase que el tronco de este árbol, de que se trata en varios documentos antiquísimos como indicador de los linderos de un campo, era ya en el siglo XV como lo es hoy. Pareciónos su altura de 50 a 60 pies: su circunferencia cerca de las raíces es de 45 pies. No pudimos medirlo más arriba; pero Sir Jorge Staunton halló que 10 pies arriba del suelo el diámetro del tronco es todavía de 12 pies ingleses, lo cual se conforma bien con la aserción de Borda, que halló el grosor medio de 33 pies 8 pulgadas. El tronco se divide en gran número de brazos que se alzan en forma de candelabro y que terminan en ramilletes de hojas, como en la Yuca que adorna el valle de México.
[35] Rodríguez, L.: Los árboles históricos y tradicionales de Canarias. Aula de Cultura del Excmo. Cabildo Insular de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife. 1982: ¿Castaño del Marqués de la Candia! ¿Castaño de Aguamansa, el de las siete pernadas! ... ¿Quién no oyó ponderar su fama? Del primero se conserva aún su tronco seco como recuerdo del centenario árbol, tan vinculado a la noble casa, que se placía en abrir las puertas de su Jardín para mostrarlo a la admiración de los visitantes extranjeros. Sus gajos eran tan corpulentos, que fue preciso construir un soporte para que no se viniese al suelo uno de aquéllos. Y se dio el caso curioso de que del fondo de la pared que servía de puntal surgiese un brote que al cabo de los años se convirtió en hermoso árbol. Ambos, padre e hijo. sucumbieron hace ya algún tiempo, quedando solamente el tronco del más viejo. Y los actuales poseedores del jardín, señores de Cólogan, demostrando su veneración y amor al árbol familiar, de tantos recuerdos para ellos, han rodeado el decrépito tronco de una verja de floridas enredaderas. Digno sudario del admirable ejemplar, que se calcula tenía más de cuatro siglos de edad.
Todo era opulencia en este árbol: hasta sus espléndidas cosechas de castañas, que en algunos años excedieron de quince fanegas. Y su fruta, sabrosa y de gran tamaño, disputábanse la las compradoras por ser la que más tenía en todo el Valle.
[36] Masferrer y Arquimbau, R.: El jardín de aclimatación de La Orotava. Biblioteca Canaria. Tomo I. Imprenta Orotava. Villa de La Orotava, 1911, pp. 22-23: El [terreno] elegido pertenece a D. Francisco Bautista de Lugo y Saavedra, Señor de la Isla de Fuerteventura y residente en la Villa de La Orotava, quien lo cede a S. M., sin otra retribución que el honor de servirle y ofrece franquear allí mismo más extensión en caso de que sea necesario.
En la parte octava (agua) consta que en 26 Diciembre de 1789 escribió el Marqués (de Villanueva del Prado) a la Junta de Caballeros dueños de las aguas de la Orotava pidiendo un tostón de agua perenne para el jardín, y en 4 de enero de 1790 le contestó D. Francisco Bautista de Lugo y Saavedra, por encargo de los citados dueños, que desde luego están convenidos en que se saque de dichas aguas el tostón perenne que V. S. solicita y que si el tiempo y la experiencia manifestasen no ser bastante cantidad desde luego franquean la más que se necesite con todos sus haberes y personas para cuanto sea obsequio de nuestro Soberano.
[37] Don Francisco Bautista de Lugo y Saavedra no fue hijo segundo de los marqueses de la Florida como afirma el autor en el texto. Fueron sus padres don Francisco Bautista Benítez de Lugo Arias de Saavedra, noveno Señor de Fuerteventura y doña Paula de Ponte Ximénez. Nació en Garachico el día 30 de junio de 1735 y fue décimo poseedor de la dignidad nobiliaria en 1771, tras la muerte de su padre. Contrajo matrimonio en La Orotava, el 10 de enero de 1779, con doña María del Carmen de Lugo-Viña y Molina. F. Fernández de Bethencourt et alt.: Opus cit. Tomo I, 1952. pp.46-47. Una bisnieta de don Francisco, doña María Candelaria Benítez de Lugo y Benítez de Lugo, se convertiría, pocos tiempo después de escrita esta narración. en la mujer de don Ricardo Ruiz y Aguilar.
[38] Sobre la historia del Jardín Botánico y hasta tanto sea impresa la que escribió el profesor Alejandro Cioranescu, vid. nota supra 34. Véanse, además, Ramón Masferrer y Arquimbau: “Una visita al Jardín Botánico de aclimatación de La Orotava". Revista de Canarias. Tomo I. Imprenta Isleña. Santa Cruz de Tenerife. 1879, pp. 87-101. Leopoldo Tabares de Nava y Marín: «El Jardín Botánico de La Orotava (Tenerife)». Periferia, número 11. Sevilla, diciembre 1991-junio 1992. pp. 64-85.
[39] Don Alonso de Nava Grimón y Benítez de Lugo. Hijo de don Tomás de Nava Grimón y Porlier, quinto marqués de Villanueva del Prado y de doña Elena Benítez de Lugo y Ponte, nació en La Laguna el día 3 de noviembre de 1757.
Alonso de Nava Grimón, marqués de Villanueva del Prado: Obras políticas. Edición, introducción y notas por Alejandro Cioranescu. Biblioteca Isleña VIII, Aula de Cultura de Tenerife. 1974. h. XXX: Posiblemente fue el Jardín Botánico la única empresa, de las muchas que le fueron encomendadas, a la que se dedicó sin reticencias, ni siquiera secretas, por tratarse justamente de una de sus mayores aficiones y responder por lo tanto a lo que él mismo soñaba. Así se explica sin duda el raro tesón con que prosiguió a lo largo de cuarenta años una empresa evidentemente superior a sus posibilidades, y que sin embargo llevó a cabo, no sin el sacrificio de la mejor parte de su hacienda. En lo demás también se aplicó y también gastó su dinero. Pero es como si se sintiera que se trata de algo provisional y obligado, de una actividad casual, al cabo de la cual el Marqués sabe y espera que podrá volver a su casa de campo, a sus lecturas y a sus experiencias.
[40] Don Luis Francisco Benítez de Lugo y Benítez de Lugo. Hijo primogénito de don Luis Jerónimo Benítez de Lugo y Hoyo, séptimo marqués de la Florida y de doña Elena Bautista Benítez de Lugo y Urtusáustegui, última señora territorial de Fuerteventura, nació en La Orotava el día primero de abril de 1837. Casó en Güímar, el 11 de octubre de 1875 con doña Francisca Delgado-Trinidad y O'Shee. Íntimo amigo y hermano político de Ruiz y Aguilar, tras el matrimonio de este con doña María Candelaria Benítez de Lugo. Fue nombrado albacea por el marqués, quien le legó, en su testamento. su espléndida biblioteca. Véanse, además, Miguel Villalba Hervás: «Don Luis Francisco Benítez de Lugo. Biografía». La Ilustración de Canarias. Tomo I, Santa Cruz de Tenerife, 31 de enero de 1883, p. 109.
El marqués de la Florida: Estela de un muerto. Datos biográficos por Ricardo Ruiz y Benítez de Lugo. Volumen sexto. Biblioteca Canaria. Madrid, 1907.
Guimerá Peraza, M.: El radical Marqués de la Florida (1837-1876). Biblioteca isleña XVII. Aula de Cultura de Tenerife-1982.
[41] Doña Elvira de Monteverde y León-Huerta. Nacida en Icod de los Vinos el día 27 de marzo de 1814, fue marquesa de Villafuerte por su matrimonio con don Santiago de Molina y Fierro, séptimo poseedor de la dignidad nobiliaria. Falleció en Santa Cruz de Tenerife, viuda desde 1840, el día 25 de abril de 1886, sin descendencia.
[42] El ducado de Valencia, con grandeza de España. fue concedido por S. M. la Reina doña Isabel II, en 26 de septiembre de 1847, a don Ramón María Narváez y Campos, capitán general de Ejército. Catálogo alfabético de los documentos referentes a Títulos del Reino y Grandezas de España conservados en la Sección de Consejos Suprimidos. Archivo Histórico Nacional, Madrid, 1952. p. 534.
[43] Don José de Llarena y Ponte. Hijo de don José de Llarena y Ponte y de doña Josefa de Ponte y Benítez de Lugo nació en Garachico, el día 19 de noviembre de 1821. Senador del Reino y octavo conde del Palmar, titulo en el que sucedió a su tío don Pedro de Ponte y Benítez de Lugo.
[44] El mariscal de Campo don Jaime Ortega y Olleta, aportó a Santa Cruz de Tenerife, en calidad de comandante general de Canarias, el 21 de noviembre de 1853. Cesó el 9 de agosto de 1854. (Cfr. Alejandro  Cioranescu: Historia de Santa Cruz de Tenerife. Tomo IV. Caja General de Ahorros de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 1979, p. 386).